La esquina donde hace trampas la memoria
Ravignani y Paraguay era el corazón del Palermo Pobre que, con el paso de los años, pegó un fatal viraje hacia el Palermo Hollywood
El Viejo Escoba era una especie de monje tibetano que fumaba en silencio y contemplaba horas y horas la calle Ravignani desde el umbral de una casa sombría que ya no existe. Nosotros creíamos que se trataba de un fantasma, dado que no le conocíamos ocupación, rara vez pronunciaba palabra y cuando caminaba parecía hacerlo sobre el aire. Su puesto de indolente vigía estaba ubicado a escasos metros del edificio que cuatro décadas después volverían tristemente célebre Ángeles Rawson y su portero asesino. Nunca camino esa cuadra sin evocar a aquel vecino enigmático que un día desapareció para siempre, pero que llevaba en su retina los chismes, las penas y las alegrías furtivas de los vecinos que vivíamos en esa calle empedrada donde yo conocí la amistad, el amor y la traición.
En el número 2323 sigue en pie la casa donde sufrió su pequeña pero desgarradora odisea emigrante mi madre Carmina. En nuestros tiempos, había bajo la cama de la habitación principal un sótano donde yo jugaba al explorador y donde Mino, un pariente asturiano, debía refugiarse para tocar la gaita, puesto que el tiránico jefe de la familia era un español vergonzante, quería pasar por argentino y no permitía que sonaran jotas en el patio.
En la esquina de Paraguay sigue vigente el Montecarlo, un café que ahora frecuentan narradores y poetas, y también neuróticos sensibles de toda laya. Antes sólo se escuchaban rudas conversaciones sobre mujeres y motores, y su clientela estaba compuesta de colectiveros y taxistas. Los cambios de ese microcosmos denuncian el fatal viraje de Palermo Pobre a Palermo Hollywood. En esas mesas escribí cuentos y discutí literatura; también fui anoticiado de que una dama me había sido infiel con un gomía. Recuerdo la laceración de ese primer desamor. Cerró el Montecarlo, se guardó el Viejo Escoba y cayó la noche más profunda, y yo permanecía todavía en la calle, incapaz de regresar a casa con semejante tristeza. Recién en la madrugada sentí unos pasos en la oscuridad: era mi padre, mozo del bar ABC, que volvía de la brega. Me vio pálido y enajenado, y no hizo preguntas. Prefería no saber. Sólo me tocó el hombro y me dijo que era hora de ir a la cama, y me salvó con ese ínfimo gesto de la amarga intemperie.
Si uno toma por Paraguay a la derecha pasa por delante del departamento de nuestra amiga Maruja. Una vez el portero intentó propasarse con ella y su hijo le metió la cabeza en un cantero. Otra vez el pibe le dijo a ella que estaba harto de esta existencia y que iba a suicidarse. Maruja, con su acento de Gijón, le respondió: "Lo bien que harías, los gustos hay que dárselos en vida". Unos metros más allá quedaba la academia de judo a la que acudíamos juntos: él, para gastar energía; yo, para defenderme del bullying que me hacían en los recreos del León XIII. Mi madre no había leído a Piaget, y el modo que encontró de evitarme el acoso fueron las artes marciales. Temo decir que no se equivocó.
Si uno dobla, en cambio, hacia la izquierda por Paraguay se llega a la esquina de Carranza, donde vivía el Loco Doyle, que nos introdujo en la religión del rock sinfónico. En esa intersección, besé por primera vez a una novia. El asunto tuvo algo de dramático, puesto que ella había jugado a ser mi amiga desinteresada y me había preparado laboriosamente para otra. Cuando le di la noticia de que sus argucias de Celestina habían prosperado, vi que su cara se transfiguraba y me di cuenta en un instante de que me quería para ella y de que todo había sido un terrible error. En esas épocas, las chicas colocaban la amistad por encima del amor, y los chicos nos resignábamos a bailar castamente con ellas y a ser sus meros confidentes. Todavía me parece un gran misterio aquella tontería.
A la vuelta, por Santa Fe y a cincuenta metros de Carranza, había una salita de primeros auxilios, adonde mi madre me llevó con una quemadura de tercer grado. Se volcó accidentalmente una olla y el agua hirviendo me cayó por la cara y el brazo izquierdo. Conservo de ese trauma de niñez dos recuerdos: una fea cicatriz en los bíceps y la certeza de que una enfermera me salvó con sus trucos de haber quedado desfigurado. En Ravignani y Santa Fe, completando el giro, me encontré un amanecer con mi madre en batón y pantuflas: yo venía canchereando de mi primer baile con algunas compañeras, y Carmina me esperaba con un escándalo por llegar tarde y no haber avisado. Todavía me pongo colorado al evocar aquella vergüenza. Fue en esa misma coordenada donde aguardábamos un sábado otoñal para ir a jugar a la pelota y se nos apareció una mujer ensangrentada diciendo a los gritos que su marido la había atacado con un cuchillo de cocina. Tenía un enorme tajo en el cráneo.
Nosotros estábamos convencidos de que el Viejo Escoba era una especie de secreto historiador de esa manzana y que llevaba cuenta de todos estos acontecimientos, fantasías y minucias. Incluso del increíble caso del profesor. Ya no sé a ciencia cierta si la escuché o si directamente la imaginé para escribirla, pero me resuena la desventura de aquel profesor de ajedrez del Fidel López, que era un ciclista obsesivo. Durante cuarenta años había pedaleado alrededor del Rosedal siguiendo el sentido de las agujas del reloj, de domingo a domingo y sin excusas, y una noche medio engripado tuvo por desgracia girar a diestra y encontrar en el séptimo círculo a su novia muerta y rediviva. Es fama que por este método improbable podía viajar en el tiempo.
Estas trampas de la memoria, estos prodigios de la literatura fantástica y cada una de las anécdotas reales se confundirán en el futuro, cuando los hombres, los fantasmas y los mitos de Ravignani compartan pacíficamente la tierra. A medida que me hago mayor, mis sueños nocturnos regresan con más frecuencia a esa calle donde todo era verdad y todo era mentira, y donde fui feliz sin sombras ni condiciones. Un amigo creyó ver el otro día al Viejo Escoba en el umbral de una casa de Flores: estaba tan achacoso y tan joven como entonces, y fumaba y contemplaba la calle tomando nota de los pequeños milagros de la gente. ¿A cuenta de Quién llevará ese minucioso e inquietante registro?