La dramática certeza de que el choque podría haberse evitado
Lo más tétrico de la tragedia de Once, a un año de ocurrida, es la certeza de que podría haberse evitado. Todos los elementos que surgen de los informes de la Auditoría General de la Nación (AGN) y de las investigaciones judiciales en curso confirman esta dramática evidencia: el siniestro fue el resultado de un desempeño estatal crónicamente pésimo y de una gestión empresarial ineficaz y fraudulenta.
Ya los informes de la AGN de 2008 y marzo de 2012 describieron con nitidez y precisión el estado deplorable de las vías, la señalización y el material rodante con que funcionaba la concesión del Ferrocarril Sarmiento. En esas condiciones, la tragedia de Once tenía altas chances de producirse.
Las reiteradas advertencias de la AGN no fueron escuchadas por el gobierno nacional, que debía controlar al concesionario, ni por el Congreso, donde la mayoría oficialista en la comisión parlamentaria que examina sus informes, en vez de darle tratamiento, intentó la destitución del presidente de la AGN para invalidar los informes producidos en los dos últimos años, que actualmente constituyen una prueba fundamental en la causa judicial que investiga la tragedia que produjo 51 muertes y más de 700 heridos.
En este contexto, aunque tardía, resulta importante para el futuro la decisión del Ministerio del Interior y Transporte -Res. 62, del 18 de julio de 2012- donde instruye a sus distintas dependencias que tomen en cuenta las recomendaciones de la AGN. Lo cierto es que, hasta hoy, todas las hipótesis por las que transita la causa judicial conducen a una severa responsabilidad estatal y empresarial: "...estrago culposo y administración fraudulenta...", según el fiscal Delgado; "...imprudencia y negligencia agravada por muertes...", ha dicho la Cámara Federal, que también acusó a funcionarios y empresarios por defraudación.
Visto el siniestro en perspectiva, sus orígenes se sitúan en una administración caracterizada por un manifiesto desinterés y elusión de los controles gubernamentales, lo que condujo a la degradación de la calidad y el agravamiento de las condiciones de inseguridad del servicio ferroviario, en el marco de un proceso de desinversión.
A eso se suma el manejo ultraliberal de los subsidios, puesto que no se exigió rendición de cuentas ni se verificó su destino ni su impacto sobre la prestación del servicio. El crecimiento exponencial de estos fondos desalentó las inversiones genuinas y gestó una suerte de cultura del incumplimiento de las concesionarias, que mientras más recursos públicos recibían menos se aplicaban a mejorar el funcionamiento, colocando al sistema ferroviario al borde del colapso.
Esta conducta discrecional alimentó desviaciones de fondos estatales y sospechosas prácticas de corrupción tanto en el ámbito gubernamental como en el empresarial, las cuales adquirieron notoriedad con el ostentoso comportamiento del ex secretario de Transporte Ricardo Jaime, que mostraba con descaro las prebendas que le daban los destinatarios de los subsidios que él mismo distribuía.
Pero las derivaciones del siniestro de Once muestran que la problemática ferroviaria no se detiene en el colapso, la obsolescencia y la prebenda. A lo largo de estas dos últimas décadas, los residuos contaminantes de la corrupción cimentaron en su estructura la conformación de peligrosas mafias capaces de actos delictivos como el homicidio de Mariano Ferreyra, por el que se encuentra procesado el sindicalista José Pedraza.
Por eso tiene tanta importancia que se investigue con celeridad el asesinato de Leonardo Andrada, cuyo testimonio fue clave en la causa Once y cuya muerte entraña un mensaje perverso. Y aunque nadie está en condiciones de aseverar hoy si el verdadero móvil fue la venganza, el robo o la intimidación, en el contexto actual este último efecto ya se ha producido.
La corrupción no sólo mata. En el escenario mismo de la muerte ella alienta la violencia ciega de la intimidación y la amenaza, frente a las imborrables huellas de dolor de los familiares.
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