Fue un proyecto familiar en el barrio de Constitución, que creció con la idea de convertirse en un salón de fiestas; la degradación de la zona la puso en peligro hasta de usurpación
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El mate pasa de mano en mano dentro de la tienda de sanitarios y el olor a cigarrillo impregnado en cada rincón se mezcla con el de la yerba recién cebada. Hay jaboneras, con agarradera o simples, en colores pastel verde, rosa, amarillo y celeste, que hacen fuerza para no caerse del estante y rodar entre inodoros, bidets y lavamanos. Afuera, el cartel: Plomería Tony. Es uno de los cuatro locales que envuelve la esquina, entre una vieja casa familiar y un hotel donde hay mujeres que disparan sonrisas a los automovilistas y los invitan a pasar.
Constitución es un barrio de contrastes y creciente marginalidad. En la esquina de la avenida Juan de Garay y San José, donde todo parece estar a punto de estallar por una discusión entre pibes y pibas que se corretean con palos y botellas de fernet en la mano o por el regateo en la chatarrería que le compra hierros y metales a los cartoneros que llegan con sus carros, sobre la base de esos locales –la casa de sanitarios, una lavandería, un petshop y un local partidario de Juntos por el Cambio–, se levanta una perla arquitectónica que es un misterio para los vecinos.
Desde la esquina, una planta intermedia, arriba de los locales, contempla ambas calles, con sus ventanales en arco y marcos de madera, balcones y faroles que resaltan entre los ornamentos. Más arriba, otro piso encierra espacios más chicos, con pérgolas, techos con tejas y más ornamentación.
“Acá no sabemos nada de la historia. Nosotros alquilamos el local, pero no tenemos ninguna conexión con las otras plantas”, dicen Tony. A la vuelta, en el hotel Alba, un hombre y una mujer se ríen a carcajadas y sueltan una idea que tuvieron hace un tiempo. “¡Pensamos tomarlo para poner un cabaret! ¡Si siempre está vacío! Acá tenemos a las chicas, podrían laburar ahí”, dice el hombre sin reparos.
La usurpación es uno de los peligros para esa casona, de impronta neocolonial, levantada entre los años 70 y 80, construida con las manos de la familia que vivió allí desde 1967 cuando había un almacén y bar y las calles eran más angostas. Luego, con el ensanche de Juan de Garay, el terreno se redujo y se instalaron los locales que albergaron varios rubros. Más tarde, las plantas superiores fueron pensadas para salones de fiestas y eventos, pero que nunca pudieron utilizarse para tal fin por las condiciones adversas del barrio.
“La esquina era mucho más grande hasta que se construyeron los locales y se comenzó a hacer un salón arriba. En los 90 le fuimos agregando otras plantas, toda la arquitectura y la ornamentación porque la idea, en su momento, era hacer una especie de salón de fiesta. Pero el barrio fue cayendo en una situación degradante y ahora ya es muy difícil iniciar a una actividad de ese tipo”, expresa Emilio Raposo Varela, que se instaló allí con sus padres y hoy es el dueño de la casona y los locales.
“Antes, en los 70, había un restaurante con una rotisería grande que después, en parte, se transformó en una especie de cantina bailable llamada Farolito, muy conocida en el barrio. Se presentaban orquestas típicas, modernas, grupos de salsa. En 1979 cerró todo cuando se produjo el ensanche de la avenida Juan de Garay junto a los ensanches de Caseros, San Juan e Independencia”, recuerda Raposo Varela, arquitecto que ideó gran parte de la construcción de las plantas superiores.
Estilo neocolonial
La esquina se transformó en un enigma, no solo para los vecinos, sino también en perfiles de redes sociales que suelen retratar la arquitectura de la ciudad y los secretos de los barrios. Como el de Pablo Fernández que mantuvo un ida y vuelta con sus seguidores para rastrear los orígenes de la construcción y al mentor de su diseño. “Tiene aires coloniales innegables, pero es un neocolonial de los 70, fuera de su época, como una recreación de ese estilo”, había arriesgado Fernández. Y estaba en lo cierto.
“La familia tiene ascendencia española y por eso se fue planteando ese estilo colonial. Primero se hicieron los locales, después el salón del primer piso y luego el segundo piso y un pequeño remate en la terraza con esa impronta colonial, que no es un colonial puro, es una mezcla, con guardas, pérgolas y un mirador en la esquina”, explica Raposo Varela.
“¿Quién fue el arquitecto? Yo mismo le fui metiendo mano aunque la primera parte la hizo un maestro mayor de obras. El segundo piso se amplió con el remate final y se le agregaron columnas y aleros en los aventanamientos, en la terraza y el mirador en la esquina como para darle un remate”, agrega.
Además del hotel Alba en la misma cuadra está el Rinald y Narciso y al cruzar Juan de Garay un alberge transitorio abierto las 24 horas. Los hoteles son una de las características de esa zona a pocas cuadras de la estación Constitución. También los restaurantes y casas de comida peruana, las ferias de ropa de segunda y tercera marca y de multirubros comerciales.
Los cartoneros esperan en la vereda que los atienda el chatarrero mientras dos monjas bajan de un Chevrolet Corsa marrón, a tono con sus atuendos, para enviar una encomienda en el local de la esquina. Algunas chicas, desdentadas, que discutían cerca, escapan de la escena y vuelven a aparecer en la otra esquina, rodeada de pibes en camperones negros, con capuchas y miradas extraviadas. Una mujer, apoyada en la vidriera de una tienda de ropa, le hace ojitos al tipo que carga nafta mientras dos transas esquivan la patrulla policial que sale por entre los surtidores.
“Nunca pudimos activar el proyecto por la degradación del barrio. Siempre está la esperanza de que puede mejorar, pero pasan las gestiones y cuesta. Ahora hay una situación más compleja de inseguridad, mucha oferta y demanda de sexo, comercialización y tráfico de drogas, lo que está a la vista”, suelta Raposo Varela.
Una mixtura de actividades culturales, sociales y de recreación, pueden ser parte de un proyecto para darle vida a esa esquina misteriosa que supo albergar milongas, orquestas y gastronomía típica de la época, como si fuese una cantina de La Boca. Con una historia mínima, familiar, que fue testigo de la degradación del barrio. El entorno no ayuda, según su propietario, aunque la arquitectura y los más de 700 metros cuadrados disponibles le permite seguir persiguiendo el sueño familiar que alguna vez lo movilizó.