Nuevos trenes: la vida porteña de los técnicos chinos
Son 70, viven en Balvanera y están en el país hace casi un año
El sol del mediodía hace brillar un container estacionado a un costado del depósito ferroviario de Castelar, devenido en oficina. La puerta está abierta. Desde adentro, detrás de su pequeño escritorio, el gerente saluda con un gesto y, tocándose el pecho, dice: "Yo, Ángel". Viste un overol gris y borceguíes negros.
Ángel es chino y llegó a la ciudad hace casi un año. Antes de mudarse, no se llamaba Ángel, sino Yang, pero dejó ese nombre en China, junto con todo lo demás, su mujer y su hijo incluidos.
Ángel tiene 33 años y es el jefe de 70 trabajadores de la empresa CSR, el mayor fabricante chino de trenes. Son 65 varones y cinco mujeres que trabajan en turnos diurnos o nocturnos, con francos rotativos. El equipo brinda asistencia técnica y capacitación en las líneas Sarmiento, Mitre y Roca. Se quedarán, por ahora, hasta marzo, según establece una garantía de posventa firmada en 2013 entre la compañía y el gobierno nacional, cuando se efectuó la compra de 709 vagones nuevos para los tres servicios en la que el Estado invirtió 841 millones de dólares.
Al taller de Castelar llegan en combi desde el centro porteño. Hay traductores al español que explican lo que los técnicos o ingenieros les indican a los ferroviarios argentinos. La traductora Shasha -una china de 26 años con las uñas pintadas de plateado- fue bautizada por los operarios locales como Susana porque nadie podía pronunciar su verdadero nombre. Lo mismo pasó con su jefe, Ángel, y con todos los demás.
Detrás del escritorio de su oficina, Ángel ofrece té de jazmín en una taza de porcelana diminuta y explica, en mandarín, por qué vino de su tierra milenaria a este país sudamericano.
Con el dedo índice, Susana dibuja la República Popular China sobre un papel imaginario y lo apoya allí donde quedaría su provincia. Luego le da un sorbo ruidoso a su té y traduce: "Shandong". Ángel asiente con su cabeza, preso de su idioma.
Traducción compleja
"Los argentinos están conocido a las fallas de tren. Tienen experiencia", dice Susana, que traduce las palabras de Ángel a un español básico mientras recorren el taller de Castelar.
Luego suben a la cabina de un ferrocarril estacionado, que está en reparación, y continúan: "Nosotros ponemos mucho énfasis en el trabajo, pero los argentinos no. Hay mucha familia que sale el fin de semana. Muy feliz. En China trabajamos toda la hora, todo lo día. Por eso envidiamos a ustedes".
Por un pasillo aparece otro chino, al que le dicen Leonardo, un técnico de 31 años, y grita: "Asado, amigo". Todos se ríen. Susana también, y después explica que de ese modo los ferroviarios argentinos suelen invitarlos a comer los fines de semana. Pero no todos son cordiales con los forasteros. "Evito tratarlos. Son raros. No se les entiende nada", dirá más tarde un operario local, que prefirió no dar su nombre.
Los coches fabricados por la empresa CSR están equipados con frenos independientes, aire acondicionado, calefacción y cámaras de monitoreo que les permiten al motorman y al guarda observar lo que sucede en el interior de la formación.
Las puertas son inteligentes, por lo que el tren sólo arranca cuando todas están debidamente cerradas. Las unidades poseen carteles electrónicos con los nombres de las estaciones. Cada vez que el motorman frena en una parada, se enciende una luz sobre los pasajeros para que se puedan ubicar.
Cuentan con espacios diseñados para personas con movilidad reducida, sensores de peso y un sistema de comunicación interna por radio y megafonía entre el conductor y los pasajeros.
Están preparados para desarrollar una velocidad máxima de 100 kilómetros por hora, pero la traza de la línea sólo permite alcanzar los 75 kilómetros por hora.
En reiteradas oportunidades, LA NACION intentó consultar al Ministerio de Interior y Transporte y a la Operadora Ferroviaria Sociedad del Estado (Sofse) sobre la extensión de los contratos con la empresa china CSR, pero no respondieron. Su estadía podría extenderse porque el contrato con el Roca es de dos años.
Vida de barrio
Los enviados chinos viven en un hotel que la empresa alquiló en Venezuela 2495, en Balvanera. Es una construcción sencilla, sin mucho esmero. En la planta baja hay un comedor, una cocina y un salón con mesas de ping-pong y billar. Entre las columnas del salón cuelgan sogas con ropa, de modo que cuando juegan deben esquivar pantalones o camisas. En los dos pisos de arriba están las habitaciones, un gimnasio y un patio con jacuzzi, que jamás usaron. Aquí y allá hay guirnaldas con mensajes de buena fortuna por la Fiesta de la Primavera.
Cuatro cocineros chinos preparan la cena de hoy. Los demás, están jugando al ping-pong, a los gritos. A las 19, cuando se abre el comedor, se abalanzan sobre las seis mesas redondas. Se sirven una sopa de arroz en una pequeña olla de metal.
El resto de la comida la comparten en platos comunitarios: hay más arroz, trozos de carne con salsa de soja y fideos chinos fritos. Comen, por supuesto, con palitos de madera. Nadie toma agua, gaseosa o bebidas alcohólicas. Apenas hablan.
Ni Ángel ni Susana -ni ninguno de los chinos del hotel- pasean por el barrio. Trabajan casi todo el día y sólo salen en sus francos: hacen las compras en un supermercado chino que queda enfrente, salen a comer a algún restaurante de la zona y a caminar por la Reserva Ecológica. Durante la semana, en sus ratos libres, se quedan adentro haciendo ejercicio o estudiando español. Muchos están casados y tienen un hijo. Por las noches hablan con sus familias por videollamada.
Durante los diez meses que llevan en la ciudad, visitaron la Casa Rosada, el Rosedal, el Zoológico de Buenos Aires y Tigre. Entre sus sitios preferidos están la calle Florida y la avenida 9 de Julio. Al barrio chino de Belgrano también fueron, pero coinciden -decepcionados- en que sólo representa a una provincia de su tierra: Fujian.
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