Hacinados, en medio del humo de marihuana
En los viejos coches, el viaje resulta una odisea para los pasajeros
"¿Alguien va a bajar?", gritó una mujer desde lo más profundo del pasillo del tren Sarmiento, que no se alcanzaba a ver. En medio de una marea humana, la señora se preparaba para descender en la estación Ciudadela y debía pasar entre una treintena de pasajeros. Y sólo a fuerza de empujones lo lograría.
En una "vieja" formación que había partido desde Moreno a las 7.44, LA NACION hizo el trayecto hasta Once. Y para los usuarios el viaje es una odisea. "Es lo que hay", dijo María del Carmen, mientras señalaba una butaca -o lo que quedaba de ella-, porque el asiento no tenía rastros de la funda verde que los cubría.
Si bien a lo largo del viaje algunos asientos se liberaban, la gente optaba por seguir de pie. Ovidia Báez, de 34 años, explicó el motivo: "Es que si me siento no puedo bajarme en Liniers por la cantidad de gente que se sube", dijo la mujer.
La marcha del tren parecía detenerse a la salida de algunas estaciones, pero avanzaba a paso muy lento. La oscura mañana, que se despejaría minutos después con la tímida salida del sol, era similar a la que reinaba dentro de la formación: en cada vagón sólo estaba prendida la mitad de las luces disponibles. También escaseaban los carteles indicadores con todas las estaciones de la red; sólo quedaba el pegamento sucio que los sostenía.
Un aroma fuerte a marihuana acompañó el viaje de los cientos de pasajeros. Por momentos, el humo se percibía más cerca y algunos usuarios tosían. Pero al hombre que roncaba de manera ruidosa no le preocupaba. Aferrado con fuerza a su bolso, el señor tampoco notaría que justo detrás de él un niño, de unos ocho años, tenía parte de su cara aplastada contra un caño debido a la gran cantidad de usuarios que viajaban allí.
"Hace más de 10 años que uso este tren y es cada vez peor. Estamos hacinados y nos roban todo el tiempo", contó Haydé Godoy, una señora de 62 años que iba a trabajar a un local comercial de Caballito.
Una vez en Merlo, no cabía ni un alfiler en el tren. La gente se apretujaba. Bastaron 10 segundos para que los vagones colapsaran. Desde afuera, una voz masculina advertía por los altoparlantes que la formación no arrancaría si las puertas no se cerraban. "¡Dale, flaco, subí!", le resaltó un policía a un joven que obstruía el paso en la entrada al coche.
Era imposible caminar o moverse dentro de la formación. La hora pico estaba en su máximo esplendor y había que hacer malabares para leer un libro, por ejemplo. El viaje transcurrió, casi todo el tiempo, rodeado de murmullos suaves secundados por el fuerte traqueteo del tren. Después de una hora y 21 minutos, el tren del Sarmiento llegó a Once. Una multitud salió eyectada a la estación y desapareció entre las calles porteñas. Una odisea tan insólita como repetida.
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