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“Hicimos un pacto con Dios: él no hace zapatos, y nosotros no hacemos milagros” se lee en la entrada de Calzados Correa, una de las últimas zapaterías que hacen zapatos totalmente a mano y a medida desde hace 66 años. Presidentes, grandes empresarios, artistas y miembros de la realeza asiática y árabe sacan turnos para poder tenerlos. Hacen seis pares por día, que tienen un costo que va desde los 35.000 pesos hasta los 2000 dólares. “Nuestros zapatos no se rompen nunca, son una proyección de la personalidad del cliente”, afirma Félix Correa, de 61 años, a cargo de este negocio familiar que ya es una leyenda.
“No nos interesa hacer cantidad, ni muchos zapatos, nos interesa hacer el mejor calzado”, afirma Félix. El pequeño local está en la calle Mario Bravo al 700, en el porteño barrio de Almagro. Cientos de zapatos están expuestos. Brillan. Todo huele a cuero y a pomada. Todo nos lleva a suponer que estamos en un museo. “Somos una especie en extinción, lo sabemos”, agrega Correa. Trabajan ocho personas en silencio, y uno de ellos es su hijo Juan Cruz, 21 años, una luz de esperanza para un oficio que aquí ennoblecen.
Colgados en una de las paredes, docenas de cuadros muestran a distinguidos clientes, caballeros de traje, moño y sombreros, mostrando con orgullo, sus zapatos. También, notas que le han hecho de medios de todas partes del mundo, como la revista Forbes y National Geographic. “Para mí seguir este camino es un desafío gigantesco, me da mucho orgullo trabajar con mi padre y mi tío”, afirma el menor de los Correa.
¿Qué tienen de especial estos zapatos? “Nuestros zapatos son únicos, no hay dos pares iguales, son personalizados”, sostiene Correa. “Este trabajo desprende mucha emoción”, confiesa Juan Cruz.
Los clientes piden turno. Una vez en el local, son invitados a tomar un café, y a sacarse el calzado. “Hacemos el dibujo del pie”, advierte Félix. En un libro de tapa dura de cuero, el cliente posa el pie y el zapatero le dibuja el contorno de ambos pies. Este es el DNI del zapato que se desarrollará en el taller que está detrás del salón de venta. En una confesión, se le pide al cliente que abra su corazón. Para qué usará el zapato, dónde vive, dónde lo caminará, de qué trabaja, el clima de su lugar de residencia, qué espera del calzado. “Ni siquiera un pie es igual al otro”, reafirma Correa.
Con estos datos, se pasa a la segunda fase: la personalización del calzado. Si tendrá cocida simple o “cara de perro” (doble), qué cuero y de qué color, cómo será la capellada, el taco y la suela. Algunos eligen cuero de caimán (es el zapato más caro) o de avestruz africano. También se usa carpincho, búfalo, potro, ñandú, cabra y por supuesto, de vaca. Menos los cueros exóticos, todos los demás son nacionales. Una vez establecidas las medidas, los gustos y el perfil del cliente, solo queda tener paciencia.
“Cada zapato a medida tarda entre cuatro a seis semanas, no menos”, explica Félix. ¿Las razones? “No apuramos ningún proceso, respetamos los tiempos naturales”, afirma. El calzado es intervenido por ocho personas, integrantes de este equipo de élite en zapatería artesanal.
El taller es una máquina del tiempo. El zapato va pasando de manos y de miradas. Todo se hace a ojo. Solo existe una máquina que corta el cuero. La forma, el diseño y la terminación son exclusivamente manuales.
“Conservamos la esencia que nos trazó mi padre”, afirma Félix. A veces hay pequeñas diferencias en el par de zapatos. “La imperfección propia de los pies es compensada con la perfección del trabajo manual”, sostiene.
El picador, el aparador, el armador, el plantillador y el empaquista son algunos de los suboficios que conviven en rincones dentro del laberíntico espacio de trabajo. Solitarios, los zapateros están en lo suyo, alrededor de cientos de moldes, plantillas, cueros. Diferentes martillos, pequeños clavos, rollos de hilo, pegamento, pomadas. Cada cual en su mundo tiene una pequeña lámpara que ilumina el sector del calzado que debe completar.
Tres líneas
El zapato tradicional está hecho con cuero vacuno. Y acá trabajan en tres líneas. Pret a porter, es decir zapatos hechos a mano pero con medidas estándar que están listos para llevar. Make to Order, un zapato que el cliente personaliza, con diferentes colores, texturas, cocidas y hasta tatuados. Y la perfección está en la línea Bespoke shoes, el zapato hecho a medida del cliente, absolutamente personal. “Es lo más exclusivo que existe”, afirma Félix.
¿Cómo mantener estos zapatos tan exclusivos? “Somos de la vieja escuela —anticipa Correa—. Y tenemos tercera generación de clientes”. Cualquier cliente que compra, tiene mantenimiento de ese calzado, gratis, de por vida. “Nosotros nos hacemos cargo, siempre vas a tener el calzado en su mejor versión”, asegura.
“Hay clientes a los que les ha durado 30 años, y ya no los usan porque el pie les ha cambiado”, afirma Héctor Pelizoli, de 72 años, que fue mano derecha del padre de Felix, el fundador de la casa.
“Un zapato dentro de la indumentaria es clave. Las personas se miran por los extremos”, afirma Pelizoli. Hace 55 años que hace zapatos. Aprendió el oficio del maestro. Tenía 17 años cuando entró de cadete, y se casó con su hija. Sabe todos los secretos. “Voy a hacer zapatos hasta el último día de mi vida”, sostiene. Los domingos, si tiene tiempo, se viene al taller. “Es mi vida esto, no puedo verme en otro lugar”, afirma.
“El cliente desde el primer día tiene que ser un amigo ―agrega Pelizoli—. Le pedimos que nos cuenten su vida, y lo hacen y se forman lazos de amistad”. Nombra el caso de uno que vive en San Isidro, y que hace 50 años viene religiosamente todos los sábados a tomar un café con los zapateros. “Hoy me llamó un francés, está en Salta, antes de volar a París, se viene a buscar un zapato que le estamos haciendo”, confirma. Así son los días en la zapatería.
“Todo comenzó con mi padre, era una máquina de trabajar”, afirma Félix. Su padre se llamaba igual. Nació en Corrientes, pero la familia pronto se vino a probar suerte a Buenos Aires. Se alquilaron una casa en una pensión y, en 1940, la abuela de Félix padre tuvo lo visión de recomendarlo y dejarlo en un taller de zapatería del barrio. Allí, los grandes maestros italianos y españoles le enseñaron el oficio. “Vos pibe, vas a ser el mejor zapatero”, le decían los venerables ancianos. Y aquella premonición se hizo realidad.
Tuvo su primer local en Gascón al 900, en sociedad con otro zapatero de apellido Peta. La firma era Peta y Correa, y se dedicaban más que nada a la compostura del calzado. Pero el don de Correa pronto creció. Se separaron y, en 1955, abrió la zapatería en su local de Mario Bravo. Nacía la leyenda.
“Papá hacía los zapatos a mano y no era el único”, dice Félix. Para los años 50, 60 y 70 era común que los hombres se hicieran todo a medida, camisas, pantalones, trajes y, por supuesto, el calzado. Empezó bien de abajo, muy seguro del producto que hacía. Juntaba cuatro o cinco pares y los llevaba a las grandes tiendas del centro para mostrarlos y levantar pedidos. Pronto tuvo éxito. “El médico, el abogado del barrio, fueron sus primeros clientes, y los fueron recomendando”, cuenta su hijo.
Para 1960, Calzados Correa ya era una zapatería de prestigio. “En esos años los zapateros competían para ver quién hacía el mejor calzado”, agrega Félix. Los mocasines estaban muy de moda, de realización más fácil, llegaron a hacer 100 pares por día. “Trabajan 15 personas sin descanso en el taller”.
La casa familiar se convirtió en un taller de intensa actividad. “Dormía en un sofá cama en el living”, recuerda Félix. Pronto tuvo que adivinar el sofá entre montañas de suelas, cueros y hormas. Cuando sus amigos se juntaban a jugar en la vereda de aquel Almagro, él debía ayudar en el negocio. Aprendió de primera mano de su padre. “Esto es parte de mi vida, el momento crucial es cuando el cliente viene a probarse el zapato”, sostiene. “Es apenas un segundo, cuando el calzador acomoda el pie en el zapato, ahí me doy cuenta si hicimos un buen trabajo”, acuerda Félix.
“Algo que la gente debe saber: el zapato evoluciona —confirma Félix—. Es necesario que lo camines, nuestros zapatos no pierden la performance”, agrega. Eso sí: mantenerlos hidratados (lustrados) aumenta su vida útil.
Mientras tanto, detrás de las vitrinas, Pelizoli centra la mirada en un zapato que brilla con luz propia. “Me hablan los zapatos, y yo habla con ellos —dice—. Es amor puro”.