El bar creado por Patricia Scheuer y Luis Morandi, que está en un 2° piso por escalera en Recoleta, cumple 25 años
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Gente amiga o simplemente conocida les decía: “Eso no va a andar”. Patricia Scheuer y Luis Morandi escuchaban azorados, pero igualmente fundaban un bar en 1998, en un 2° piso por escalera en Barrio Norte, antes de los Speak Easy, esos antros actuales disimulados detrás de una fachada de casa particular o hasta de una cabina telefónica. Y 25 años después, el Gran Bar Danzón (GBD) sigue siendo una posta inevitable, más aún durante su gran festejo de aniversario, cuando bajo la luz tenue y entre las texturas y los aromas que anticipaban una fiesta del gin, el whisky, el vodka y las burbujas, se emprendía la aventura de identificar sabores, notas, reminiscencias, y un signo particular para definir a la coctelería más porteña que exista.
Guiados por dueños y bartenders de uno de los templos principales de la noche, la premisa fue explorar si algo así fue posible, si hay una huella –o muchas– que unifique la multitud de variantes y mezclas líquidas, o cómo fue mutando el menú etílico según pasan las décadas.
“El Dry Martini es uno de los tragos más porteños que aún circulan”, asegura Nelson Amado, el jefe de barra de GBD. “Vermú seco, gin, aceitunas y hielo. El jerez le da unas notas a ahumado”.
Más porteño se consigue: es el Dirty Martini, a tono con la Buenos Aires de la iconografía del Bajo y el puerto de 1930-1940 de marineros y prostitutas, de ratas, murciélagos y cloacas, ahí donde Recoleta (cerca de Libertad al 1100, donde hoy está GBD) preanuncia el Microcentro. Ese toque “sucio” es esencia de Buenos Aires, las aceitunas negras esparciendo bien su jugo en el alcohol amargo. Bien porteño significa “salado y amargo”, “doble” (Doppel), contradictorio, melancólico. Hay solución salina en gran parte de la carta de GBD, dicen, para realzar sabores, como la menta, la naranja y el jengibre.
De barcos y cócteles
Hacer coctelería bien porteña es apropiarse, acopiar, recibir de buen talante a las inmigraciones. Old Fashioned es uno de los tragos más antiguos y el más vendido del mundo. Buenos Aires no es la excepción: clásico cóctel con bourbon (whisky americano), con más de 100 años y que no pierde vigencia. Esta es la receta extraída de la página de Wild Turkey: 60 de Whisky, 10 de almíbar, 10 de Bitter Angostura, piel y rodaja de naranja. Ya se bebía mucho durante los 50, junto con la Hesperidina y el Amargo Obrero; eran eclosión de hierbas aromáticas serranas y del Litoral: carqueja, manzanilla y muña-muña, con gradaciones por debajo del 19%, que los vuelve menos alcohólicos que un Fernet.
Cuando en 2019, un grupo de celebridades de la coctelería porteña se reunió, para crear colectivamente el trago “El Porteño” (con Tato Giovannoni e Inés de los Santos, a la cabeza entre otros, a pedido de una marca de Vodka), eligieron al Vodka, el jerez, el café, el fernet y el pastís, con el asesoramiento de Felipe Pigna y entendiendo a la identidad etílica local como un mixeo de aspectos tan contradictorios como complementarios: amargamente dulce, pastosa y suave como le atribuyen los extranjeros residentes al “ser en amistad” de la capital nacional más austral del continente latinoamericano.
Copas y penas o amores
Ludovico De Biaggi es bartender, curador de la carta de cócteles del Gran Bar Danzón, y heredero de Patricia Scheuer, Pato, o “la colorada”, que venía de FILO y se cruzó con Luis Morandi, que venía de Soul Café, y juntos fundaron lo nuevo. Para Morandi, los 80 porteños fueron un tiempo de caipirinha y daiquiri en licuadora a 40.000 revoluciones por minuto que lograba el auténtico Frozen: le cambió para siempre la consistencia a una amplia gama de cócteles. Era la Buenos Aires etílica del Caipi-sake, los cremosos con ron y frutilla o mango, y el famoso trago San Lucas, de Tato Giovannoni (que lo ofrendó a GBD antes de presidir Florería Atlántico, uno de los argentinos en la lista The 50 Best Bars), con ron de canela, lima, almíbar y menta.
Los 90 de CABA fueron una época en la que el vodka fue rey, y la caipiroska, reina. Y fueron populares: el destornillador –vodka con naranja– y el cosmopolitan, con jugo de grosella, cointreau y lima. Un poco del Trópico y una cuota de Eslavia: la gran barra porteña da cátedra de relaciones multilaterales. Dice De Biaggi que un buen bar es un microclima que, en Buenos Aires, haya logrado sobrevivir a todo: “al 2001, a ‘puertas cerradas y todo el mundo a su casa’, a beber cuando no se sabe si hay un mañana”.
Y este –desde hace unos diez años–, como tantos otros momentos porteños, es un tiempo de reciclajes y rentreés prodigiosas que permanecían ocultas, un poco olvidadas, de otra Buenos Aires, del copetín con vermú, ese vino aromatizado con colores que van desde el rojo al blanco roto o desde el amarillo pajizo al amarillo intenso, y cuyo sabor oscila entre lo dulce, lo seco, lo picante y lo amargo. Y más aún: es época de etiquetas vintage como el Pineral, la Hesperidina, el Cynar, e, incluso, es una era que ve incorporarse al vino como ingrediente de muchos tragos del nuevo siglo, en GBD, 878, Doppelganger y otros de los mejores bares de la city de las barras de tragos.
Noche y madrugada
Qué bien hace al alma el trago de hoy y de ayer, cuánto mejor amargo como la Ginebra o el ya citado Old Fashioned, y whisky para la identidad bebedora de la avenida Corrientes de las páginas de Black Out, la novela de la decana de la No ficción, María Moreno. “Déme otro Negroni”, se le pide al bartender deluxe, que es el propio Ludovido De Biaggi, por esta vez, la noche especial en que agasaja en persona a invitados y cronistas, corresponsales en disfrute, a esa hora tardía en la que en Buenos Aires empiezan a cantar los “bichos feos”.
A la hora en que unos beben para no sufrir o sufrir menos, y otros para enamorarse, circula mucho Squeeze, otro clásico del GBD, que por su alto componente cítrico es una caricia biliar bien recibida, para vísceras exigidas por la sucesión de copas que se van vacías. Final feliz para una noche soñada en la que todo, cualquier deleite, se creyó viable entre la textura crocante de la cáscara de un Confit de Pato –que acompañó las bebidas–: el azúcar rubia flambeándose sobre la piel del ave siguió siendo recuerdo añorado los días sucesivos de comida al paso y fritanga.
Así se termina el agasajo pródigo, en un ambiente de juventud sin fecha de vencimiento: puro rock, su barra, su purpurina hecha tragos. Es el alegre abrazo de la noche, sus rugidos y sus ansias pero, sobre todo, la promesa de una nueva excusa para seguir bebiendo junto a extraños en la barra de algún otro bar.