Escapar del Riachuelo: la odisea de las familias de la villa 21-24 que viven a metros de la cuenca
Contaminación, relocalizaciones pendientes y vecinos endeudados, el drama de este enclave postergado del barrio porteño de Barracas
- 9 minutos de lectura'
La villa 21-24 es la más extensa de la ciudad de Buenos Aires. Según los últimos datos oficiales, la habitan 45.000 personas, aunque estimaciones extraoficiales hablan de 60.000. Los días aquí pasan entre tinglados que dibujan garabatos en el aire, accesos limitados al agua potable y un trazado urbano montado sobre parte de un exbasural clandestino e industrias de alta complejidad ambiental. Su mapa está atravesado por una vía ferroviaria que pasa a centímetros de decenas de viviendas, pero también regido por la exposición a un sitio que llegó a ser de los más contaminados del mundo: el Riachuelo.
“Viví con mi esposo y mis tres hijos en una casa a cinco metros de la cuenca. Brotaba tanta agua del piso que era como estar en una pecera. Un día sufrí una neumonía bilateral que casi me mata, terminé internada en el Hospital Argerich. A los nueve meses me agarró otro virus por la exposición a la contaminación y ya no pude volver”. Así recuerda Elisa Alegre, oriunda de Paraguay y estudiante de abogacía, sus 16 años como residente en este conglomerado postergado del barrio de Barracas, donde hoy es una referente.
En el expediente judicial conocido como Causa Mendoza, histórica denuncia iniciada por Beatriz Mendoza y otros vecinos afectados, la Corte Suprema de Justicia de la Nación condenó en 2008 a los estados nacional, bonaerense y porteño a sanear la cuenca Matanza-Riachuelo y dar soluciones habitacionales a las ocupantes de casas de barrios y asentamientos lindantes. En el primer censo, se contabilizaron alrededor de 1300 familias por relocalizar en la villa 21-24; casi una década después, el número había ascendido a 1500. Por ley, nadie puede vivir a menos de 35 metros de la orilla.
Según el Instituto de Vivienda de la Ciudad (IVC), a cargo de este proceso, “para las relocalizaciones del barrio ya fueron construidas 1033 casas nuevas”, repartidas en diversos complejos: Mundo Grúa, Ribera Iguazú, Valparaíso, Orma, Barrio Mugica, Osvaldo Cruz y Alvarado. Aunque el programa del traslado contempla inicialmente la condición económica de cada familia, desde el Ministerio Público de la Defensa (MPD) porteño afirman que esta política resulta insuficiente para sustentar el nuevo estatus de vida de los vecinos mudados, hoy atados a gastos que sobrepasan sus ingresos.
“La informalidad no se resuelve con un traslado. Hay familias mudadas que acumulan deudas de entre 20.000 y 30.000 pesos en servicios públicos, gastos que antes no tenían y que ahora representan un yunque para su progreso”, sobre todo en un contexto inflacionario alto, alerta Ana Lanziani, de la Secretaría de Hábitat del MPD. Y completa: “Estas familias no llegan desde zonas pujantes del barrio, dependen de trabajos informales o jubilaciones mínimas. Hoy su ingreso medio es de 18.000 pesos mensuales, un monto que ya en 2019 estaba debajo de la línea de la pobreza”.
Durante la pandemia, vecinos trasladados denunciaron haber recibido boletas de electricidad y gas que superaban los 10.000 pesos. A esto se suma que las facturas a veces ni siquiera llegan a los domicilios por estar en “zona peligrosa”, algo que luego se traduce en intimaciones de pago. Desde el IVC, reconocen a LA NACION que les corresponde garantizar el acceso de la tarifa social para alivianar los gastos, pero aclaran que “los importes de los servicios impuestos por las prestadoras tienen dependencia nacional”.
Operación camino de sirga
Sobre una parábola, un meandro bordea el paisaje asimétrico de la 21-24 y forma del otro lado una especie de isla, donde se asoma el estadio del club de ascenso Victoriano Arenas; ambos territorios se conectan mediante un viejo y maltrecho puente vial. Se trata de un trayecto del río que nunca se rectificó. Además de los motivos ambientales, el cordón ribereño de casas y casillas debe ser demolido para la construcción del llamado camino de sirga, pero allí aún vive gente a la espera de una respuesta del Estado.
“Llegué al barrio hace 20 años. Mi casa se encuentra al borde del Riachuelo y debe demolerse. El problema es que en este terreno está mi taller de herrería y relocalizarme implicaría que pierda mi espacio de trabajo”, comenta Javier Verdún, que también llegó desde Paraguay. “En 2013 estaba entre los censados, pero de un día para otro dejé de figurar en el programa”, dice.
Fuentes del IVC que realizan trabajos territoriales en la villa sostienen que la prioridad de los traslados responde al peligro de derrumbe de la casa, su cercanía con el Riachuelo y el avance de la construcción del camino ribereño, en ese orden. “Hay viviendas que deben demolerse sí o sí. Ahora, el que quedó a 36 metros de la cuenca y pasó a ser frentista también tiene derecho a una solución habitacional, que no es la demolición ni la mudanza, sino la refacción y puesta en valor de su hogar”, explican.
En determinados casos, el plan de relocalización incluye más de una solución habitacional para un mismo grupo familiar. Por ejemplo, los hijos mayores de edad con parejas pueden acceder a departamentos propios; se explica porque los departamentos no superan los dos o tres ambientes. Sin embargo, para Lanziani “hay un cuello de botella en el avance y el cumplimiento en cuanto a la relocalización. A pesar del gran despliegue de viviendas nuevas en el último tiempo, restan 700 soluciones habitacionales”.
Verdún, que convive con dos de sus tres hijos, forma parte de quienes aún esperan. “Se lograron avances en cuanto a la luz y el agua, por ejemplo, pero los efectos de la contaminación de la cuenca son inevitables. Mi nena más chica, que tiene dos años, se la pasa más en la casa de mi suegra. Hoy nos queda aguantar hasta que nos terminen de redactar el acuerdo que quedaron en hacernos por un nuevo terreno frentista que me permita tener un taller”, lamenta.
“De cinco a cuarenta metros”
Silvina Chávez llegó a principios de 2000 desde Puerto Iguazú, Misiones. Como otros vecinos de la villa, con su familia construyeron un hogar con chapa y madera abriendo paso entre la basura que yacía en la zona de la antigua quema, un vertedero ilegal donde por entonces se incineraban residuos industriales. Vivió allí junto a sus hijos hasta noviembre de 2020, cuando fue trasladada a Mundo Grúa, uno de los complejos habitacionales que diseñó la Ciudad para relocalizar vecinos.
“Nueve años esperé. No confiábamos, pero un día llegó. La nueva casa es linda, hay comodidad y nos sentimos más protegidos. Antes estábamos expuestos a situaciones de violencia y no teníamos nada. La conexión de luz era mala, no había agua potable ni cloaca para el baño. Además, no se podía vivir por la humedad. Yo también tuve una neumonía muy complicada, la pasé realmente mal. Esa es la realidad de muchas familias aún”, marca.
A pocos pasos de su departamento está el de Elisa Alegre, quien vive desde finales de 2019 en uno de los cinco módulos de estos monoblocks color gris y blanco que sobresalen sobre el paisaje asimétrico del resto del barrio. La diferencia con respecto a su casa antigua es notoria. No hay ladrillos pelados, el espacio no está dividido con muebles o telas, las calles se encuentran asfaltadas y sus hijos tienen habitaciones propias. Pero hay una paradoja: Mundo Grúa también está junto al Riachuelo.
“Nos mudaron de cinco a cuarenta metros del Riachuelo. Ahora tenemos un hogar con tres habitaciones, un baño, una cocina-comedor y living, pero seguimos al lado de la cuenca. Encima, el foco de contaminación pasó a ser doble. De un lado, el Riachuelo y, del otro, una industria embotelladora”, dice la vocera del barrio, en referencia a una planta de producción de envases de cervezas y gaseosas que opera a metros de su departamento, en el límite entre Barracas y Nueva Pompeya.
Además de las demoras, Lanziani menciona otra problema: algunos problemas estructurales en las nuevas viviendas. “Fueron mejorando con respecto a las primeras que se entregaron al barrio, pero el caso de Mundo Grúa es una obra defectuosa. Hay filtraciones, malas terminaciones, el durlock se daña fácilmente, la conectividad eléctrica falla. Eso, en parte, es fruto de que tardaron diez años en hacerlo”, indica. Según lo establecido en los contratos del IVC, una vez que se entrega el inmueble hay una garantía de seis meses ante desperfectos que deben ser solucionados por la Ciudad. Es decir que en el caso de este complejo, ese plazo ya estaría vencido.
Demoler y construir entre la gente
Una de las personas que más sabe sobre urbanización de villas en la Argentina es el arquitecto y profesor Alejandro Paolucci. “Si vos armás una calle, se interviene una dinámica social preexistente. No es lo mismo construir y después traer a la gente, que construir mientras ya está la gente. Además, cuando tenés estos tejidos muy consolidados y con varios años de historia, abandonar el territorio muchas veces ni siquiera es una opción. Las personas ya tienen su propio entramado social, su negocio y un sentido de pertenencia”, reflexiona.
Cuando alguien entra a la villa 21-24 se topa con un escenario que escapa a la quietud. La actividad laboral en la calle es tan intensa como el tránsito. Al respecto, Paolucci afirma que la vida en un barrio emergente no siempre es tan deficitaria como se ve desde afuera. “Hay un apunte del urbanista dinamarqués Jan Gehl en el que muestra que lo que se genera a nivel urbano en una villa es un éxito total. Es decir, a pesar de los niveles de exclusión, falta de recursos y viviendas precarias, sus habitantes logran una dinámica urbana y comercial sostenida”, detalla.
Hoy, a diferencia de asentamientos hechos a base de madera y chapa, la realidad de las villas como la 21-24 implica un sólido avance de la presencia de cemento, lo que vuelve más dificultosa y cara la tarea de mejoramiento de sus carentes estructuras.
Sol Sañudo es politóloga y fundadora de la ONG Sumando, que desde 2006 trabaja sobre vulnerabilidades sociales y participa con acciones en el barrio. Sobre la puesta en valor del espacio urbano, indica que “es un desafío para la convivencia y el tránsito diario. La calidad de vida no solo es construir un edificio, implica brindar un sistema de transporte público, acceso al trabajo, centros de salud y otras actividades”.
Estos cambios de paradigmas, remarca, también ponen en juego los códigos de confianza entre el Estado y las comunidades que habitan en enclaves históricamente postergados. “Quienes han gobernado a lo largo de los años lo han hecho dándole la espalda a este problema. La Causa Mendoza ha visibilizado y expuesto las responsabilidades. Entendiendo este descreimiento sobre las promesas que hace la clase política, la participación vecinal resulta fundamental”, concluye.