El templo de box y un campeón desconocido
Una velada de amateurs en la Federación Argentina de Boxeo, en Almagro, entre golpes, nervios y la historia de un luchador
Sillas blancas de plástico desalineadas en la frontera de un ring, paredes algo desteñidas y un parlante que satura cuando un hombre alto, calvo y con un chaleco negro que le queda grande grita detrás de un micrófono: "Señoras y señores, bienvenidos al templo del box". Es sábado a la noche y la cuna pugilística se abre de par en par en el corazón de Almagro. Es el gimnasio de la Federación Argentina de Boxeo, en Castro Barros 75, escenario de grandes campeones argentinos, entre otros tantísimos no virtuosos también inolvidables.
Allí llegué con mi mujer, invitados por uno de mis profesores de box a una velada que lo tenía como protagonista. A las nueve de la noche, el gimnasio parecía el cumpleaños de esos tíos del interior que piden un préstamo bancario para hacer la fiesta de los 80 en un club y a la hora señalada no hay nadie. O casi nadie. Así que nos acercamos a la primera fila, donde estaba sentado un hombre mayor, de setenta y pico, también calvo y con los brazos cruzados sobre su falda. "Está vacía, ¿no?", le digo al señalar la silla vecina, confirmando inmediatamente la pregunta más obvia del mundo.
Al rato, cuando los boxeadores comienzan a desfilar por el ring, el hombre y yo ya éramos casi primos hermanos. "Fui campeón argentino de boxeo en los Juegos Panamericanos, en 1963. En total, gané dos medallas de oro y una de bronce representando al país. Y también hice la pelea de fondo cuando Nino Benvenuti se enfrentó con Monzón, en Italia. Ahí gané mi primera guita. Viajé mucho por el mundo. Vi de todo. Me llamo Abel César Almaraz", se presenta el hombre. Hurga en los bolsillos de un pantalón pinzado que alguna vez fue traje y muestra todas sus credenciales... Rápidamente entendí que lo único que tenía que hacer esa noche era escuchar. Mirar, preguntar y escuchar.
Familias con termos bajo el brazo van llegando al baile. Aunque el baile es arriba del ring. Allí, los golpes suenan como latigazos y el glamour tiene prohibida la entrada. En la tercera contienda de amateurs (cada una dura tres rounds) un morochón de cejas tupidas y ceño fruncido se sube para pelear con un pecoso delgado que habría llegado tarde al reparto de "caras temibles".
El primero, guapo y provocador, arrincona al flaquito y le propina una veintena de trompadas. Le pega a "mansalva". Y "mansalva", contra todos los pronósticos, sigue de pie.
Padres y madres se retuercen en las sillas mientras sus hijos, arriba del ring, tiran, esquivan y amortiguan una piña tras otra, una tras otra. Abajo, en el ringside, unos y otros se paran; se sientan. Comen. Apuran un mate. Se van del gimnasio. Vuelven. Los nervios ganan la escena. Pero casi nadie grita. Parecen espectadores de ópera, salvo que allí no hay lírico ni tenores, sólo boxeadores que dejan cuerpo, alma y corazón. Las tres cosas juntas.
Le pregunto a don Abel si su familia lo acompañaba de chico, cuando él peleaba. Me dice que no; y me explica: "Cuando nací mi madre murió a los seis meses y mi padre, cuando tenía seis años. Me dieron en adopción a una mujer que me maltrataba. Así que cuando tenía 11 años me escapé de mi casa. Vivía en la plaza Once, en la calle. Hasta que un tipo me ofreció vender ballenitas. Y ahí pude tener un manguito, pude comer. Me llevaron a un gimnasio y con el box me encarrilé. Viví cinco años en España y hoy vivo en el Abasto. Lo que pasa es que no me conocen tanto porque en mi época no había Internet".
La medianoche llega con la pelea de mi entrenador, Sebastián Bonifacio, estrella sin marquesinas en el club Social y Deportivo Juventud de Núñez. Va contra un púgil que prepara el ex campeón Marcelo Domínguez, ahora coach en el gimnasio de Atlanta. Lo intuí por la ajustada remera que vestía, con una leyenda en la espalda: "Marcelo Domínguez. Boxeo. Club Atlanta".
En pleno combate, que de las peleas televisadas de Las Vegas tiene sólo la duración del round, mi profesor pega y recibe; pega y recibe, en una contienda bastante pareja. Para mi inexperta tarjeta, es claro ganador. Para mi mujer y don Abel, observador calificado, también. Para los jueces de la Federación, no, que parecen hacerles guiños cómplices a los boxeadores de Domínguez.
Entre una pelea y otra, Almaraz me enseña algunos trucos para mejorar mis golpes. Igual lo tranquilizo: "Yo no tengo pensado subirme a un ring. Aunque el entrenamiento me llena de adrenalina". Él me responde: "Lo que pasa que vos no tenés hambre, pibe. Los boxeadores que lo eligen como profesión no tienen nada para comer. Mirá cómo se pegan acá algunos. Te lo digo porque ahora soy entrenador".
Al rato, don Abel se disculpa, se para y abandona el gimnasio. Se va a ninguna parte el campeón más noble, amigable, solitario y desconocido que vi en mi vida. Sin luces, sin palmadas en la espalda, dejando atrás el templo del box. Allí, en el corazón de Almagro. Donde entrada la madrugada un hombre alto, calvo y con un chaleco negro que le queda grande apaga la luz.