El Lollapalooza se consolidó como un verdadero "mundial de música"
Convertido en uno de los hitos del calendario cultural del país, el festival volvió a demostrar que sabe cómo unir públicos y géneros
En su sexta edición, el Lollapalooza confirmó que, más que un campeonato de rock -como solía llamar el Indio Solari a los festivales- es todo un mundial de música, estilos, géneros y estéticas en sí mismo. Anoche, con Lenny Kravitz como insignia rockera y la estrella del hip hop Kendrick Lamar como cierre de lujo, el Lollapalooza coronó su sexta edición (con la promesa del mismo Perry Farrell de volver el año próximo) confirmándose como uno de los eventos culturales más importantes de la agenda anual del país. Una edición que celebró el buen momento del trap local (que aquí y ahora desplazó a la música electrónica) y con la elección de un puñado de artistas con la vista puesta en el target "más cuarenta", como Fito Páez, Vicentico y Caetano Veloso, entre otros, que resalta el plan familiero impuesto desde la productora argentina del Lollapalooza.
Desde el viernes hasta ayer, 300.000 personas pasaron por el predio armado en el Hipódromo de San Isidro para disfrutar de una cartelera de artistas de lo más variada, que fue del pop al trap, del rock and roll hecho por veinteañeros al rap de una de las estrellas más luminosas del género en la actualidad, y del flamenco beat a la bossa nova reposada. Un line up armado como si se tratara de una playlist millennial en constante movimiento.
La jornada del domingo tuvo a la Mona Jiménez como primer hito multicultural, que hizo bailar a una multitud justo después del show de Lali Espósito, dejando en claro el espíritu de la versión local del festival. Cuarteto tradicional, para bailar en fiestas y asados de las barriadas populares, con una mirada crítica a la situación del país, cruzado con pop de última generación, pasatista, apto para selfies y pasitos. Y así todo el día. Pasando por el rock and roll clásico de los veinteañeros Greta Van Fleet a la consagración del género del momento, el trap, con Paulo Londra como único referente subido al escenario principal (el resto de los artistas del género se adueñó a lo largo del fin de semana del escenario Perry, destinado siempre a las músicas más experimentales).
El festival también se hizo eco de un signo de los tiempos, en que la figura central del cantante tiene preponderancia por sobre las bandas. Desde la megaestrella internacional Post Malone hasta el ímpetu del local Khea, pasando por el cordobés Paulo Londra y la catalana Rosalía e incluso St. Vincent, con su gesto rockero, el centro de los escenarios lo ocuparon cantantes autosuficientes, apenas acompañados por pistas que, por lo general, reinterpretan hits tal cual las grabaciones originales, dejando de lado aquello que el vivo siempre sumó, zapadas o versiones alternativas mediante. La playlist al poder o la experiencia del vivo replicando la modalidad living en tu casa.
Irrupción carismática
En esa encrucijada, los Greta Van Fleet fueron toda una curiosidad, con un cantante carismático como Josh Kiszka, que con sus veinte años repite los modismos de Roger Daltrey, Robert Plant y Freddie Mercury para toda una nueva generación, y que logró llamar la atención de padres e hijos, al menos por media hora, cayendo en la repetición en el tramo final de su set. Los chicos de Michigan no dejan de ser una rareza en el marco de un festival cada vez más orientado a los adolescentes. ¿Banda tributo con canciones propias? ¿Rescate emotivo del rock setentista y nada más? Estos veinteañeros (los tres hermanos Kiszka, Josh, Jake y Sam, más el baterista Danny Wagner) despiertan curiosidad aquí y allá, entre padres e hijos. "Vamos a ver a los Led Zeppelin", arengaba un padre a sus hijos, mientras le guiñaba el ojo a otro cuarentón que asentía: "Ahora sí, vamos a escuchar un poco de rock and roll".
Por suerte, en este mar de artistas edulcorados, Caetano Veloso plantó la diferencia (como también lo había hecho Arctic Monkeys un día antes, con un concierto sin concesiones demagógicas, en busca de la reinvención) y junto a sus hijos se despachó con un show distinto, acústico, conceptual, rico en matices sin estridencias. "Arte-arte- arte", como diría Marta Minujín, quien también formó parte del festival con una de sus esculturas, en el marco de una apertura del Lollapalooza a las artes plásticas.
Como un don natural que lo eleva por sobre los demás cada vez que se hace presente, Caetano Veloso, a sus 76 años (la misma edad que Paul McCartney), marcó la diferencia desde lo musical y lo conceptual. No importa dónde esté, el hombre exuda arte. Durante una hora, acompañado por su familia, sin artificios, efectos visuales ni coreografía -salvo un par de pasos de baile de samba-, conmocionó a quien se hubiera predispuesto a escucharlo. Con un repertorio que fue desde su piedra inicial, "Baby" (la composición que grabó Gal Costa en 1968), hasta la versión de "O seu amor", una pieza de Gilberto Gil que grabaron con la histórica agrupación Doce Bárbaros, y que ahora acuna el atardecer con su luminosa letanía, los Veloso crearon todo un oasis en medio del vértigo lollapaloozence.
El festival ofreció de todo, con un line up por demás amplio. Tómalo o déjalo. Y en esa diversidad parece encontrar su perfil en estos tiempos. "El concepto del festival implica que tenemos que darle a la gente la posibilidad de hacer lo que quiera. Que encuentre sombra, agua, que disfrute de la tierra, de la comida. Y de todo tipo de formas de expresión. Por eso le pedí que hubiera arte, y acá está", le dijo a LA NACION el mismísimo Perry Farrell, creador de este monstruo festivalero que nació alternativo y hoy lidera el mainstream de la música global.
Al cierre de esta edición, Lenny Kravitz con sus dreadlocks y chaqueta de cuero marrón oscuro hacía desfilar sus hits aptos para todo público ante grandes y chicos. Una escena que anticipaba un cierre esperado por propios y ajenos, con el debut de Kendrick Lamar en el país, una estrella del hip hop que llegó a ganar el premio Pulitzer por su disco Damn.