El jardinero del laberinto de muros verdes
Antonio Sturla embellece el dédalo viviente del Museo de Arte Español, en el corazón de Belgrano
Todos los días, como desde hace 24 años, Antonio Sturla entra a un laberinto. Aunque quisiera, no podría perderse, ya que su trabajo es mantenerlo vivo y darle forma. Las paredes están hechas de boj, un arbusto perenne de un metro de altura que Antonio recorta suavemente, como si peinara las hojas, con una tijera.
Los muros verdes forman los pasillos del laberinto y delimitan el perímetro cuadrangular llamado eras, donde crecen palmeras, olivos, rosales y otras especies. Según Antonio, un paisajista francés de apellido Marceau definió este diseño a la perfección como "cuadrícula geométrica que enmarca un pedazo de selva virgen".
El dédalo viviente, único en la ciudad y en toda Sudamérica, se encuentra a 100 metros de Cabildo y Juramento, una de las esquinas neurálgicas de Buenos Aires, y es el Jardín Andaluz del Museo de Arte Español Enrique Larreta. Su diseño responde al de un jardín hispánico-islámico, cuyo exponente más magnífico es el Generalife de La Alhambra en Granada, en el sur de España.
Además de jardinero, Antonio, de 57 años, es el guía de las visitas al público en el primer sábado de cada mes, y conoce al detalle la historia y los secretos del lugar. Explica que los árabes medievales concibieron sus jardines como "la antítesis del desierto", bajo el mandato del profeta de buscar la tierra prometida: con agua, plantas, tierra fértil y buen clima. "Al igual que las grandes civilizaciones, los árabes reflejaron sus ideas en los jardines. Los hicieron para dos personas: el dueño de casa y una visita, en soledad, acompañados de plantas y en silencio", cuenta.
Los senderos cerrados contrastan con la apertura infinita del desierto. Las palmeras, de una fuerte connotación religiosa, "comunican con Dios: tienen fruto, sombra y agua, como un oasis", dice Antonio. En el jardín, crecen en el "encierro libre" o la "libertad encerrada" de las eras.
Sin embargo, además de palmeras, de las cuadrículas también asoman otras especies exóticas, como magnolias o un ginkgo biloba traído de China. Además, hay un ombú, nísperos, cipreses y camelias. Esto es porque, cuando a principios del siglo XX el escritor Enrique Larreta y su esposa regresaron de Europa y decidieron recrear el Generalife en su quinta de Belgrano, el ginkgo biloba ya estaba ahí: lo había dejado plantado la suegra de Larreta en 1892, entre otras especies.
Hoy, a cien años de aquel excepcional experimento, Antonio sostiene que el jardín "tiene su esencia", y de lo que se encarga, dice, es de "corregir las "disonancias". Las disonancias son la rama fuera de lugar, los vientos fuertes, las tormentas, el papelito en el suelo, el tacho lleno de basura y, sobre todo, la acción destructiva del hombre. "Disonancia es todo lo que hace que el ojo grite: «¡Me quiero ir de acá!»", resume.
Antonio recorre los pasillos y recorta una hoja que sobresale del cerco, poda, junta una rama del piso y la deja dentro de una era. Hay una telaraña que no lo deja pasar: pone a salvo al animal y sigue su camino.
Revisa los aspersores y las mangueras, aunque dice que la mayor parte del riego es natural, que las capas de hojas en el piso mantienen la humedad como si fueran esponjas y, además, crean un microclima.
"Se trata de mantener las eras prístinas", sintetiza. "La jardinería es un eterno aprendizaje cotidiano de efímeros momentos naturales", asegura.
Sentado en un banco ve pasar a Matías con Latifa –así se llama la carretilla, que va cargada de hojas para la compostera–. Matías tiene síndrome de Down y desde hace años es uno de los asistentes de jardinería. "Para crecer, las plantas necesitan nitrógeno, potasio y fósforo", repite en voz alta, como le enseñó Antonio.
Sturla fue atleta y jugador profesional de hockey sobre patines. Así como antes entrenaba su cuerpo, ahora ejercita la mente bajo la influencia de la lectura de pensadores como Séneca, Epicuro y el escritor del Siglo de Oro Baltasar Gracián. "Paso un tercio del día en un lugar mágico. Me dedico a la ataraxia, que es la imperturbabilidad, y la eudaimonía, que significa «dicha estable»", cuenta.
"El jardín tiene un magnetismo: apela a los sentidos y a los deseos secretos de nuestro espíritu. Busco adquirir los tiempos naturales y el ritmo de las plantas: no grito, no peleo, no me apuro y no me enojo. En el mundo falta armonía y en los jardines sobra. No vengo a cargar las pilas, sino a entrenarme en la dicha estable y en los buenos pensamientos", dice Antonio.
Así, el jardín es su lugar de trabajo, pero también su paraíso de poesía; es la "escultura viviente" en la que disfruta cada momento. "Estoy en un sitio y no me aburre: el paisaje no es el mismo, cae una palta, pasa un abejorro, siento la brisa y gozo lo que siento. El árabe no ponía nada que no le provocara gozo. En un lugar tenía sol ardiente y, a los pocos pasos, una sombra refrescante", dice, mientras disfruta su espectáculo preferido, la caída de una pluma a lo lejos.
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