El Flores de Francisco: las huellas del papa en su barrio del fin del mundo
Dicen que el papa Francisco mide cada palabra. Que ahí donde parece que improvisa, él antes probó resonancias, estimó impactos, calibró el eco de su mensaje. Apenas fue ungido, el 13 de marzo de 2013, dijo: "Parece que han ido a buscar al nuevo pontífice al fin del mundo". Ahora, es el mediodía de un sábado de junio y en su barrio natal de Buenos Aires ya no se siente la excitación de aquel otoño cuando llegaban desde todas partes para ver el portal de su antigua casa, la plazoleta donde jugaba a la pelota, el templo en el que se reveló su destino.
Pasaron más de cuatro años desde que el Papa hizo que todo el mundo hablara de Flores; hubo incluso quien pensó que la zona se convertiría en un centro de atracción turística. Los vecinos aseguran que no es así. Barren las veredas, pasean a sus perros, cargan las bolsas de las compras y dicen que el barrio sigue siendo el mismo. Algunos creen que fue Francisco quien intercedió para que su figura no se convierta en negocio. No hay a la vista venta de fotos del chico que fue ni de sus primeros años de cura. No hay remeras, ni vinchas, ni tazas.
Un hombre joven arregla su auto en la puerta de su casa, lindera con aquella donde vivió Jorge Mario Bergoglio de niño, en Membrillares 531. Mientras se limpia la grasa de las manos dice que los turistas suelen llegar los sábados y domingos en un tour organizado por la Ciudad para recorrer las huellas del Papa, que escuchan unos minutos al guía hablar de la historia de ese barrio de clase media y casas bajas, y se sacan fotos junto a la placa recordatoria que la Legislatura porteña colocó sobre la pared: "Aquí vivió el papa Francisco de niño. Marzo de 2013".
En la entrada de Varela 268, otro recordatorio señala la casa donde Bergoglio nació, de paredes blancas y puerta antigua de rejas. La placa lleva inscripta una imagen del Papa y la leyenda: "Rezamos por vos. Diciembre de 2014". Una mujer abre la puerta, sale apresurada para llevar a sus perritas a la plaza y, sin detenerse, dice que todo sigue igual en el barrio.
Sobre la avenida Rivadavia 6950, el interior de la basílica San José de Flores parece guardar el silencio entero de la ciudad. No hay más que dos o tres feligreses rezando. "Es aquí", dice una mujer pálida y discreta, y señala el confesionario. Sobre la madera oscura, en una placa de bronce se lee: "En este confesionario, el 21 de septiembre de 1953, Jorge Mario Bergoglio siguió el llamado de Dios para ser sacerdote". Tenía 17 años.
En un rincón a la izquierda de la entrada, el confesionario y dos cuadros pintados por una vecina son los tres objetos que recuerdan que en este lugar nació la fe de un papa. Las dos pinturas, una a cada lado del altar de la Virgen del Luján, representan la misma escena. Bergoglio guiando a los fieles en una plaza repleta; como fondo, una iglesia y manchones de cielo azul. Sólo cambian la fecha y el lugar: Flores, 2012; Roma, 2013. Simétricos en su estética festiva, los cuadros dan cuenta de la travesía improbable de un sacerdote desde este confín al centro de la tierra. Tan de aquí es el Papa que, aunque fue elegido el 13 de marzo, reservó su asunción y primera homilía para el 19, día de San José de Flores.
El altar de San Cayetano parece el más vivo, con docenas de velas encendidas y mensajes que agradecen y piden. No cuesta demasiado -en medio del silencio, del aire frío, del olor a flores maduras- imaginar qué habrá sentido Bergoglio, aquí mismo, a los 17 años. Al mirar los rostros de los que rezan, las manos cruzándose con la fuerza de una súplica, las rodillas apoyadas sobre los tirantes de madera fría, las espaldas inclinadas, las cabezas gachas. En la entrada hay un atril con un cuaderno y una lapicera para quienes quieren escribirles a Dios y sus santos.
Y es posible que no haya en Flores nada más singular, ninguna señal más directa para acercarse al origen de Francisco que estas cartas a Dios que se escriben cada día en su barrio del fin del mundo.