Las recovas de Alem, Paseo Colón y Once descienden de la pionera Recova de la Plaza Mayor como cuna del comercio minorista
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La calle techada hace de espacio bisagra entre un exterior y un interior. Hacia cuadras de este tipo se dirige este recorrido, en torno a las dos herederas de una pionera, la Recova de la Plaza Mayor que marcó la expansión del comercio. Demolida por el intendente M.T. de Alvear, en 1883, la vieja y sucia recova de la carne y la verdura del día selló la identidad futura de las lúgubres recovas del Bajo y el Once, esas que, para Roberto Arlt, en sus Aguafuertes porteñas, “son recovas de una sola tristeza”.
Un sábado a la tarde, o un día hábil después de las 18, cada recova porteña es un salto al vacío: no hay a quién preguntar, a quién saludar. Un domingo al anochecer produce un aturdimiento de silencio difícil de explicar. Todos se fueron. “Proyecto de recova —dijo Arlt de la del Once—, la última y la más inexpresiva. Fue otra cuando los mazorqueros gritaban ‘Viva la Santa Federación’”. Allí, Jorge García, del histórico bar Gildo, salón vacío, describe el cambio de público: “Por Gildo —fundado por su padre, un inmigrante asturiano, a mediados del siglo XX— pasaban los trabajadores cuando la Argentina tenía fábricas y frigoríficos. Este local abría a las 5.30; después de la pandemia, abre a las 8, hasta las 19. A partir de que oscurece, los indigentes vienen a dormir a la recova”.
Cuenta Jorge que el público cambió totalmente, con la llegada de los inmigrantes senegaleses. “La gente viene a comprar la mercadería que ellos venden. Cuando yo era chico, venía la gente del Oeste a comprar al Once: la ropa de blanco y el abrigo. Ahora, son personas de paso que vienen a abastecerse de mercadería para revender en su kiosco, en su pueblo. Vienen con el dinero justo, y comen de paso; son clientes golondrina”.
De 25 familias que sostenían el local de Gildo, hoy son cuatro los empleados que dan la cara ante los pocos fieles y los comerciantes mayoristas del “Interior” que se detienen a picar algo; hay bife de costilla, guiso de mondongo o de lentejas; supo hacerse la tradicional buseca; y se ven unos tentadores kinotos en almíbar, que al final se prueban, con un aromático café de máquina antigua. Las persianas de metal empiezan a bajar, pero no cesa la promoción de ofertas: tres por dos en pares de zapatillas; dos por uno en lencería erótica; cuatro por tres en libretas.
Pese a la prohibición, los manteros persisten: diez barbijos por 100 y carteras de colores flúo, los más requeridos por las señoras que bajaron de un ómnibus y los cargan en enormes bolsones negros estilo bolsa de residuos. “Las tías”, como las reconocen en la cuadra techada, meten todo eso, y bombachas y corpiños, que llevan a sus respectivas localidades bonaerenses, celebrando el milagro de un par de zapatillas New Balance a poco más de 3000 pesos, aunque la N luzca un poco mocha. Después, se lanzan con igual fruición sobre la lencería rosa del comercio Iara íntima, uno entre los 17 locales que ahora mismo aceleran el descenso de las persianas. Empieza a llegar, disimulada y cauta, la masa durmiente. Buscan el techo y las paredes que amparan en la noche negra; y el retiro, el vacío.
Se apaga la recova, entre cajas de cartón que hacen de colchones y dicen “Frágil”, y restos de papelería y telgopor que se usaron durante el día para envolver y contener paquetes. Como su prima hermana, la feria de La Salada, la recova del Once es un polirrubro que admite el vestido de fiesta junto al gris pantalón de jogging.
Pese a la restauración de sus arcadas, y la limpieza profunda de 2017; y pese a la expulsión de los manteros, el mismo año (y su re-expulsión cuando, en 2021, volvieron a poblar el área), la recova está siempre igual a sí misma: “Grasiento humo negro sobre el gentío; clima charro de frontera latinoamericana”, la lapidó el cronista Enrique Espina Rawson, en el site Fervor x Buenos Aires. Otros, en cambio, más anónimos, aman y le cantan a ese afanoso trajín de pueblo, esa cumbia, esa vitalidad hecha canturreo de vendedores y movimientos frenéticos.
Contrastes del Bajo
Allí donde la no existencia de la estación de trenes desliga a la recova de peatones apurados y oferta de productos replicados de originales inaccesibles, el avance gentrificador instala rarezas como el Mercado de los Carruajes —el típico patio de comidas gourmet que cada vez que desembarca en un barrio confirma su incorporación a la tesorería de las mercancías territoriales—. Ya pasó con Barracas, Villa Crespo, Chacarita: junto con los sabores renovados y las mesitas afuera llegó una suba impresionante de los precios de lo básico y lo exclusivo. Ahora está pasando en un sector del Bajo, pegadito a las torres de Puerto Madero.
Donde antes hubo caballerizas de la Presidencia, en un edificio construido a fines del siglo XIX (de elegante fachada de ladrillos, arcadas y cúpula), a metros del antiguo Palacio de Correos —hoy CCK—, la recova de Alem demuestra el potencial transformador de su género urbano. Qué distinto es caminarla —con cierta ansia claustrofóbica, siendo olorosa, oscura— de verla y disfrutarla desde afuera, yendo por el centro de la avenida (por las plataformas del Metrobus del Bajo), esquivando personas, valorándola en perspectiva. Su luz blanca mortecina, en la primera cuadra desde la Casa Rosada, vira a al amarillo de sus farolas mucho más amigable, llegando a la calle Perón.
Los containers semiabiertos y la multitud de moscas gigantes no alcanzan a esmerilar la monumentalidad de la recova de Alem, que alberga piezas urbanas únicas como el local de Pachín (sándwiches de bondiola a 450 pesos), con toda la vibración de la salsa y la cumbia combinadas con los humos de las achuras asadas. Calle de contrastes, Alem, entre Lavalle y Tucumán, hace que las torres posmodernas de enfrente reflejen los edificios antiguos y el collage se termina de configurar con un cartel de viejo hotel y un pedacito del Luna Park, que hace del conjunto una mixtura increíble de capas de épocas. Más allá está el recuerdo de la bohemia periodística y literata que circulaba entre la Editora Abril (lamentablemente sin placa recordatoria, donde hoy hay un edificio deshabitado con vacías oficinas en alquiler, en Alem esquina Paraguay) y el Bárbaro. Así van pasando las tardes en esa avenida de unos pocos balcones de estilo francés, con algo del espíritu antiguo del viejo boulevard enmarcado por joyas del racionalismo arquitectónico, como el imponente edificio Comega, de 1934.
Pero de la Casa Rosada hacia el sur, la recova de Paseo Colón conduce a un territorio más áspero, al que —por su desertificación a deshoras, o su condición diurna de mero lugar de paso entre bancos, organismos públicos y compañías aseguradoras en viejas torres híper vigiladas con guardias y cámaras— ni se atreven los sin techo. En días hábiles, el gusto del café clásico de Comet —esquina Belgrano— o la fachada del despampanante edificio Lahusen —prueba de la influencia alemana en la urbe, reseñada por Fabio Grementieri y Claudia Shmidt en el libro Alemania y Argentina— proveen momentos de alegría inusual. Y son un patrimonio hecho de combinaciones y conexiones inauditas, junto al Railway Building —de la esquina con Alsina—, sede de oficinas de ferrocarriles, con su prodigiosa cúpula alta y angosta al estilo faro y sus resonancias victorianas.
Un fin de semana, la recova de Paseo Colón es árida y desguarnecida —sin ni siquiera la luz tenue de las farolas de su continuación, en Alem—, sin ningún comercio abierto, ni siquiera un kiosco, permitiendo sentir, intenso y profundo, el humo de los humedales incendiados que baja por el río, y el aire apocalíptico se plasma en la desolación, la ausencia de humanos y los ecos de la aguafuerte arltiana (que la define como “triste y larga como el vía crucis”) sin opacar, pese a todo, un borde urbano de una riqueza descomunal que, ni aun flagelada, desaparece. Ahí está, inamovible a través del tiempo —ya lo dijo Arlt— la aureolada y triste poesía de la recova: “La tristeza de los bolsillos sin dinero, la de los inmigrantes sin esperanza, la de los vencidos sin refugio”.