Hace apenas medio año que la terminal de ómnibus fue intervenida a nuevo
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Hay maneras y maneras de esperar, aquí donde está apostado el cronista de LA NACION, en la tercera confitería contando desde la rampa; está en uno de los dos muy requeridos silloncitos azules. En el otro silloncito, está Lucas Statti, con un libro y auriculares, como si estuviera recostado contra la pared blanca. El viajero se refugia de miradas y valijas en tránsito, de la suegra, la nenita, las cajas de alfajores, que ahora vienen hacia aquí…, en la pared, que expulsa a la masa. Café con leche con tres medialunas y un agüita: ¡700 pesos! “Acá te matan —dice José Luis Barrenechea, de Palermo—, pero no tanto como en la segunda confitería”, advierte, compungido, porque él acaba de consumir ahí, y vino a cotejar precios.
Tras el paso de las multitudes de los últimos tres meses, poco luce a nuevo en Retiro, pero hace apenas medio año que la intervinieron a nuevo con recambio de escaleras mecánicas, ascensores, cámaras de seguridad, domos 360°, iluminación LED y sanitarios. La tercera confitería es la más ágil y mejor gestionada, curiosamente, por un mismo consorcio. Las otras cultivan un aire antique decadentoso; esta es más rápida, más amable.
El cordobés Lucas Statti cambió de piel en una iniciática ronda por ciudades de Europa, llegado directamente desde Ezeiza, antes de Roma. “Hace mucho que no venía a Retiro; la encontré muy concurrida, amable, con espacios amplios para ponerme cómodo y tomar algo”.
Espera un Chevallier para el que faltan ocho horas, y que lo llevará hasta Luque, en Córdoba. “Los viajes te cambian; sus pequeños detalles: qué comen, cómo viven, de qué hablan”.
Llama la atención que le haya ofrecido, motu proprio, su cargador de celular a una desconocida que no se lo había pedido prestado. “Me pasaba todo el tiempo, en Europa —se justifica—, de quedarme sin carga, y alguien siempre se acercaba”. La siente como una imprescindible ayuda básica al viajero. “Nos movemos con esto; tenemos todo en el celular”, dice.
Después de las 20, se verá —ya subido al Chevallier— su misa junto a la ventanilla: se sienta, se acomoda; la botellita, el libro y el antifaz a mano; la valija va con él. Descorre la cortina; saca el libro Rebelión en la granja, de George Orwell. El asiento del micro es el último refugio que le reserva —había dicho— a la lectura sobre papel.
Tour de force
Entre los conductores que conversan con un pucho y un desembarco reciente, el asignado a la Costa se siente un mártir. Pero la empresa asegura que, al decidir quién va a los puntos veraniegos, no lo considera un castigo. Es indudable que las demandas son muchas y es un mayor estrés. Fabián Araujo acaba de ponerse al frente de un contingente proveniente de la Costa, y la bronca está fresca. “Piensan que somos esclavos de ellos”. Hoy, por ejemplo, era: “¿Y la vianda?”.
“¿Hace cuánto que no viajaban en micro?”, se pregunta, ahora sí, estallando, gritando. “No se puede señores — les decía Fabián, una y otra vez, utilizando las mismas palabras con un tono de voz monocromático—. Pero el pasajero la exige. ‘¿No hay nada para tomar?’. ‘¿No hay nada para comer?’”.
En Plata Bus, coinciden: el pasajero reclama por la interrupción del alfajor Havanna, vetado por protocolo de coronavirus; también pide por el café y la botellita de agua. “Era un simple alfajor —dice la amable vendedora de tickets— pero la gente ama los detalles”.
De pronto, llega un Plusmar, y se desata un desordenado retiro de valijas a las 21.45 del martes 1º de marzo; último día oficial de la temporada. Llegan unos amigos muy jóvenes, mucho mochilero; da pena no participar de esa energía del ser. Aprovecharon hasta el último minuto del martes, porque mañana se trabaja. Después llega un Chevallier con los últimos rezagados del verano. Con ellos, se apaga la luz. La melancolía se corta con cuchillo, hasta detectar a los que parten, cuando todos llegan: son —aquí mismo— los participantes de un evento scout, el periodista cultural que se jacta de viajar en banda negativa, la pareja hippie que fuma a medias su cigarro, gente que se muda a Santa Rosa, a Resistencia, a Paso de los Libres, trabajadores golondrina, un profesor que se va por todo el año lectivo, un ingeniero agrónomo rumbo a Pergamino; la vida sigue.
La supervivencia de los diarieros
La mayoría de los diarieros volvieron a trabajar en julio de 2021, después de la reforma. Pero, en Puente 4, se arrancó recién unos días antes de las fiestas de diciembre pasado. En Puente 5, solamente está funcionando la salida al Paraguay, y a un poquito de Brasil. No arrancó Perú ni Uruguay. “Solamente tengo gente que viaja al Paraguay”, protesta el diariero de Puente 4. El negocio era de su viejo, y le gustaría que no se muera. Su papá se llamaba Oscar y abría a las 5 a.m., yendo cotidianamente a trabajar desde Munro. Todos los que están acá son hijos o nietos de los pioneros diarieros de Constitución.
En 1983, los ómnibus se trasladaron de la estación Constitución a Retiro, y hubo una lucha para ingresar a los nuevos puestos. “Mi viejo tenía el kiosco en Costera Criolla. El Ministerio —de Alfonsín— reconoció los lugares de cada uno, y se los fueron cediendo entre las familias”, cuenta Christian.
¡Qué cantidad de diarios se repartían cuando empezaron! Llegaban paquetes y más paquetes, enormes. Hoy recibe, por día, solo unos 20 diarios. “A mí me perjudicaron: hasta acá no llega gente. Solo funciona bien el centro de la Terminal. Ahí sí hay gente y locales abiertos”.
Sin embargo, el que más vende, en Puente 2, expide ocho diarios; el que menos, apenas tres. No hay mucho margen entre el que más y el que menos vende. “Ya antes de la pandemia se estaba vendiendo poco. Ni siquiera hay una variedad de títulos de revistas. Hoy en día el celular te aplasta”, dice el diariero.
Desde acá se ve en la ventanilla de un Plusmar a un joven abrazado a su telefonito. “Por eso acá vendemos cable USB, tarjetas de recarga prepaga, chips cargadores, y hasta una funda” (donde antes solo había papel). “Hoy los barbijos se venden más que los diarios”.
Hoy en los puentes 4 y 5 hay gente varada que vive aquí por unos días, y remeda al Viktor Navorski, interpretado por Tom Hanks, en el film La Terminal, de Steven Spielberg. Aquel vino a buscar trabajo; no consigue y se quedará por unas noches. Antes, hubo una chica de Concordia: perdió la entrevista de trabajo, se quedó varada y se volvió. Ahí había una farmacia; allá había un locutorio. Los dueños se fueron yendo. “Ya no querían los locales, ni gratis”, dice el abrepuertas, de Puente 3. Trabaja con propina a voluntad; si no le dan, duerme en la calle. El promedio es de 10, 20 o 30 pesos. El que le da 100 es la excepción. Al chaleco se lo consigue cada uno. “Sin chaleco, la policía no te deja”, dice, bajito.
Gente de acá
El objeto fetiche del bazar es el aro para hacer “vivos“ en Instagram. “¡No sabés cómo se lo llevan! El aro está a 3000 pesos. Queda uno solo”, dice Paola, detrás del mostrador de este kiosco/boutique/bazar/regalería. Este es un rubro raro de comercio, solo apto para terminales, que fluctúa entre el objeto fetiche y el potencial maníaco de todo pasajero a punto de subir a un ómnibus: se ven auriculares, cargadores, mates, termos, bombillas, almohadas de viaje. Las almohadas, que parecen inviables para cualquier cuello normal, gustan y salen mucho.
Paola sigue: “Me pone mal cuando nos critican, a la gente del Barrio 31. Yo me voy re tranqui de ahí, y vuelvo re tranqui hasta ahí”. Vive en el Bajo Autopista, y sabe por dónde manejarse sola. No por Güemes, no por la Feria. “Yo no me metería por ahí —dice―. Las chicas de los locales de Retiro somos del barrio. Los propietarios te piden porque es cerca”.
La familia de Paola no quiso entrar en el programa de renovación edilicia del Barrio 31. “Te pintan nomás”, explica. La mamá no quiso. “Mi mamá les dijo que ella lo podía hacer sola, si era eso nada más”. Una vez entraron a su casa, pero no para robar: se dio cuenta a tiempo y lo denunció al vecino. Sus momentos placenteros son sentarse a tomar mate, ponerse a hablar con las chicas del kiosco o con Carolina, de Limpieza, pero eso era antes, porque la pasaron a Dellepiane.
Micaela, de las chicas de arriba, de Pasajes, se conoce con Paola pero casi no se cruza con ella. Las chicas de Pasajes almuerzan en los propios stands. Antes de la despedida, nos regala algunas claves para viajar cómodos, a cada cual según su necesidad: lo mejor es arriba al medio, en lo posible solo (por eso “el individual de arriba” es lo más caro que hay). Además, los dos primeros asientos dejan estirar las piernas. Y los de atrás del bar ofrecen ese mismo espacio extra a las piernas.
Atención, pasajeros a la Costa: si se viaja en vespertino, es mejor ir del lado izquierdo del micro porque el sol pega desde el oeste toda la tarde. Fin del horario de trabajo. Las chicas de Pasajes están tantas horas sentadas en butacas altas que consideran que la hora del gimnasio es sagrada. Es hora de dejarlas ir.