El Colón íntimo: los personajes anónimos que le dan vida al centenario coliseo porteño
Pavarotti quiso comprar las camisas que le cosieron para una ópera; Plácido Domingo encargó tres pares de calzado a los artesanos zapateros; el telón anterior pesaba casi 1500 kilos y, el actual, la mitad
En el señorial ámbito del Teatro Colón, el centenario coliseo argentino por el que pasaron los más renombrados artistas de la lírica y el ballet, también suena la cumbia. Debajo del foyer del fastuoso edificio, donde funciona el Centro de Experimentación del teatro, una joven violinista hizo vibrar las cuerdas mientras una fotógrafa la retrataba y, como fondo, un reproductor emitía una pista de melodía tropical.
En el piso inmediatamente superior, otra escena descoloca al visitante. Mientras en el foso del escenario, bajo la batuta del prestigioso Roberto Paternostro, la Orquesta Estable interpretaba partituras de la ópera Elektra, arriba los decorados representaban los paisajes del ballet Giselle. Convivían, en medio de la penumbra, diversas instancias del proceso de producción de dos de las obras que incluye esta temporada del Colón.
En el tercer subsuelo, en la sala 9 de Julio, un grupo de jóvenes miembros del Ballet Estable ensayaban posiciones y movimientos al ritmo de un piano que desgranaba las notas de Caserón de Tejas. Y un músico solitario practicaba con su trompeta en un rincón de la sala Bicentenario, reservada a la ópera.
El trabajo también era incesante en los otros subsuelos del edificio situado en pleno centro porteño, donde los artesanos de los talleres de Sastrería, Zapatería, Peluquería y Caracterización daban los primeros -o los últimos- detalles a los trajes, el calzado y los tocados de inminente, o no tanto, estreno.
A la misma hora, en un ambiente más parecido al fabril, en un galpón del barrio de Chacarita, los técnicos de las áreas de Escenografía, Escultura, Pintura, Herrería y Utilería -mudadas tras la reciente reforma del teatro- confeccionaban y aprestaban decorados imponentes, entre ruidos de tornos, soldadoras y martillos. Un camión con plataforma permanecía estacionado en la puerta del lugar, bautizado La Nube, para transportar hasta el teatro algunas de las piezas escenográficas que solicitó el réggiseur de Elektra, que coincidentemente será el director general del Colón, Pedro Pablo García Caffi.
Curiosa, sorprendente e impactante: así es la intimidad del Teatro Colón. Cada puesta en escena resulta irrepetible. No sólo por la singularidad de la performance de los intérpretes, que varía de elenco en elenco y de función en función. También son únicos la escenografía, la utilería, el vestuario y el calzado que los talleristas materializan para cada espectáculo y, en su mayor parte, no son reutilizables.
Miles de trajes de época y de pares de zapatos elaborados a medida se almacenan en los subsuelos. Algunos de los diseños que vistieron grandes divas como Maria Callas y Montserrat Caballé están expuestos en vitrinas en distintos sectores del edificio; otros no volverán a ver la luz.
Y trozos de escenografía en desuso descansan por diferentes rincones del Colón y uno los encuentra a su paso, involuntariamente. Por ejemplo, un sillón utilizado durante la presentación de Idomeneo, de Wolfgang Amadeus Mozart, en julio pasado, que incorporó en su despacho la jefa de Producción Artística del teatro, Florencia Sanguinetti. O el Cristo gigante de ocho metros de alto, construido para la puesta de La fuerza del destino, de Giuseppe Verdi, en 2012. Hoy, desde una esquina del fondo del escenario, "protege" entre bambalinas a los artistas que participan de las funciones.
"Sólo el 30% de los decorados podría recuperarse -explicó María Cremonte, directora de Escenotécnica-. Pero sale más caro contratar mano de obra durante 20 días para desmontarlos y acomodarlos en depósito que volver a hacerlos."
Son 1212 las personas que cumplen tareas en las distintas dependencias del centenario teatro, sumados administrativos, técnicos y los artistas de la Orquesta Estable, la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, el Ballet Estable y el Coro Estable.
Se trata de empleados anónimos que trabajan como sostenes silenciosos de la tradición artística que, desde su inauguración en 1908, enaltece al Colón. Son, además, custodios de los secretos mejor guardados del coliseo porteño y testigos privilegiados de la trastienda de óperas, ballets y conciertos que convocan más de 300.000 espectadores por año.
Hugo Reynoso es uno de ellos; desde hace 37 años, atiende el office situado junto a los camarines del Teatro Colón. Tiene a su cargo el reparto de bebidas frías, infusiones, sándwiches y facturas entre cantantes, músicos, bailarines y directores. El café es de filtro, excepto para Daniel Barenboim.
"Al maestro le gusta exprés, entonces subimos una cafetera especial", señaló Hugo. Sucedió durante la reciente actuación del músico junto con Martha Argerich. "Y para Luciano Pavarotti, en 1987, tuvimos que salir a comprar un exprimidor, porque solicitó jugo de naranja recién hecho", agregó.
Juan Nicolás Ferraro es otro de los trabajadores históricos del Colón. Maestro del taller de sastrería, de 72 años, fue obligado a jubilarse en 2009, pero las autoridades del teatro volvieron a convocarlo como contratado para entrenar en el oficio a los jóvenes integrantes del equipo. Que transmita no sólo los conocimientos, sino toda la mística y los detalles de un métier muy particular.
Para el estreno de producciones con artistas extranjeros, los sastres reciben los figurines enviados por los vestuaristas, que adjuntan muestras de tela y las medidas de quien los portará. La confección se hace a la distancia, se prueban pocos días antes del estreno y se retocan a último momento. "El mes pasado, llegó Ambrogio Maestri para protagonizar Falstaff, de Giuseppe Verdi. No podía creer que en el Colón sigamos confeccionando el vestuario y los zapatos. Comentó que hasta La Scala de Milán empezó a dejar de hacerlo", recordó Ferraro. Ya tenía sobre su escritorio los figurines de Elektra, la ópera de Richard Strauss que subirá al escenario a fines de octubre y los primeros días de noviembre.
La confección -tanto de trajes como de zapatos- es tan artesanal y detallada que ha sorprendido incluso a prestigiosos tenores y directores. "Cuando Pavarotti vino a protagonizar La Bohème, trajo su ropa, excepto las camisas. Le hicimos tres camisas y quedó tan satisfecho con la calidad que quiso comprarlas; el teatro se las regaló", detalló.
El tenor español Plácido Domingo, aseguran por los pasillos del Colón, quedó encantado con los zapatos. "Tanto que, durante su estada, encargó que le hicieran tres pares para llevarse", confió Antonio Gallelli, jubilado en 2008, pero reincorporado en 2010 para supervisar a los más jóvenes. Se había retirado como jefe de maquinistas y ahora es coordinador general del staff escenotécnico.
Antonio ingresó en el coliseo porteño en 1960, a los 19 años; es de la época en la que todos los movimientos de telones se efectuaban manualmente con cuerdas y poleas desde las pasarelas sobre el escenario. La limpieza del telón de boca, de 24 metros de alto y 32 de ancho, era una tarea aparte. Entre 1931 y 2010, las dos hojas del telón de terciopelo pesaban casi una tonelada y media.
"El teatro cerraba a fines de noviembre y reabría en enero. En ese intervalo, es decir, una vez por año, entre 22 personas bajábamos el telón, lo limpiábamos con tres aspiradoras, le poníamos naftalina, lo envolvíamos en una tela especial y lo guardábamos. Tardábamos más de ocho horas en volver a subirlo para la reapertura. El telón del Bicentenario, diseñado por Guillermo Kuitca, es más liviano: cada hoja pesa 280 kilos y posee un mecanismo computarizado que ayuda a moverlo", describió este inmigrante calabrés, que a sus 73 años conserva el entusiasmo por su trabajo en el Colón.
Gallelli va y viene entre la sede de la calle Libertad y La Nube, que debe su nombre al de la biblioteca municipal infantil que funcionaba antes en ese galpón de Maure al 3600 y hoy dispone de otro espacio en la misma manzana. En el galpón, unas 50 personas trabajan entre planos en papel, perfiles de metal, varas de madera, tachos con pintura, bateas con yeso y planchas de telgopor, entre otros insumos, para satisfacer los encargos de los escenógrafos. Avanzaban simultáneamente en los decorados de Giselle, Elektra, Madame Butterfly y Cascanueces.
Desde allí, LA NACION volvió a los recovecos del centenario teatro. Tras sortear a los contingentes y los particulares que realizan visitas guiadas por el palacio, encontró al afinador de pianos Ricardo Quintieri. Coqueto él, no reveló su edad, aunque admitió que lleva 28 años en la institución. De su entrenado oído, dependen 20 pianos, un clave y una celesta. "Si bien los controlo permanentemente, siempre hay que repasarlos en los ensayos, antes de la función y durante la función incluso. Yo tengo que lograr que el artista esté tranquilo", relató.
El diálogo con el afinador transcurrió con el canto de una soprano como fondo, proveniente de una sala de ensayo situada junto a los camarines. En el subsuelo, el despacho de Lidia Segni, directora del Ballet Estable, contrastó por su silencio. Lidia cuenta con una extensa trayectoria dentro del Colón. Los hilos del destino hicieron que, cuando ella ya era primera bailarina del mismo cuerpo que hoy dirige, se cruzara con un novato Julio Bocca. "Siempre fue un genio, desde la primera clase. Llegamos a bailar juntos y, como partenaire, era buenísimo. Luego dirigí su compañía durante diez años", recordó.
Segni, de 70 años, se despidió rumbo a un ensayo con la egresada del Instituto Superior de Arte del Colón Paloma Herrera, hoy figura internacional, que una noche después estrenaba Giselle. En el escenario, los decorados ya estaban montados y una técnica del taller de Pintura les daba las últimas pinceladas.
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