Del Gran Hermano al "vale todo"
La tarjeta SUBE nació al amparo de las turbulentas discusiones sobre las tarifas del transporte público, los gigantescos subsidios a las empresas prestatarias del servicio y la urgente realidad de un Estado al que cerrar las cuentas públicas se le hacía cada día más difícil.
Apremiado por las propias empresas para subir las tarifas y sabedor de la impopularidad de una medida tal de cara al usuario, el Gobierno encontró en la SUBE un remedio parcial. Prometía el fin de los cuestionados subsidios indiscriminados a las transportistas para canalizar en los pasajeros los fondos dedicados a mantener las tarifas bajas. Se trataba de subsidiar la demanda y no la oferta.
El sistema nació con requisitos restrictivos: una tarjeta por persona, identificada a través de su número de DNI. La taxatividad de ese requisito fue refrendada en la resolución 42/12 de la Unidad de Información Financiera (UIF), de marzo de 2012, en la que se hizo constar que las tarjetas eran "nominadas e intransferibles".
El ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, destacaba que la SUBE era "importante para el pasajero y para el Estado, que dispondrá de una información muy valiosa que tiene que ver con la asignación de las compensaciones" que aporta al transporte público. A partir de este año, determinados grupos vulnerables recibirían su descuento en el boleto de forma automática, se prometió.
Eso sería posible al cruzar los datos de la SUBE con los de las otras bases del Estado. Pero ese Gran Hermano que supone tamaña capacidad de control se vuelve un gigante con pies de barro ante el desvío de miles de tarjetas para el comercio informal, en un "vale todo" que alimenta los canales de corrupción.