De quién es la noche porteña, ahora, en plena pandemia de coronavirus
Con la instalación de las restricciones de circulación, de 24 a 6, las antes bulliciosas calles de la ciudad de Buenos Aires se hicieron inaccesibles para la mayoría, salvo para unos pocos
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Cada vez más lejana y vedada para los porteños, devenida en mito o en recuerdo de antiguos instantes felices, la noche expulsa y deja afuera a los que acatan las restricciones de circulación de 0 a 6 de la mañana (que se mantienen vigentes, con fluctuaciones, desde hace 15 meses) por la pandemia de coronavirus. Mientras tanto, es poblada por nuevos habitantes: conductores y repartidores de aplicaciones de viajes; serenos, y algún que otro florista; vendedores, en su mayoría venezolanos, de maxikioscos tan luminosos como desérticos.
Es, también, la noche de un Microcentro y Retiro abandonados; la de los que buscan un refugio bajo una recova o en el interior de un cajero; la de los consumidores de urgencias, y unas pocas ambulancias, por suerte, cada vez más espaciadas; la de los sabores de papitas muy saladas o golosinas muy dulces que mantienen despiertos a empleados que se preocupan —dirán luego— por cómo se les fue deteriorando la alimentación (entre tantas cosas).
En la esquina de Alsina y Entre Ríos, se verá uno de los puntos altos de la noche porteña: la ventanilla abierta de una farmacia de guardia. El grupo en torno a ella no conforma fila; se ve gente dispersa que se abroquela intuitivamente ante la aparición de un colado. Aquí, todos saben quién es quién. Son las 0.10 de un viernes y hay una energía rara en el ambiente: hay automovilistas exasperados, bocinas ansiosas, consumidores de urgencias y antojos —en farmacias y kioscos—, todos ávidos de irse a la cama. Entre Ríos, y después Callao, está lúgubre. Cuando llegó el primer afiebrado al círculo de la farmacia, el grupo se disgregó, rápido y solidario, para dejarla pasar. No hubo miradas de soslayo ni reproche contra la portadora de unos 38.3º.
Al llegar a Av. Rivadavia y Callao, la cúpula encendida de la Confitería del Molino estremece como la habitación de un fantasma en el gótico entorno oscuro de la Plaza de los Dos Congresos. Dobla una ambulancia, y después una grúa (“volvieron con todo”, se queja un infractor). Bajando por avenida Corrientes, lo único abierto son los puntos rojos de la cadena Open 25 horas, focos de atracción, muy “de los años 90”, cuando la modalidad del horario corrido se impuso únicamente a través de los maxikioscos. A las 0:29, en avenida Corrientes, los mozos de la pizzería Güerrín fuman en la calle y, ante la pregunta de cómo fue la noche, uno deja ver la propina exigua —per cápita— de menos de 1000 pesos.
2 a.m.
En la esquina de Las Heras y Rodríguez Peña, hay una ventana a media luz: alguien trabaja ante un monitor con música suave. Cuando la grúa termina de arrojar el contenido del volquete, se alcanza a percibir el jazz tenue. ¿Por qué fascina esa intimidad de los desconocidos despiertos a la madrugada? Juncal y Pueyrredón: él, muy joven, pasea al perro y se da vuelta para mirar a otro paseador; ese juego de miradas sugestivas, que se cruzan los poseedores de mascotas, se repite en varias esquinas. En French y Austria, un repartidor de origen venezolano escucha un reguetón. A esa hora de la noche tardan más en bajar a recibirle el pedido. “Fue un viernes bastante duro —dirá el Rappi, como pide ser llamado en esta nota—. Por día, 2500 pesos, en seis horas de trabajo. Pero todo es relativo: hay pedidos buenos, pedidos malos y distancias largas. Hay días en los que solo hago 1000, pero nunca menos que eso. El trabajo es exigente, pero tengo tiempo para estudiar. Y disfruto de Buenos Aires; amo su estilo colonial”.
Desde su vista privilegiada del maxikiosco frente a Plaza de la República, de 23 a 7, Abraham Hernández (también de Venezuela) es testigo de la noche que transcurre al pie del Obelisco. “De repente, se ve a uno que otro tomando hasta tarde. A gente de la calle. Después cruzan al maxikiosco; piden una máquina, y auriculares: escuchan música: están tres o cuatro horas. Nunca te acostumbrás a la noche. Yo duermo desde el mediodía hasta las 20, y es difícil, por el ruido de la calle, de la gente. Me dejo los auriculares como si fueran tapones”.
“Las personas que trabajan de noche, y me incluyo, adquirimos malos hábitos alimenticios —sigue el kiosquero—. Cuando no trabajaba de noche, yo no los tenía. Ahora me termino pidiendo un delivery de comida chatarra. O unas papitas y una gaseosa”.
3.30 am
Ahora, solo pasan, agitadas, las camionetas de la Línea 108 “que sacan a los que no pueden dormir en ningún lugar”, cuenta Carlos Alberto Villamea, el florista de la esquina de Santa Fe y Borges, a unos pasos de Plaza Italia. A esta hora se vende muy poquito: “Alguno para con el coche y te compra un ramo. O preguntan un precio”, dice. Flores para velatorios se pedirán cuando llegue el día, desde las 7; los ramos para nacimientos tendrán su hora pico de 12 a 19. Y un dato a tener en cuenta: “La planta que mejor se lleva con la noche es la rosa o la gerbera (o margarita africana). Y el lirio amarillo”.
Se acaba de despertar “el viejito del Nación” —como lo llaman varios en la cuadra—. Viene con una escoba y una pala. Vive en el espacio del cajero de dicho banco. “Me dedico a limpiar —se presenta—. Hago todo tipo de limpieza; empiezo en el Nación, que es donde vivo, y después la vereda del Burguer, del Havanna, de Subway, de Farmacity”. Así todo el día, como en un implícito pacto de convivencia entre Pablo B. (de él se trata) y esa cuadra que banca a su “viejito”, el mismo que saca escombros, y traslada ramas, y lo hace porque “es una manera de llegarle más a la gente y porque el barrio me gusta”.
Los días de sol, en la fuente, se lo ve lavando su ropa, sonriente y agradecido, prometiendo barridas exhaustivas a todos los comerciantes de la cuadra (la de Santa Fe, entre Borges y Thames). Conoce la intimidad de la noche cerrada, de por qué los lugares más aptos para dormir son las cocheras: “O al lado de la tienda Rodó, sobre Av. Santa Fe, pasando Scalabrini Ortiz, donde duermen Walter y Daiana. O bajo los techitos del Metrobús, o bajo cualquier techito”.
La ciudad se apagó, ya, en forma consistente. Pasa un 93 con una sola persona en el último asiento. Los empleados de McDonald’s ya sacaron la basura; hay kioscos abiertos y desérticos por doquier. Hasta las 5 se verá el menor índice de tránsito. Las avenidas más planchadas: Belgrano, Scalabrini Ortiz, Las Heras. ¿Y las más movidas? Corrientes y Santa Fe, a la altura de Plaza Italia. Por Medrano, colectivos vacíos, uno bastante después que el otro.
5 a.m.
Después, en el kiosco The Best, de Borges y Costa Rica, ya se terminaron los consumos de la primera noche, ni alfajores ni gomitas. Esta es la noche negra de los cigarrillos y los panchos; de los sabores intensos, los sacudones energéticos gasificados; de la sal, el azúcar, la harina, la mayonesa y el kétchup, todo bien compacto y apelmazado. En la vereda del kiosco, baja unos cambios Ennio Pirella, también venezolano y chofer para una app de viajes. Esta es la hora en que Eunice García, la vendedora de The Best, aprovecha para “limpiar o acomodar el inventario, o para llamar a alguien y hablar, para no dormirse”.
Ennio le cuenta que Palermo está algo muerto, sin la vida nocturna que había. La mayoría de los taxistas no sale; quizás, trabaja más una app de viajes que un taxi. “Yo puedo ver cuántos viajes hizo mi cliente, y rechazo, a esta hora, los pagos en efectivo, por seguridad”.
Llegar hasta el Microcentro, después a Retiro, tan tarde o tan temprano, es habitar la letra de “Al atardecer”, de León Gieco en versión de Los Piojos: “Calles de luna/ gente sin fortuna/ y sin amor./ Luces y gatos/ roces baratos/ por un alcohol”.
Es una Buenos Aires fantasmal, tan atemporal que parece haber sido premonizada hace 16 años por la película Ronda nocturna, de Edgardo Cozarinsky. “La noche ya se está terminando. Cuando sale el sol, se borran los miedos, todos los miedos”, dice Víctor, en esa trama-, el personaje de un taxi boy que interpreta Gonzalo Heredia.
Pero aquí no hay eso que se ve en aquel film, tan emblemático de la vida porteña anterior: el café abierto a deshoras, otro ámbito desaparecido. Era un refugio, una soledad en compañía, una isla en lo oscuro. Y eso, tampoco, está más.