Cuando la soledad es dichosa
No hay manera más plena de vivir una ciudad que apartándose de ella. Porque la soledad en la ciudad, si se transita con un libro -una categoría apócrifa de la misantropía, podría no ser más que una forma de la felicidad.
Los días de Buenos Aires nunca alcanzaron tanta intensidad dramática para mí como cuando leía novelas en un bar ruinoso llamado Niza. Las circunstancias que interrumpían mi retraimiento, como el sonido del ventilador, un murmullo de las ancianas vecinas de mesa, el olor del café, los ladridos de un perro callejero, todo lo que desdeñaba porque me apartaba de mi soledad en realidad formaba parte, más que el libro mismo, de la experiencia de lectura.
El instante casi místico de la escena, el encendido de las luces del bar, es decir, la irrupción de la ciudad en mi ensimismamiento delataba menos la llegada de la noche que el fragmento de vida que la lectura parecía haberme sustraído. Pero el verdadero solitario sabe que no hubo momento más pleno que aquel en que creyó dejar de vivir mientras leía, y que los pequeños hechos inoportunos dejaron una huella de dicha aún más profunda que los libros.
Los solitarios saben, por haberlo leído, que esas obras se convierten luego en los mapas íntimos de su vida, y que sus capítulos describen tanto la topografía que los rodeaba como el deleite que sentían al leer en soledad.
Y es que Rosaura, Funes o la Maga van a seguir siendo inmortales, mientras que el bar Niza, demolido hace años, dejó de existir para siempre.
La autora es escritora. Su último libro es La niña guerrera