Doña Cata es uno de los últimos comercios donde conviven un almacén y, en un salón contiguo, un boliche con despacho de bebidas
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“Somos la resistencia”, proclama, levantando una copa de vino, Osvaldo Escaturro. Está en un rincón del almacén y bar Doña Cata, abierto desde principios de los años 30 del siglo pasado, en una esquina olvidada de Valentín Alsina, rodeado de fábricas abandonadas y casas bajas. Es el último sobreviviente de una raza de comercios que tienen por un lado el almacén y en una habitación contigua el boliche con despacho de bebidas. Una guardia de 20 fieles clientes lo frecuenta a diario. “No podemos cerrar nunca ni irnos de vacaciones, los muchachos se quedan sin su punto de encuentro”, afirma Ariel Fiel, detrás del mostrador.
“Esto es un paraíso”, dice Alejandro Casero, miembro de la guardia de soñadores que sostienen la historia del boliche. Abierto en una fecha indeterminada, el punto de partida lo inició Catalina Pindus, en 1940, una ucraniana que llegó al país “escapando de alguna guerra”, recuerda Fiel. Se afincó en Oberá, Misiones, donde trabajó como mensú en la cosecha de yerba mate y se casó joven. Luego se mudó a esta esquina de Valentín Alsina. Enviudó y quedó sola con su hijo. Ella se encargó de atender el comercio. Vivió hasta 2019: murió a los 95 años. “Vivía al fondo del almacén”, cuenta Laura Acevedo, esposa de Ariel.
Desde 2010, están al frente de este orillero baluarte de la bohemia.
“No quería hablar mucho de lo que había vivido en Ucrania —cuenta Acevedo—. Era muy pulcra y llevó una vida muy austera; a la noche elegía andar con una linterna, antes de encender las luces. A veces se juntaba con un vecino a hablar su lengua materna”.
“Acá la gente venía a las 5 de la mañana a tomar un copetín al paso y se iban a trabajar”. Así se refiere Acevedo al barrio en la década del 40. Durante gran parte de la primera mitad del siglo XX, era un hervidero de gente. La fábrica Siam, curtiembres, frigoríficos y saladeros ocupaban miles de obreros. Antes y después, pasaban por el boliche.
A orillas del Riachuelo, ya nada queda de aquella Argentina. En la actualidad, las casas están enrejadas y muchos galpones están destruidos por el tsunami de las continuas crisis económicas. “Antes las abuelas salían a la tarde con sus sillas, ahora es imposible”, afirma Acevedo. El propio almacén tiene rejas en su puerta. Realidades del conurbano. Una vieja foto muestra la misma esquina en los años 30, despojada de casas. “Sin embargo Valentín Alsina tiene magia, te atrapa, hacemos un trabajo que nos gusta y es una gran responsabilidad seguir el legado de Catalina”, agrega Acevedo.
“Hay que venir sí o sí y cumplir horario”, advierte Casero. La mayor actividad está en el bar. El movimiento es incesante, como también las ceremonias de cada uno que entra. Con señales propias de pulpería, entran y salen parroquianos que se saludan. Las bromas y los apodos son contraseñas que se respetan. Solo hay dos mesas con dos sillas cada una. “Por horario, tienen dueño y no podés sentarte”, cuenta Casero. “Parece que estamos en el medio del campo”, dice mientras acaricia el mostrador José Carlos Novoa; hace más de 30 años que viene.
“Logramos hacer nuestra propia isla —confiesa, orgulloso, Novoa—. Soy defensor de la ginebra, de los pocos que aún la toman”, agrega. Con 74 años, inició su relación con esta bebida a los 14. Eran otros tiempos: “Una copa estimula las ideas y sienta bien”.
“El tema de las vacaciones de Ariel y Laura es algo que tratamos con mucha importancia”, dice Casero, mirándolo a Fiel, erguido y caballeroso detrás del mostrador. Toda una autoridad. “Lo hablamos y la verdad que es casi imposible que cierren, porque ¿a dónde nos juntamos?”, se pregunta Casero. Fiel, no emite palabra. Maestro de ceremonias, se dedica a ejecutar su trabajo con inmenso compromiso. “Acá están nuestros recuerdos, no podemos alejarnos de ellos”, admite Diego Tiralli, a cargo de la cocina.
“Para nosotros es un templo”, dice Casero. Su madre, de 92 años, lo llama por teléfono. Le dice que ya llegó al bar. “Ella se queda tranquila cuando le digo que estoy acá, porque sabe que estoy protegido”, cuenta.
Asistencia perfecta
La dinámica es sencilla y muy efectiva. A partir de las 10.30 de la mañana, comienza a caer un grupo de aproximadamente 20 hombres que se van turnando, en días y horarios laborales. Tienen asistencia perfecta. No faltan un solo día, aunque a veces sí. “Cuestionamos mucho las faltas, nos tienen que avisar si no van a venir, para no preocuparnos”, cuenta Casero.
El grupo está hasta las 14, horario de cierre. A las 17, nuevamente abre el almacén y bar, y vuelven hasta las 21, la hora de cierre. Hace algunos años compraron entre todos una parrilla portátil y un disco de arado. “Los días de comida, nos quedamos un poco más tarde”, reconoce Casero.
“Tenemos un cocinero designado, nadie más que él puede cocinar”, dice Casero. “Se me está permitido hacer compras y elegir el menú”, afirma Tiralli. Asado, distintas carnes. Y hace unas semanas se dieron un gusto: rabas y cornalitos. “Un lujo”, confiesa.
Las ceremonias son muchas, todas divertidas pero que se realizan con una seriedad científica. Hay quien comienza con un moscato y luego pasa al vino, otros eligen el aperitivo de la casa, “El Cañonazo”, una explosiva mixtura de Fernet, un susto de soda y Cinzano Rosso, todos en generosas medidas, excepto el segundo ingrediente. “Acá solo permitimos vino de damajuana, como antes”, reconoce Casero, aunque entre los miembros de esta cofradía existen quienes lo toman de botella. “Siempre hay alguien fino”, confiesa. “Lo respetamos”, se suma Novoa, categórico. “Somos diferentes, pero nos queremos igual”, afirma Cesero.
La inclusión se demuestra enseguida. Ariel llena de hielo un vaso (cada cliente tiene el suyo, insustituible). “Norberto por ejemplo toma gin tonic”, lo presenta Casero. “Soy una persona educada a la antigua: debo ser leal a los lugares que quiero, por eso vengo todos los días”, reconoce Norberto Sprotte. Esta lealtad se manifiesta en una de las paredes con fotos de personajes que han transitado por la vida de este boliche y han fallecido. “Son los que han pasado de largo y ya no están con nosotros y los homenajeamos”, apunta Casero.
“Me sentí un arqueólogo descubriendo un animal en extinción, pero vivo”, afirma Carlos Cantini, quien recorre los arrabales explorando los cafés y boliches olvidados, recomendándolos en su cuenta “Café Contado”. “Ya no queda en la ciudad de Buenos Aires ningún almacén que respete los espacios comerciales separados, y funcionando”, cuenta. Muchos han derribado la pared y se han convertido en espacios únicos. Menciona dos ejemplos: El Bar de Cao y El Boliche de Roberto.
Como un barco flotando en un mar en soledad, Doña Cata sigue su curso. ¿Por qué es importante que permanezcan abiertos lugares como este? “Así como el Cabildo, el Congreso Nacional y la Casa de Tucumán, nuestra historia también se escribió en la mesa de boliches así”, afirma Cantini, quien mapeó durante años los arrabales contando las historias de boliches en un libro que está próximo a publicar, Sobre tus mesas que nunca preguntan. “Temo que la historia se corte si se mueren lugares como Doña Cata, sentencia.
“Nosotros defendemos el almacén, no vamos al supermercado”, cuenta Adriana Vargas, vecina y clienta. Una lata de arvejas, jamón, queso y galletitas, su compra. El mostrador del almacén es original y es el territorio de Laura. Todavía tienen libreta para aquellos que eligen anotar. “Si vemos que alguien tiene problemas, pueden venir a comprar igual”, sostiene Acevedo.
“Acá no sos un número más, hay confianza y eso no tiene precio. Doña Cata es algo que tiene que estar para que las cosas estén bien”, resume Vargas. Del otro lado, los conjurados del boliche siguen en la liturgia del encuentro. Mientras el mundo gira y la humanidad está trabajando, las sonrisas se contagian. “Somos una familia, nuestro obligación es estar acá todos los días”, concluye Casero.