En el inmueble funcionaba una fábrica de toallas que quebró en los 90; fue usurpado en 2004, más tarde se subastó y el propietario actual quiere recuperarlo
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“¡Hay que defender la puerta, hay que defender la puerta!”, gritaban. La puerta es una pequeña estructura de chapa por donde se ingresa al edificio de la calle Santa Cruz 140, en Parque Patricios, la misma puerta que hace 20 años atravesaron unas 40 familias para tomar posesión de una construcción abandonada y convertirla en su casa después de una ardua tarea de recuperación. Esta mañana, cientos de efectivos policiales amenazaban cruzar esa puerta mientras esperaban la autorización para hacer cumplir una orden de desalojo que pesaba sobre las más de 100 familias que hoy ocupan el inmueble.
Máquinas abandonadas, restos de telas, serpientes, ratas, murciélagos. Todo eso encontraron en el lugar los primeros habitantes de la exfábrica de toallas Selsa, que quebró en los 90. No tenían casa o vivían en condiciones deplorables, y vieron allí una oportunidad de tener un techo propio. Fueron cuatro meses de sanear el edificio olvidado y convertirlo en un sitio digno, donde hoy viven unas 500 personas en 107 familias; entre ellos, 130 niños y adultos mayores. Sin embargo, algunas estimaciones elevan el número hasta los 4500 habitantes: algunos sectores de la gran construcción no pudieron ser censados.
“¡Hay que defender la puerta!”, insistía Iliana Llanos, una de las referentes de los ocupantes, bajo una lluvia que no daba tregua, entre militantes de organizaciones sociales, carpas en las que filtraba el agua y caía sobre los sanguchitos, y las ollas grandes donde se preparaba café para darle batalla al frío. A ambos lados de la propiedad, había vallas de metal custodiadas por policías con bastones y escudos; los árboles del Parque Florentino Ameghino daban refugio y el Hospital Muñiz, frente al espacio verde, los baños públicos.
No había ambulancias. No había baños. No había puestos de hidratación. No había condiciones de desalojo.
Finalmente, el juez Fernando Cesari, titular del Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Civil N° 60, cambió de postura y frenó el desalojo de la exfábrica luego de horas de tensas negociaciones entre los habitantes, los oficiales de Justicia y el gobierno de la ciudad. Según pudo saber LA NACION, se habilitó una prórroga seis meses, plazo durante el que funcionaría una mesa de diálogo tendiente a encontrar alternativas habitacionales para los ocupantes del inmueble.
Los 14 oficiales judiciales que dialogaban con enviados del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat porteño le habían anticipado al juez que las condiciones no estaban dadas. Insistieron ante el magistrado, que había ordenado el desalojo del edificio para que restituirlo a su actual dueño, Leonardo Ratuschny. El empresario, que lo adquirió en una subasta realizada en 2010, está vinculado a otras operaciones de compra de propiedades usurpadas para luego transformarlas en hoteles familiares u otros desarrollos inmobiliarios, según coinciden varias fuentes vinculadas al conflicto.
“Nosotros, como grupo de vecinos, intentamos comprar el edificio; hicimos una colecta y pedimos créditos, pero nadie nos prestó ayuda y nos dieron vuelta la cara. Hasta ofrecimos pagar un alquiler mensual entre todos, pero ni eso”, se lamentaba Marcela Rodríguez, quien vive en Santa Cruz 140 hace 17 años con su hija y dos nietas.
“Ganó el empresario, que se quedó con todo y nos quiere sacar. Ahora se encontrará con un edificio remodelado, todo impecable, nada que ver a lo que estaba”, cuestionó Carolina M.H.. Las dos mujeres pasaron la noche en la vereda en la vigilia que se inició ayer para frenar el desalojo. Por esas horas, nadie entraba ni salía del edificio: no querían debilitar la puerta, que estaba sellada por un cordón humano. Desde arriba, desde las ventanas que dan a la calle, otras personas agitaban, se asomaban a las ventanas y se comunicaban a los gritos. También viven en la toma.
La exfábrica Selsa tenía una planta baja y cinco pisos. Cuando entraron los primeros ocupantes se encontraron con el primer piso tomado por la maleza, serpientes, ratas, murciélagos y alimañas. “Trabajamos cuatro meses para dejarlo en condiciones con nuestras propias manos”, recordó Félix Cáceres, un albañil de 67 años con un carnet de discapacidad que le colgaba del cuello. Tiene problemas en la columna, por eso no se movía de su silla.
Esa planta se convirtió en una zona habitable con la creación de 19 departamentos que ocuparon las familias que se sumaron más tarde, producto del boca en boca. El resto se fue acomodando en los departamentos de los pisos superiores, que también necesitaron un mantenimiento. Hoy todo funciona perfecto, dijeron los residentes desde la vereda, aunque no se puede entrar para comprobarlo. Se ven, eso sí, las cámaras instaladas en la fachada como parte de un sistema de seguridad diurno y nocturno, en el que trabajan habitantes del edificio.
Las cámaras no son los únicos logros. Los departamentos también tienen medidores de luz y gas, internet y agua potable. “Todo legal”, presumió María Prada, que llegó al edificio hace 20 años y ahora vive con sus tres hijos y su esposo. Es empleada doméstica, como Marcela, una de las ocupaciones más comunes de los habitantes del lugar. Albañil, vendedor ambulante, soldador, carpintero y gastronómico son las otras.
El funcionamiento del edificio está organizado en una especie de consorcio/cooperativa. De esa forma, se pagan las expensas, se diagrama la limpieza general de la semana (tres días de barrido, dos días de baldeo) y se reparten los turnos de las jornadas de seguridad. Todos los trabajadores pertenecen al complejo: por lo general, adultos mayores, genta fuera del sistema laboral tradicional que pudo encontrar un empleo en el mismo lugar de residencia.
“Aguantar y no ceder, compañeros. El juez está muy duro, ya van dos órdenes que da para que entren con toda la fuerza”, repitió Iliana rodeada de vecinos. Más alejada del ruido, que se encendía con gritos de furia, contó qué es lo que piden las familias. “Es simple: una mesa de diálogo. No pueden borrarnos así de un plumazo, con estas condiciones del tiempo, con niños y adultos mayores que quedarían a la deriva. La idea de una relocalización progresiva sería bien vista y analizada”, adelantó.
Lo que ocurre en la ex-Selsa se replica en otros inmuebles de la manzana formada por las calles Santa Cruz, Uspallata, Monasterio y la avenida Caseros, a pocas cuadras de la sede central del gobierno de la ciudad. De los seis edificios situados en ese perímetro, al menos cuatro están tomados, lo que se presenta como un obstáculo para las negociaciones. “Primero, no tenemos casas para darles a todas las 107 familias; segundo, si les damos casas como solución inmediata, después vendrá todo el resto a pedirnos lo mismo”, analizaba una fuente oficial.
Pero los vecinos no quieren nada regalado. “Queremos pagar por lo que nos den, un terreno o una vivienda. Así como intentamos comprar el edificio en la subasta, podríamos hacer lo mismo con un plan de pagos”, sostuvo Marcela. Lo mismo dijo Félix.
De acuerdo con la información del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat, la sentencia de primera instancia que hizo lugar a la demanda del propietario del lugar es de abril de 2016 y se confirmó en diciembre del año siguiente. Sin embargo, el desalojo aún no se había ejecutado debido a las reiteradas presentaciones efectuadas por asociaciones, legisladores, vecinos demandados y la Procuración General de la Ciudad, que solicitaron la suspensión.
El 25 de este mes, el juez Cesari “desestimó la presentación de la Asesoría Tutelar ante la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo tendiente a buscar una solución habitacional y a la posibilidad de la ejecución del lanzamiento en un corto período de tiempo”. Luego, fijó la fecha de desalojo para hoy.
Como parte del operativo, se rumoreaba en el Parque Ameghino, el propietario había ofrecido camiones para trasladar a los habitantes de Santa Cruz 140 y todas sus pertenencias al lugar que indicaran por la Justicia o la Ciudad. Se quejó por la falta de acción e intentó apurar el trámite. Pero del otro lado de la línea, bajo la lluvia y el humo de la ranchada de la resistencia, le devolvieron indiferencia. Ya a esa hora la posibilidad del desalojo empezaba a naufragar.