Coloso de hierro: El transbordador que une La Boca y Avellaneda volvió a funcionar
La siesta fue larga y algo triste, pero finalmente el coloso de hierro despertó. El puente transbordador Nicolás Avellaneda, un histórico ícono porteño, volvió a funcionar de después de seis décadas de abandono. Su atractiva plataforma colgante conecta, a través del río Matanza-Riachuelo, al barrio porteño de La Boca con la Isla Maciel, en el municipio bonaerense de Avellaneda.
"Ver que vuelve a andar es muy lindo. Es como un pedazo de mi casa -dijo Juan Carlos Linero, un vecino de 78 años que vivió toda su vida en La Boca-. Tengo recuerdos desde los seis años: el puente iba y venía todo el tiempo y yo me lo tomaba siempre con mi papá. Íbamos mucho a la Isla Maciel".
El viaje para unir los 77 metros que separan ambas riberas dura un minuto diez segundos y es gratuito. La plataforma cuelga de lo que asemeja una torre de alta tensión invertida y tiene espacio para 35 pasajeros, pero por la pandemia de coronavirus hoy solo hay 16 lugares disponibles, demarcados en el piso de madera con círculos amarillos. Hay algo solemne en cada trayecto: los pasajeros formados en cuatro filas equidistantes, en silencio, sobrevuelan suavemente y casi al ras las aguas del Riachuelo mientras oyen chirriar los rieles, ubicados 40 metros más arriba.
Son sonidos que cuentan otra época. La de las gigantescas obras industriales de principios de siglo pasado, la del bullicioso puerto de La Boca como organizador de la vida y el trabajo en pleno auge inmigratorio. El puente fue inaugurado en 1914, 12 años antes de que Juan de Dios Filiberto compusiera el famoso tango "Caminito" y cuando Benito Quinquela Martín aún daba sus primeros pasos en la pintura. Fabricado por la compañía británica Earl of Dudley Steel, se trajo desde Europa en trozos y se rearmó in situ.
Durante décadas fue el termómetro laboral de los poblados barrios del sur, al transportar miles de personas por día. Y también carros, caballos, tranvías, autos y camiones. A partir de 1940, con la inauguración a 100 metros de distancia del puente carretero y peatonal homónimo (el Puente Avellaneda de color naranja), poco a poco fue cayendo en desuso. En 1960 quedó fuera de servicio. Hasta ahora.
Susana Almirón vive en Isla Maciel y cruza cada mañana a capital para tomar el 53 hacia su trabajo en Caballito. Suele hacerlo por el puente peatonal o, si está apurada, le paga 10 pesos a alguno de los boteros. Pero ahora, cuando puede, usa el transbordador: "Ya viajé varias veces y está bueno porque llegás al toque y no es tan peligroso como el otro puente, donde a veces la gente cruza por la calle, entre los autos. Me gustaría que esté abierto hasta más tarde".
"Esperamos que cuando pase la pandemia se vuelva turístico y poder ampliar el horario", dijo uno de los operadores. A cargo de Vialidad Nacional, por el momento funciona de lunes a domingo entre las 8 y las 14. En teoría hay viajes cada 15 minutos, pero en realidad depende de la demanda, que es baja: la zona no tiene el movimiento peatonal de otrora y el transbordador se usa mayormente en los momentos en que se cierra el puente naranja para ser sanitizado.
Presente y pasado
La plataforma se controla desde la sala de máquinas, ubicada a media altura entre las torres, del lado capitalino, a metros de la rotonda donde se fusionan las avenidas Almirante Brown y Pedro de Mendoza. En su interior, conviven el presente y el pasado: engranajes titánicos, levas y bielas con reminiscencias chaplinianas ocupan gran parte de la cabina de delicados marcos de madera, y se mueven gracias a un moderno motor eléctrico activado por un panel táctil con una imagen digital del puente.
Para que el desplazamiento sea suave y sin golpes, el puente se engrasa en altura una vez por semana, explicó Sergio Álvarez, del sector de electromecánica de Vialidad Nacional. Y sobre los pasajeros, señaló: "Están contentos porque el viaje es más corto. Hace poco vino un señor con su nieto y le contaba que lo tomaba de chico, cuanto tenía su edad. Nos pidió que le saquemos un montón de fotos. Otro señor de 86 años recordó que subía con los carros junto a su hermano". Para Álvarez, operar la estructura "es un orgullo".
Desde su casa en Isla Maciel, a metros del puente, Raúl David siguió muy de cerca su historia. "Es buenísimo que esté funcionando. Estuvo mucho tiempo oxidado y destruido, lo iban a sacar y con los vecinos juntamos firmas para pararlo", contó este hombre, de 64 años, mientras cruzaba hacia La Boca. Se refiere a lo que ocurrió a mediados de los 90, cuando durante la presidencia de Carlos Menem el transbordador estuvo a punto de ser desguazado y vendido como chatarra ferroviaria.
Poco después quedó definitivamente protegido: en 1995, la ciudad lo declaró de interés cultural y, en 1999, el Gobierno nacional lo sumó a la lista de monumentos históricos nacionales. Un pequeño emblema azul y blanco casi imperceptible demuestra que su importancia es universal: es el Escudo Azul de la Unesco, recibido en 2018, que reconoce al puente como un patrimonio a proteger en caso de conflicto armado. El Nicolás Avellaneda es el único puente transbordador en funcionamiento del continente americano y en el mundo solo hay otros ocho, todos en Europa.
Con la llegada del nuevo milenio, se puso en marcha la restauración, que se demoró muchos años por vaivenes políticos y dificultades técnicas. En 2012, el descubrimiento de un antiguo túnel que cruza el Riachuelo permitió el traslado del gasoducto que pasaba por el puente, allanando la puesta en marcha. En 2017, su primera reinauguración duró un suspiro e incluyó una situación insólita: el transbordador partió de la ribera boquense con 30 porteños a bordo y a la mitad del Riachuelo dio marcha atrás porque en la otra orilla había otro acto político, con colores diferentes. Con ese papelón, el gigante de hierro volvió al olvido.
Los vecinos confían en que este regreso sea el definitivo. Y sueñan con que el puente vuelva a servir para conectar mundos en vez de separarlos. "Ahora no hay clases, pero muchos chicos de la isla vienen a la escuela de Quinquela Martín y seguro que les va a servir mucho", aseguró Linero.
El hombre, que guarda en su memoria los antiguos corsos sobre Pedro de Mendoza y la ubicación exacta de los barcos encallados en ese recodo del Riachuelo y los nombres de los ya inexistentes bares del barrio en los que cantó Gardel, solamente puso un reparo: "Eso sí, sería lindo que lo iluminen. Ponerle unos reflectores de led no cuesta nada y de noche quedaría espectacular. Como si fuera la Torre Eiffel".