Colgado de las nubes: el artesano de las cúpulas que continúa la tradición familiar
El arquitecto Christian Dörfler mantiene vigente el oficio de pizarrero, que iniciaron sus antepasados en Alemania, hace 300 años, y que continuó su abuelo en el país a comienzos del siglo pasado; aquí ya trabajaron en más de 160 obras
La historia se inició en Alemania, hace más de 300 años, y parte del círculo se cerró en 2010, en la cúpula del Centro Cultural Néstor Kirchner, en plena etapa de puesta en valor del Palacio de Correos y Telecomunicaciones. “Desde febrero hasta diciembre de 1922. Rudolf Dörfler, maestro pizarrero”, decía una de las pizarras de laja que halló Christian Dörfler, el nieto de Rudolf, mientras trabajaba en la restauración del edificio. Esa obra del inmigrante alemán dio inicio en el país a una larga tradición que se mantiene en la actualidad.
Aquella pieza de museo se exhibe hoy en el estudio y taller de Christian, en Morón, el último de la familia de pizarreros que se inició en el oficio en 1700, en Europa, y que a través de tres generaciones ya hizo trabajos en más de 160 obras en todo el país. Entre ellas se destacan la cúpula del Congreso de la Nación, el Palacio de Aguas Corrientes, el Palacio Pizzurno y la Basílica de Luján.
A estos artesanos se los llama pizarreros por el material que utilizan, el corazón de sus obras. Se trata de láminas de piedra de laja, de pocos milímetros de espesor, denominadas pizarras, rectangulares en su forma original y que luego se moldean de acuerdo a la figura deseada.
“Los conocimientos se pasaron de generación en generación, eran como secretos. En Europa, donde comenzó todo, para ser pizarrero tenías que haber trabajado muchos años con distintos maestros. Era como una cofradía, una asociación que te daba una especie de título que siempre se otorgaban a miembros de una misma familia”, cuenta Dörfler, rodeado de miles de pizarras importadas de España que usará para restaurar las cúpulas de las estaciones de Constitución y Retiro.
Escapándose de un campo de concentración en Siberia donde estuvo detenido, y tras la devastación que dejó la Primera Guerra Mundial en Alemania, Rudolf, como tantos otros inmigrantes europeos, encontró en la Argentina un lugar donde continuar con el oficio. Durante un año estuvo alojado en el Hotel de Inmigrantes, en el puerto porteño, donde las grandes empresas buscaban mano de obra especializada.
De aquel primer trabajo en el país a los que hoy hace la familia Dörfler cambiaron muchas cosas. Pero la técnica en las distintas etapas de la restauración no se modificó. “Mi abuelo se colgaba de una nube, se ataba con una soguita y subía a cúpulas de 80 metros”, bromea Christian, de 51 años. “Trabajó solo en el edificio del correo durante un año, y nosotros, para restaurarlo casi 100 años después, teníamos un equipo con diez veces más de gente”, agrega, mientras empuña un martillero pizarrero y un anclaux (o brücke), las dos herramientas escenciales para el oficio.
La incorporación de la tecnología, el uso de drones para un diagnóstico previo sobre el estado de las cúpulas o los techos y un equipo de 30 personas no alteraron el procedimiento artesanal. En el taller de la empresa se pueden apreciar partes de las obras: hay moldes de fundición que ya no se utilizan “porque cada pieza es única”, un cordón de aristel (para unir dos faldones, los paños de un techo), un pináculo (la terminación en el centro o los extremos de una torre) y crestas decorativas.
Conocimientos y secretos
Dörfler explica cómo cortar las pizarras de laja rectangulares: apoya una de ellas en el brücke, lo marca con un molde, y con el martillo la pica hasta lograr una punta redondeada. “Mi abuelo traía sus mañas aprendidas de sus maestros y no transmitía sus saberes. En una obra, si por ejemplo aparecía un arquitecto largaba las herramientas y se ponía a hablar de cualquier cosa. Hoy lo que queremos es que los chicos aprendan. Se enseña en el taller, andando”, dice.
Mi abuelo se colgaba de una nube, se ataba con una soguita y subía a cúpulas de 80 metros
Un libro de 255 páginas recorre la historia de los Dörfler, la familia que se dedican a tallar pizarras y restaurar cúpulas, tejados, techos y terrazas. “Es una profesión poco común. No conozco pizarreros en el país que trabajen como lo hacemos nosotros”, resalta Christian.
Las pizarras que se encuentran en los edificios antiguos restaurados provenían de Francia, Alemania, Inglaterra o Escocia, lugares que hoy tienen sus canteras agotadas, salvo algunas que se encuentran a 400 metros de profundidad y son muy costosas. Cada una de las obras puede contar con hasta 50.000 pizarras que se moldean con el martillero pizarrero y el brücke antes de clavarlas en la cúpula. “Después de hacer 1000 ya no te quedan fuerzas para levantar el brazo”, admite.
Hoy, a diferencia de lo que ocurría hace algunos años cuando la primera inspección de las cúpulas se debía realizar en el lugar después de montar cientos de andamios, el relevamiento primario se hace a través de un drone. Luego se efectúa un diagnóstico, un presupuesto, se evalúan los materiales y se cambian los que ya complieron su vida útil. Todo el procedimiento dura entre un año y un año y medio.
Christian y su hermano, Guillermo, llevan adelante la firma de los Dörfler, pero antes dejaron su marca su abuelo y su padre, José Fridolin. El árbol genealógico de la familia en la Argentina llega hasta sus hijas, Katharina, Martina y Ariana. Y con ellas, una incógnita: ¿cómo se mantendrá la tradición pizarrera de la familia? “Estoy tratando de convencer a alguna de mis hijas para que suba a los techos, pero no lo estoy logrando”, bromea Christian. “En Europa, en las guerras, cuando los hombres morían en el frente de batalla –dice–, fueron las mujeres las que continuaron el oficio. Puede servirnos de inspiración.”