Clásicos modernos: los edificios de la segunda mitad del siglo XX que le cambiaron la cara a la Ciudad
La ley de propiedad horizontal disparó una nueva fisonomía de la ciudad, a través de construcciones residenciales en altura, muchas de ellas de calidad estética y estructural, que le brindaron las señas particulares a la Buenos Aires actual
La estética subordinada a la calidad de vida de propietarios e inquilinos, el uso de nuevas técnicas constructivas y el respeto por el entramado urbano son características de los edificios firmados por un puñado de arquitectos reconocidos y construidos durante la segunda mitad del siglo XX en Buenos Aires. De criterio predominantemente racionalista u organicista, se ubican en zonas geográficamente privilegiadas de la ciudad e incluso con mejores orientaciones que las edificaciones de los últimos quince años.
Las unidades que las integran son variadas en su forma, como así también sus propietarios. Existen aquellas típicas para la clase media, que pueden ubicarse en Almagro o Villa del Parque, y las situadas en barrios tradicionalmente más ricos, como Retiro y Recoleta. Sus superficies son consecuentes con ese carácter polifacético: van desde los dos ambientes y los 40 metros cuadrados en promedio, hasta grandes pisos de 400 metros cuadrados o más.
El destino final, por sobre la belleza
Para Iuri Izrastzoff, gerente de la compañía inmobiliaria que lleva su apellido y mentor de Fervor X Buenos Aires, revista digital sobre patrimonio porteño, no hay dudas: estos inmuebles ya son clásicos modernos por sus buenos planos y su calidad probada por el paso del tiempo.
Fernando Fracchia es un testigo privilegiado de esta época de la arquitectura porteña posterior a la sanción de la ley de propiedad horizontal. Socio fundador del estudio Pantoff & Fracchia, también resulta uno de los hacedores que dejaron esta impronta en la ciudad. Con más de 80 años, recuerda sus días universitarios, donde alumnos como él, a la vez que se negaban a la imposición académica del neoclasicismo, tomaban como nuevos gurúes a Frank Lloyd Wright, Le Corbusier, Mies van der Rohe, Walter Gropius, Richard Neutra, Alvar Aalto, Bruno Zevi y Alfredo Casares, entre otros.
“Era necesario -dice- alejarse de la secreta tentación de todo arquitecto de mostrar su realización como una producción plástica sin tener en consideración el destino final de la obra”. Ese destino final no era otro que la vivienda o, eventualmente, el lugar de trabajo, lo que suponía proyectar teniendo en cuenta la importancia de la luz, la circulación y la ventilación, más allá de la belleza exterior.
Junto a Nicolás Pantoff, Fracchia es muy conocido por la Torre Brunetta, también denominada “Olivetti”, edificación racionalista que data de 1961 (Suipacha 1111). Pero existe toda una obra de edificios residenciales de estos dos arquitectos. Arroyo 863 (de 1967) es un ejemplo. Con 20 pisos y llamativos voladizos, originalmente fue construida como torre libre, sin apoyarse entre medianeras. “Por entonces Arroyo no tenía la calidad de calle terminada -detalla Pantoff-. Frente a la boite Mau Mau levantamos la obra, que fue la primera en el radio céntrico que se hizo con la planta baja libre, sin locales”.
Hernán Bernabó, socio de Mario Roberto Álvarez y Asociados, destaca por su parte que todavía en el siglo XXI el nombre del fundador de ese estudio funciona como una marca. “En la segunda mitad del siglo XX hubo que entender las necesidades habitacionales -sostiene- y el diseño se tomó como una herramienta para mejorar las condiciones de vida; la obra, además, debería convivir con el clima y el entorno”.
Nuevos clásicos
Clásicos de Mario Roberto Álvarez (1913-2011) hay de muchas décadas, incluso anteriores a la del 50. A la lista de grandes obras de carácter público o corporativo, como el Teatro General San Martín (1960), se suman y multiplican las residenciales.
La Torre Le Parc, en Palermo, finalizada hacia 1994, es un ejemplo cercano y lujoso, al que se sumó Santiago Sánchez Elía (hijo) para ejercer la dirección de obra. En 1993, con sus 50 plantas ya listas, Le Parc alcanzó la categoría de “edificio más alto del país”; hoy ya no es así, pero se encuentra entre los más elevados.
Otro de las decenas de casos firmados por Álvarez es Rivadavia 4006, que vio la luz hacia 1970. A una cuadra de la confitería Las Violetas, en Almagro, y a media de la estación Castro Barros del subte A, esta pequeña torre de ladrillo a la vista y 14 pisos, dispuesta en la esquina que une a la “avenida más larga del mundo” con la calle Yapeyú, es una típica construcción habitada por la clase media.
Presenta ascensores automáticos, parqué, loza radiante y un sistema de persianas basculantes que permite modular el ingreso de luz y aire de forma vertical y horizontal.
El respeto por el entorno, una de las características de estos clásicos, es notorio en el Conjunto Las Barrancas (1985), del estudio Aisenson. Con dirección en Echeverría 1822-1850, Belgrano, se trata de una torre racionalista de 25 pisos con una serie innumerable de amenities, que se integra con armonía al “caserón de tejas” con que Cátulo Castillo tipificó en 1941 al barrio, y que, en este caso, es el Museo Líbero Badii, que antes fuera el solar de Valentín Alsina.
Insoslayable por su integración al contexto y su impacto estilístico es también la obra de Clorindo Testa (1923-2013), que, como Álvarez, además de haber dejado construcciones monumentales -la Biblioteca Nacional (1962) es una de las más conocidas-, junto a Héctor César Lacarra y Elena Acquarone trabajó, entre otras, una edificación singular, de 10 plantas, en Rodríguez Peña 2043 (1975), que posee una curiosa disposición de sus balcones aterrazados y casi suspendidos en el aire, donde cada piso tiene un par, alternado y en doble altura.
En esta obra se observa el esfuerzo por sobreponerse a las limitaciones del lote y del código urbano. Pero no todo es esteticismo. Las unidades, una por piso, ya desde sus balcones están pensadas en función de la ventilación y la luz, y cuentan con una distribución que separa el sector privado del de recepción.
Para Fracchia, repasar la mirada por estas y otras edificaciones que, en muchos casos, juegan en sus frontis con texturas y colores, supone un consuelo frente a la falta de criterio urbanístico general que, según él, ha presentado la capital de los argentinos a lo largo de más de 100 años. “Porque a Buenos Aires, si se la mira bien, parece que le faltaran algunos dientes”, dice. “La que fue mi mujer solía decirme que a mí no me hacían falta hijos, que para eso tenía a los edificios. Y algo de razón tenía”, agrega bajo la aprobación de su socio de toda la vida.
Ahí están esos hijos de Fracchia, Pantoff, Álvarez, Testa, Aisenson y de cientos más. Clásicos modernos, algunos soberbios, otros cultores de la discreción, que tal vez en tres o cuatro décadas sean incorporados al patrimonio urbano. Por su cierta belleza, por su funcionalidad.
Un catálogo incompleto
Armar una lista de los principales firmantes de estos edificios es imposible sin cometer la omisión o la injusticia. Las fuentes consultadas, sin embargo, coinciden en varios nombres: Mario Roberto Álvarez, Macedonio Ruiz, la saga Aisenson (José, Mario y Roberto), Estanislao Kocourek, Santiago Sánchez Elía, Nicolás Pantoff, Fernando Fracchia, Jorge Hampton, Emilio Rivoira, José Aslan, Héctor Ezcurra, Miguel Baudizzone, Justo Solsona, Eduardo Casado Sastre, Hugo Armesto, Clorindo Testa, Tulio Martini, José María White, Juan Manuel Borthagaray, Berardo Dujovne, Silvia Hirsch, Jorge Fiterman, Carlos Libedinsky, Alejandro Virasoro y Eduardo Saiegh. De todos modos se trata tan sólo de un catálogo incompleto y arbitrario.