Barrios con siesta: vivir como en un pueblo a minutos del Obelisco
Son "islas" dentro de Liniers, Flores, Agronomía o Núñez; en sus calles todos se conocen y todavía se juega a la pelota en las plazas
A dos cuadras de la estación Liniers, el tumulto y el tránsito de la avenida Rivadavia de pronto se apagan, y el paisaje se transforma en un conjunto de casitas bajas, separadas por un laberinto de pasajes con nombres de flores, como Mburucuyá, y de pájaros, como El Zorzal. Por la esquina de Cosquín e Ibarrola pasa Lucas Guillén, de 23 años, junto a su perro. Como desde hace más de una década, quedó en ir a jugar a la pelota con sus amigos en la plaza y, más tarde, en ir a cenar a lo de su abuela.
"Acá nos conocemos todos los vecinos, es muy tranquilo", explica Josefina, la abuela, mientras conversa con su nieto en la vereda. Lucas trabaja en un estudio contable a la vuelta de su casa, a media cuadra de lo de sus tíos y a no más de cinco o seis de lo de sus amigos de la infancia. "Lo más común en verano es cortar un pasaje y hacer un asado o jugar a la pelota", dice.
Se trata del barrio "De las mil casitas", construido en la década del 20 para los empleados ferroviarios, y en el que, al igual que en otras zonas de Buenos Aires, todavía se encuentran retazos de la vida de otros tiempos, donde los vecinos se conocen y el horario de la siesta se respeta.
Además de la plaza, otro de los puntos de encuentro del barrio es la carnicería de Carhué y Tuyutí, que durante la semana cierra a la hora de la siesta. El trato con los clientes es personal, y mientras prepara los cortes, Cristian Tarsitano, el encargado, contesta los pedidos por teléfono para el asado del domingo. "A ver qué te puedo conseguir, Norberto", responde.
A dos cuadras de allí, vive Graciela Escudero, una vecina de 62 años. "El que viene a Liniers no se va más: la mayoría somos propietarios y las casas son de buena calidad", cuenta, y aclara que hay "998 casitas, y no mil".
"En verano paseo el perro por la plaza a las 12 de la noche y no me da miedo, aunque no estamos exentos de la inseguridad", dice Graciela.
Oscar Magnífico, otro vecino, explica que suele haber arrebatos desde motos y robos a ancianos. "Se aprovechan y les hacen el «cuento del tío»", relata.
Bajando unos 5 kilómetros por la avenida Rivadavia, a cinco cuadras de la plaza Flores, se conserva la casa del poeta Baldomero Fernández Moreno, en la esquina de Rivera Indarte y Bilbao. La casona es la puerta de entrada a otro barrio de casas bajas con entradas adornadas con macetas y flores y con ropa colgada en los balcones, que también fue planificado como vivienda social en los años 30, llamado Esteban Bonorino.
Nilda de la Fuente, una vecina que es ingeniera y va camino al trabajo, explica que en el barrio "se vive con tranquilidad, a seis cuadras del centro de Flores. Los domingos a la 1, si no ponés el despertador, no te levantás, porque no pasa un auto". En el barrio no hay semáforos ni ruido de colectivos, ya que todos circulan por las avenidas Varela o Carabobo.
Para encontrar comercios también hay que acercarse a esas grandes arterias, o cruzar la autopista 25 de Mayo hasta llegar a la avenida Eva Perón. En la esquina de Zuviría y Fabre, Héctor Pianarosa, un joyero pensionado, pasea a su perro y se para a saludar a otra vecina que va a hacer las compras. Héctor cuenta que "antes de las 16 el barrio duerme la siesta, y hasta los supermercados chinos cierran", aunque aclara que "por la inseguridad, instalamos timbres de alarma y luces automáticas en las casas".
La panadería Santa Clara, en la avenida Asamblea y Nepper, de Bernardo Bértola, conserva los muebles y las vitrinas antiguas y también cierra al mediodía. El local lleva el mismo nombre de la iglesia ubicada a pocas cuadras, cuya cúpula despunta entre los techos de las casas bajas. Mientras tanto, en las cortadas, los testigos de Jehová se reparten en grupos en las veredas angostas para predicar puerta a puerta.
En el límite entre Agronomía y Villa del Parque se encuentra el barrio Rawson, un apacible triángulo delimitado por la Facultad de Agronomía, el club Comunicaciones y la avenida San Martín. Después de las 9 de la mañana, los únicos ruidos que se oyen son el canto de los pájaros y el trajín de Alberto Clarembeaux, que limpia la entrada de uno de los nueve edificios de tres plantas del barrio. Herminda, una jubilada que viene de hacer las compras en la avenida, dice al pasar: "Ahí no me mudo ni loca".
Dentro del barrio no hay comercios. El único almacén, ubicado frente a la plaza y al que fuera el departamento de Julio Cortázar, donde el escritor pasó su juventud, cerró en los años 90. Por allí pasean Víctor Palermo junto a su pareja, Alejandra, y su hijo Felipe. "La tranquilidad es el primer atractivo del barrio, y que los vecinos luchen para que los chicos no pierdan un lugar donde jugar", dice Víctor. Palermo es el propietario del viejo almacén, y asegura que en los próximos meses se va a abrir un café.
Alberto Delfino, un ingeniero jubilado que vive en el barrio desde chico, asegura que "es un microclima dentro de Buenos Aires. Hoy vive la cuarta generación de los primeros propietarios y sigue siendo un barrio de clase media, aunque ya no se acostumbre festejar los actos patrios como antes. Eso se perdió". Desde la ventana de su casa se ve un vivero en el descampado de la Facultad de Agronomía. En la cuadra de al lado, una vecina que sacude una alfombra desde la ventana del primer piso conversa con otra que sacó a pasear al perro.
En el barrio conocido como Bajo Núñez, a un costado de las avenidas Libertador y General Paz, todavía se conservan las casas de no más de tres plantas, aunque, como aseguran Graciela D'Amico y Demetrio Borja, los dueños de un taller en Ruiz Huidobro y 3 de Febrero, en el último tiempo la zona cambió. "Todavía sigue siendo barrio y parece que viviéramos como hace cien años: ves a los abuelos, a los padres y ahora a los nietos. No hay negocios, pero cada vez hay más tráfico y oficinas."
Sin embargo, todavía subsisten algunas tradiciones. Al final del Pasaje Cerrillos, contra las vías del tren Mitre, hay un santuario de la Virgen de San Nicolás al que las vecinas van a rezar todas las tardes. Al lado hay otro del Gauchito Gil. "No es un pueblo, pero la feria de la plaza [Lima, ubicada en Arias y Cuba] es el espacio de sociabilización del barrio", cuenta Paola, quien hace dos años se mudó al barrio con su pareja y su hijo, en busca de un lugar más tranquilo. Sobre Arias, Susana, una vecina, pasea junto a su nieto. "Todavía se puede salir en paz, y este año volvió el Carnaval, que me hizo acordar a cuando éramos chicos y jugábamos a tirarnos baldazos de agua en la vereda."
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