Arte en los paraguas: un taller de Boedo hace resurgir piezas
La sombrilla es de tela blanca, broderie o plumetí, liviana pero no impermeable, de flores silvestres, agujeros diminutos y empuñadura de madera clara. No parece haber sido hecha para el uso, sino para ser observada como algo misterioso y bello. A diferencia del sonido metálico que hace un paraguas al abrirse, las varillas de esta apenas suenan, como un suspiro, y la sombrilla se despliega para proteger del sol.
Quien la abre es Elías Fernández, su artesano. La armó con piezas que encontró entre la mercadería de su taller. La tela, la empuñadura, la vieja armazón alemana. Ninguna existe ya en el mercado.
Elías tiene 85 años, 72 de paragüero. De pelo blanco, ojos pequeños y alegres, es español, de Orense. Llegó a Buenos Aires el 16 de enero de 1950 en un barco de nombre Tucumán que 18 días antes había dejado Galicia. El Tucumán había trasladado heridos durante la Segunda Guerra y entonces, en sus largos pasillos al vaivén del mar, llevaba a cientos de inmigrantes españoles.
"Era invierno y había marea. Bajamos en Canarias y mirá si estaba mareado: me tuve que agarrar a un poste de luz porque el mundo se me venía encima", describe.
Tras llegar a una calurosa Buenos Aires, Elías se fue a vivir con sus primos, paragüeros de oficio, a Ranelagh y consiguió un puesto en la Papelera Argentina. Cinco años después, cansado de aquel trabajo, les pidió un atado de paraguas para vender en la calle. Él había estado mirando -mirando, repite, mirando- cómo confeccionaban y reparaban telas, varillas, puños, tacos.
Con el atado al hombro, caminó Bernal, Berisso, La Plata y Berazategui hasta que en 1957 se casó y fundó su propio negocio. Su esposa y él cosieron y cortaron moldes: "A fuerza de estropear paraguas aprendí a arreglarlos. El asunto de las composturas es algo artesanal; la confección es otra cosa, no se aprende de un día para otro", dice.
Recuerda, con serenidad, sin dejar asomar la nostalgia, que antes había fábricas para cada una de las piezas que son, aunque no se advierta, muchas. Galpones donde la costura se hacía a mano y una persona se encargaba de enhebrar las agujas. Solamente eso: enhebrar. Los paraguas eran negros -recién en los 70 vendrían las telas de color-, incluso los ingleses que importaban en menor medida, y podían durar hasta 50 años. "Hacíamos paraguas -dice Elías- para la eternidad."
El reloj de pared de la Paragüería Víctor, el local de toldo bordó que Elías inauguró en 1979 sobre la avenida Independencia 3701 y llamó así en honor a su hijo, anuncia dos campanadas. Él está detrás del mostrador y, a su espalda, como gendarmes en posición de firme, los paraguas. Algunos son de bastón largo, otros plegables, la mayoría gris o negro. Unos cuantos, de color amarillo, verde, púrpura, de rayas y puntos, permanecen abiertos en los ventanales. También hay billeteras, bastones y abanicos. Y en el sótano, el taller, al que cada mañana Elías acude a hacer reparaciones.
"Me voy a la facultad -se despide-. ¿Sabes cuál es? Ir a jugar cartas o dominó al Centro Galicia de Buenos Aires en la calle Bartolomé Mitre."
Entonces Víctor, el hijo, que continuó el oficio, inicia un recorrido por los cambios de la industria. En los 70 llegaron paraguas de Taiwán, después trajeron telas italianas. Corea fabricó, pero pronto se quedó fuera del mercado. Desde hace 20 años la producción mundial de paraguas es china. Las mejores firmas, de calidad indiscutible, los compran allí.
Pero a veces, valiéndose de repuestos antiguos, Elías Fernández, el padre, confecciona uno por su cuenta.