Aferrarnos a lo que nos hizo felices en la infancia
La heladería Olímpica, adonde los últimos años habré ido a tomar chocolate amargo un promedio de cuatro veces por semana, cerró para siempre hace menos de un mes. Después de pasar toda su vida ahí, su dueña, Lea, decidió vender el local y disfrutar de una merecida jubilación. Nadie entendió mi tristeza. No es sólo el helado, el de chocolate hecho de Fénix negro y el de fruta elaborado con fruta de la verdulería de la vuelta. Es más que eso: estaba desde hacía 50 años, te atendía Lea, hija de los fundadores; su sobrino Yoni me mandaba un mail para avisarme a qué hora pasar para degustar el chocolate amargo recién salido de la máquina (el helado, como el jugo de naranja, se oxida). Hice muchas reuniones de trabajo ahí. Me sentaba al sol de la Avenida de Mayo a compartir un helado con Laura Alonso, Federico Pinedo, Carmen Polledo, Pablo Avelluto, o a entretenerme solo con el pasar de la gente.
El cierre de Olímpica me hizo recordar a mi abuela Maruja, que me llevaba a otra heladería, El Lido, en la esquina de donde vivíamos. Íbamos un par de veces por semana. Siempre le decía al heladero: "Éste es mi nieto", seguido de alguna cosa que podía ser que había jugado bien al fútbol ese fin de semana, o ganado un partido de tenis, o sacado un diez en alguna prueba. Me daba un poco de vergüenza. En especial cuando yo ya tenía veintipico y ella pregonaba: "Y estudia en Harvard". Un día llevé a El Lido a una novia norteamericana. Cuando llegamos, los heladeros estaban tratando de sacar un gato callejero, naranja y cabezón, que se les había colado. Mi novia lo metió en una caja, lo bautizo Tío y a la semana ese gato estaba viviendo en los Estados Unidos. Cuando El Lido dejó su equina para hacerle lugar a un pinturería, sentí que el mundo se había vuelto más feo.
Cuando me preguntan dónde me gusta ir a tomar un helado de chocolate amargo, ya que no tomo de otra cosa, digo Cadore e Il Trovatore. Pero para mí el helado es inseparable de la heladería y de las personas que la atienden, y aquellas dos no me quedan muy a mano. No hay tantos países donde la gente salga a tomar un helado; en otros lados se compra un pote en el supermercado y se come en la casa. Acá se sale con amigos, mujer, abuela, nietos. Incluso hasta altas horas de la madrugada. Es único.
Hace un tiempo ya que entre mis amigos voto por salir a tomar un helado antes que ir a un bar. Al principio me cargaban, pero ya van varias veces que la heladería gana la votación. Tal vez, al ir poniéndonos menos jóvenes, buscamos aferrarnos a lo que nos hizo felices en nuestra infancia.
El autor es secretario de Integración Federal del Ministerio de Cultura