Vivieron un año arriba de un velero conociendo lugares deshabitados y paradisíacos por todo el Caribe; cuáles son los desafíos de una vida permanente en el medio del mar
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Camila Macaya es prueba viviente de que todo momento de tragedia es también una oportunidad. Ella y su novio Igor estaban transitando la pandemia en Río de Janeiro -uno de los epicentros del Covid-19- cuando se les prendió la lamparita de hacer un cambio drástico en su estilo de vida. “Estábamos sin trabajo, con ahorros y el sueño de comprar un barco e irnos a viajar por ahí”, cuenta la joven de 28 años. “Había pocas excusas para posponerlo y miles de pretextos para animarnos a cumplirlo”, agrega.
Entonces dijeron “es ahora” y sacaron un vuelo a Miami y de ahí a Antigua y Barbuda -por las restricciones de ese momento, esa era una de las únicas combinaciones para viajar en avión-, donde compraron un Vinaka (que significa “gracias” en fijiano) de 40 pies. No tenían demasiada experiencia navegando y tampoco habían visto al velero en persona, solo en fotos; pero sí tenían un presentimiento de que todo se iba a dar bien.
Y así fue. De a poquito pero con ganas empezaron una vida nueva arriba de una nave que aprendieron a llamar hogar. Al principio salían a navegar en viajes de pocas horas, hasta que se fueron dando cuenta de que cada vez se animaban a más. Su primera travesía a mar abierto duró cinco horas, de Antigua a Barbuda; y su primer tramo largo fue de 14 horas, de Antigua a Saint Martin. “Salimos a las cinco de la mañana y vimos el amanecer en el medio del mar. Ver el sol nacer después de una noche larga es increíble. El cansancio se va de golpe y te quedás contemplando el momento como si nada más importara”, cuenta.
Y así fue como en el medio de una guerra silenciosa de un virus contra la humanidad, con vuelos cancelados, histeria, miedo apocalíptico, cuarentenas obligatorias y parálisis de la vida social, Macaya empezó una vida en pleno contacto con la naturaleza, con el momento presente y por sobre todas las cosas con el mar.
Levantarse en una isla virgen
Un año anduvieron de acá para allá en el Caribe. Tocando distintos puertos y recorriendo distintas islas pero siempre durmiendo arriba del velero, pasaron por St Barths, Saint Martin y finalmente llegaron a Panamá, después de 10 noches a mar abierto. Ahí estuvieron en Bocas del Toro, Escudo de Veraguas, San Blas -una isla casi desierta en en el archipiélago de Guna Yala-, y luego cruzaron el Canal de Panamá e hicieron base en el lado del Océano Pacífico un mes, antes de concluir la travesía.
“A través del velero podés acceder a lugares que no se te ocurriría ni pisar haciendo turismo convencional”, explica la viajera. “Navegando podés meterte entre islas y decidir hacer noche en una isla virgen sin civilización, en un paisaje soñado”.
Una sociedad en el agua
Macaya hace énfasis en el sentido de comunidad que se genera entre los viajeros acuáticos. “El mundo del mar es como una familia. Te ven queriendo anclar y te ayudan. Se acercan a tu barco y te explican cómo tenés que hacer”, cuenta.
Ella y su novio viajaron siempre de a dos pero se hicieron muchas amistades, y no tan distintas a las que se gestan en tierra firme. “Cuando parás en la bahía la marina pasa a ser tu barrio y los que anclan al lado tuyo pasan a ser tus vecinos. Y te juntás, como harías con tus amigos en casa, a veces en tu barco y a veces en el de ellos”, relata. “El escenario social pasa a ser 100% arriba del barco. Es muy loco y muy lindo”.
Vivir en bikini y hacer turnos para dormir
Las necesidades de una vida arriba de un velero son muy distintas a las de la vida urbana. Prioridades como las de la ropa y la plata se cambian por las del protector solar y el agua potable.
“Vivís descalza y en bikini y no gastás en salidas”, señala la aventurera. “De repente sos autosuficiente en todo y sos vos la encargada de conseguir luz y agua. Teníamos tres paneles solares grandes y dos tanques que recargábamos en cada marina, o con el agua de lluvia. Y si bien estábamos bien con los recursos que teníamos, sabíamos que todo era finito”.
Por otro lado está el tema de la comida, que nunca puede faltar. “Es como una misión de guerra. Siempre calculás comida para más días de los que vas a estar arriba porque nunca terminás de saber qué puede llegar a pasar; los alimentos en su gran mayoría son no perecederos”, explica.
A esto se suma un kit de primeros auxilios para llevarse en caso de tener que abandonar el barco. “Nos han agarrado tormentas nocturnas que ponen a prueba tus capacidades para -literalmente- capear el temporal. Casi siempre son a las tres de la mañana, cuando ya estás cansado y no tenés ganas de hacer nada más, pero no te queda otra”, relata con franqueza y agrega: “El mayor peligro es que se te rompan las velas, porque son tu motor”.
En otras palabras, todo sueño tiene su rincón poco idílico; y vivir en el medio del mar implica aceptar que la nueva base del propio hogar es una fuerza de la naturaleza que le escapa al control humano. Como bien sintetiza Macaya: “Estás a merced de las olas y del viento, dos factores muy impredecibles”.
Trabajo en equipo
Además de la sociedad que se crea en el agua entre barcos está la sociedad dentro de la propia nave, y para que funcione hay reglas que deben respetarse y roles que tienen que jugarse. “Es demandante. Lleva mucho trabajo físico, mental y en equipo”, confiesa.
Si bien ya existen sistemas de “navegación automática”, que le permiten a uno desentenderse parcialmente de la tarea del timón, es fundamental que alguien esté siempre atento al viento y a sus posibles cambios, para poder manejar las velas a tiempo. Con su novio hacían turnos de tres horas para dormir.
Todo esto tiene que leerse considerando que el barco está en constante movimiento. “El cuerpo está todo el tiempo buscando el equilibrio en una plataforma que nunca está quieta. Me pasó que cuando pisé tierra después de días en el agua, me encontraba moviéndome de un lado a otro. Mi cuerpo se había acostumbrado a hacer ese movimiento para mantener el eje”, recuerda Macaya. “Es una atmósfera estresante”.
Así y todo, las vistas lo valen. “Ver la evolución del día desde el agua es mágico. Se vive en paz y en armonía con el entorno”. Frente a la pregunta de qué fue lo más lindo que vio no duda en responder que navegar con delfines. “Ellos juegan con el velero. De golpe ves una manada en la punta del barco, como si estuvieran haciendo una carrera entre ellos y con el barco. Y vos sos parte de todo eso”.
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