Lejos de ser un medio de transporte exclusivamente masculino, la pasión por las motos es un fenómeno que atrapa a miles de mujeres argentinas; sus historias y los recorridos que realizan
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“Mi moto me sacó de la miseria”. Cada vez que se baja de su moto, Silvina Milossevich le agradece por traerla a su casa sana y salva: “Ya sé que es inanimada, pero me conecto con ella como si fuera una extensión de mi cuerpo”.
Milossevich tiene 55 años, cuatro hijos y tres nietos. Es maestra jardinera y cuando necesita ahorrar trabaja de tanatóloga en el poder judicial. Los fines de semana coordina un country en Escobar, y cada momento libre lo vive arriba de la moto. Con ella está la génesis de Moteras Libres de Buenos Aires, una agrupación de motoqueras que hoy cuenta con 200 mujeres -de todas las edades y de todos los contextos- que salen a rodar una vez cada 15 días. A veces hacen picnics, otras visitan pueblos a 200 km de la Capital, a menudo colaboran con causas solidarias, y en ocasiones especiales recorren el país de punta a punta y de lado a lado.
Para ella, el mundo de las motos llegó hace 42 años, a sus 14, y se convirtió en su gran pasión. “Mis padres no estaban de acuerdo, éramos de Tigre y no había mucha gente. Yo trabajaba en un taller de cerámica y empecé a ahorrar hasta juntar lo suficiente para comprarme una usada. Estaba hecha bolsa, pero la arreglé y quedó tan bien que la pude vender, juntar más plata y comprarme otra”.
Entre mudanzas, divorcios y cambios de profesión, hace ya 13 años llegó el día en el que Milossevich se encontró con la que hasta el día de hoy sería su gran amor: una Gilera L150, o “La Chancha”, porque es enorme, pesada y roja. “Me querían vender un scooter porque soy muy lauchita, pero yo amo las motos grandes”, cuenta Milossevich, que mide 1.60 y pesa 48 kg, pero insistió en tener una moto de 140 kg, con la que, entre idas y vueltas, cumplió 3300 kilómetros de recorrido a lo largo y ancho del país.
El mito del motociclista hardcore
En la Argentina hay múltiples agrupaciones de motoqueros y motoqueras, y las actividades que se llevan a cabo con ellas abarcan mucho más de lo que uno se imagina. “Somos todos profesionales con vidas separadas y nos juntamos a compartir una pasión”, resume Milossevich.
Una de las costumbres de los grupos es organizar acciones de ayuda para asistir a la gente en situación de vulnerabilidad. Después de los incendios del Iberá, en Corrientes, por ejemplo, fueron varias las que llevaron a cabo colectas de mercadería y comida para colaborar con las escuelas afectadas.
Otro de los planes recurrentes es visitar pueblos de la provincia de Buenos Aires, algunos más populares y otros casi deshabitados, entre los que están San Antonio de Areco, Carlos Keen, Luján, Capital Sarmiento, Lobos, Ensenada y Berisso, por nombrar unos pocos. El concepto es almorzar, pasar la tarde y volver. “Son pueblos que a veces están recontra abandonados y cuando caemos con manadas de 30 motociclistas se reactivan completamente”, comparte Milossevich.
“La gente de los encuentros no se alinea con la típica idea del motociclista heavy metal, barbudo, malo y peleador. Hay códigos, pero no reglas fijas. No usamos ropa negra porque somos hardcore. Usamos ropa negra para no ensuciarnos, es una decisión práctica, porque arriba de la moto te llenás de toda la contaminación que normalmente se pega en los autos”, explica Milossevich. Por otro lado, lejos de estar relacionado con la muerte, las calaveras buscan representar la igualdad humana, explica. “La calavera es lo que todos tenemos adentro, sin distinción de sexo, color, religión o ideología política”, desmitifica.
Mujer con M de Moto
Antes de sumarse a los grupos de mujeres, Mónica Collazo se juntaba a andar en moto con hombres. “Pasé 30 años de mi vida hablando de motos y solo de motos. Los hombres se la pasan mirándose las motos los unos a los otros, analizando si falta un tornillo o si un modelo es mejor que otro. Con mujeres hablás de motos, sí, pero también de mil cosas más”, cuenta Mónica, que a partir de un viaje internacional de moteras en 2019 se dio cuenta de que existían miles de mujeres que compartían su pasión, y no dudó en cambiarse de bando.
Collazo tiene 72 años, varios departamentos en alquiler, y una 750 Honda Shadow de 300 kg que pidió que le trajeran desde Japón, y que se lleva las miradas de todos cada vez que la estaciona. Del grupo es la que tiene más trayectoria y kilómetros hechos –más de 400.000 km seguro- entre la Argentina, Europa, Australia y Estados Unidos. Varios la ven como la sucesora de Nelly Iglesias, la primera mujer que obtuvo un registro profesional en el país.
“Me separé de mi último esposo y empecé a salir con uno que tenía moto. La primera vez que me llevó atrás fue amor instantáneo (con la moto)”, cuenta Collazo con humor. Eventualmente, su aventura con el hombre llegó a su fin, pero su historia con las motos recién empezaba.
Entre varias anécdotas amorosas, Collazo tuvo un novio al que le pidió que se olvidara de ella los fines de semana, porque los quería libres para andar en moto. ¿Qué hizo él? Se compró una, pero apenas se separaron no dudó en venderla. “Fue muy obvio el hecho de que para él no era una pasión, sino acompañarme en la mía”.
Además de darle kilómetros, los años le dieron experiencia, y podría decirse que finalmente se topó con el compañero ideal, de 72 años, como ella, con el que recorre el mundo montada en dos ruedas. “Antes tenía maridos sin moto, ahora tengo novios a través de ellas”, concluye.
Hasta que la muerte las separe
Temible pero esperable, andando en moto es difícil salir ileso, y la historia de Milossevich no es la excepción. Hace ya cuatro años una persona que manejaba su auto mientras mensajeaba con el celular se la llevó puesta, le rompió la pierna izquierda y la dejó siete meses sin caminar, aunque lo que más le dolió fue estar siete meses sin moto. “Lo primero que hice cuando me levanté fue subirme. La gente me pregunta si después de lo que pasó la sigo queriendo”, hace una pausa y se ríe antes de responder: “No la quiero, la adoro”.
Collazo tampoco queda exenta. Hace dos meses le pusieron una prótesis de titanio en la rodilla y casi que entró al quirófano sobre ruedas. “Anduve en moto hasta el último momento que pude”, cuenta dejando ver la ansiedad que tiene por que le den el alta para volver a montarse. “La moto te mantiene joven porque te maneja el espíritu. Si decidís colgar el casco y quedarte quieta te convertís en una viejita. Todas las moteras que conozco murieron andando en moto, ninguna la dejó por la edad”, asegura la veterana de años, pero no de alma, confiando en que contar eso es dar fe de la existencia de una forma única de vida.
“El andar en moto es hasta que el cuerpo te aguante. Mientras puedas sostenerla y no se te caiga no la vas a soltar”, confiesa Milossevich.
El transporte hacia la felicidad
Entre el nacionalismo, la independencia y las ganas de estar vivo entra la pasión por las motos. “Andar en moto es agarrar ruta, parar, tomar unos mates, vivir la naturaleza, vivir el país”, reflexiona Milossevich, quien cuenta que gracias a este medio pudo conocer lugares recónditos, personajes sorprendentes y relatos inolvidables. “Es meterte en lugares en donde no hubo nadie. Lugares que pasando con el auto y por la ruta de abajo, pasan desapercibidos”.
Para Milossevich, entusiasta de encarar travesías sola, lo más apasionante de ser motoquera es la libertad que da cada viaje. “Adentro de mi casco hablo, canto, lloro, hago terapia y me emociono con los paisajes de la República. Yo me subo a la moto y soy otra”. Su próximo objetivo es hacer la Ruta 40, de punta a punta, con La Chancha.
Para Collazo, el viento en la cara y eso de luchar contra las fuerzas de la naturaleza arriba de la moto es de lo más lindo, pero lo que la enamora es el ir. Fiel a la filosofía de disfrutar cada momento del camino en lugar de ansiar el destino, Collazo cree que en el transporte está la felicidad. “Llegar está bueno, pero ir es mejor. Me decís 500 km en auto y te pongo mala cara, pero me decís 5000 km en moto y salgo”.
Su hermano no entiende el por qué. Por qué, teniendo un auto divino, Collazo prefiere ir en moto, incluso cuando eso significa mojarse, ensuciarse y posiblemente resfriarse, debajo de la lluvia. Para ella, y como para otras mujeres que viven la pasión de las motos como un estilo de vida, ser motociclista es una marca personal del alma, que trasciende lo racional: “Si tengo que explicártelo no lo vas a entender”.
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