Lo que se requiere para cambiar la dinámica es un shock de confianza; eso permitiría iniciar un ciclo virtuoso de crédito, consumo e inversión
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El debate sobre los “brotes verdes” volvió a surgir. Así como a mediados de 2016 los economistas discutíamos si ya había indicios de un repunte económico, ahora debatimos sobre la forma que tomará la recuperación de la economía. La disputa es una sopa de letras. Algunos argumentan que tendrá forma de “V”, con una caída rápida seguida de una recuperación igual de vertiginosa. También puede ser una “U”, en la que la recesión se alarga durante un tiempo. Una versión modificada de la “U” es la llamada “logo de Nike”, en la que la recesión persiste un tiempo, pero el repunte es más lento que en una “U”. La alternativa más pesimista sería que tome forma de “L” un poco inclinada, en la que la economía queda operando en un nivel bajo por un tiempo muy prolongado. Hay otras posibilidades, como las recuperaciones en forma de “W” y de “K”, pero las dejamos de lado para no marear.
Lo cierto es que, por el momento, no hay ningún indicio de que la recuperación tenga forma de “V”. La economía cayó en picada en los últimos dos meses de 2023, con contracciones intermensuales de 1,6% en noviembre y 3,1% en diciembre. Los datos de enero y febrero sugieren, sin embargo, que, excluyendo al sector agrícola, la actividad habría continuado operando en un nivel bajo. Estamos, en el mejor de los casos, en el valle de la “U”.
Según FIEL, la producción industrial cayó 0,8% intermensual en enero y 3,8% en febrero, quedando así 7,1% por debajo del nivel de febrero de 2023. Desde la producción de acero hasta la de autos tuvieron retrocesos adicionales en el primer bimestre con respecto a 2023. Los despachos de cemento, que se contrajeron cerca de 13% interanual tanto en diciembre como en enero, se desplomaron 23,4% en febrero.
Los datos del lado de la demanda tampoco son alentadores. Las ventas minoristas de pymes, que venían cayendo cerca de 3% interanual hasta noviembre, se contrajeron 13,7% en diciembre, 28,5% en enero y 25,5% en febrero, que tuvo más días hábiles por ser año bisiesto, según CAME. Las ventas en supermercados, autoservicios y shoppings retrocedieron 13,8%, 8,1% y 21,3% año contra año en enero, según el Indec. Las dos primeras cayeron contra diciembre. La venta de nafta, que creció en el último trimestre de 2023, bajó 6,1% interanual en enero y 4,2% en febrero.
El Índice Líder (IL) de la Universidad Di Tella resume bien el estado de situación. Los índices líderes o adelantados buscan anticipar cambios de tendencia en el ciclo económico y, si bien hay que tomarlos con calma, los números en este caso son más que elocuentes. El IL cayó fuertemente no solo en diciembre, sino también en enero y en febrero. Según el Centro de Investigación de Finanzas, que calcula el IL, la probabilidad de salir de la fase recesiva en los próximos meses se ubica en el 0,03%. Los decimales son una ofrenda para quienes nos acusan a los economistas de no tener sentido del humor.
La pregunta es entonces qué va a sacar a la Argentina de la recesión. El sector agropecuario, y algunos rubros que se benefician de él, como el transporte por camiones, sí están en crecimiento. En enero ya debe haberse expandido en una cifra de dos dígitos contra enero de 2023. El desarrollo del sector agrícola en los siguientes meses, especialmente durante el segundo trimestre, va a ser colosal: crecerá a tasas de al menos 50% en promedio entre abril y junio, ya que la cosecha de soja va a subir 150% y la de maíz 66% con respecto a 2023. La suba es tan fuerte que quizás empuje al indicador de actividad total hacia arriba durante esos meses. Pero difícilmente sea suficiente para sacar al resto de la economía del letargo. Se requieren fuerzas adicionales, porque otros sectores la van a seguir tirando para abajo.
La inversión no va a liderar la recuperación de la economía. Es más, es probable que caiga fuertemente este año. La inversión está compuesta por la construcción pública y la privada, tanto residencial como comercial e industrial, y por la compra de maquinaria y equipos. La obra pública está muerta. El gasto de capital del Gobierno nacional cayó 53% interanual en términos nominales durante los dos primeros meses del año, que se compara con una inflación promedio del 266% en el mismo período.
Pero la obra pública no es el único sector de la construcción en problemas. La rentabilidad de los proyectos de construcción se desplomó en los últimos meses. En un país sin crédito hipotecario y muy dolarizado, el incentivo a construir lo da la diferencia entre el precio de las unidades terminadas y el costo de construcción, las dos medidas en dólares, ya que quienes construyen utilizan ahorros en esa moneda. Y, si bien el precio promedio de los departamentos en la Ciudad de Buenos Aires cayó 19% en dólares durante el gobierno de Alberto Fernández, el costo de construcción medido al CCL se fue en promedio a la mitad que durante el mandato de Mauricio Macri, incentivando la construcción los últimos años. Sin embargo, el costo de la construcción medido en dólares aumentó más del 70% entre el tercer trimestre de 2023 y el primer trimestre de 2024. Es probable que, si todo sale bien, el precio de las unidades finales suba, pero este proceso lleva tiempo. Y falta mucho para que el crédito hipotecario pueda volver a crecer en forma sustancial. Mientras tanto, es probable que el sector siga relativamente deprimido.
El resto de la inversión, excepto en algunos sectores como petróleo y minería, o grandes proyectos que dependen de la energía barata, difícilmente repunte en 2024. El uso de la capacidad instalada en la industria se encuentra en niveles no vistos desde la pandemia o, antes de eso, desde la crisis de 2002. ¿Quién va a querer expandir una planta que está utilizada solo en un 60%?
Las exportaciones, salvo las agrícolas, el litio y el petróleo, difícilmente empujen la actividad. En primer lugar, las exportaciones no primarias son muy bajas como porcentaje del PBI. Este es el resultado de décadas de intentar “vivir con lo nuestro”. Exportamos poco e importamos poco. Es decir, por más que crezcan fuertemente, su impacto en la economía sería bajo. Además, es difícil que se expandan demasiado. La baja inversión de las últimas décadas y los elevados costos laborales e impositivos tornan a una buena parte de la industria en poco competitiva. En el corto plazo, un tipo de cambio alto podría proveer un incentivo temporal a exportar. Pero la inflación de los últimos meses ya se comió gran parte de la devaluación de diciembre.
Quedan, como potenciales motores de la recuperación, el gasto público y el consumo privado. Del primero tenemos que olvidarnos. Quizás suba algo cuando la licuación de jubilaciones y transferencias a las provincias se atenúe. Pero, en términos generales, lo más probable es que el gasto público reste al crecimiento de este año.
En tanto, el consumo privado se desplomó al compás de la fuerte caída de los salarios reales. Las negociaciones salariales seguramente permitan recuperar parte del poder de compra de los asalariados. Del otro lado, sin embargo, los va a estar esperando el Gobierno con subas de tarifas y la restitución del impuesto a las ganancias personales. Además, es muy probable que la caída en las ventas dispare los despidos, que puede ayudar a deprimir aún más el consumo. Por otro lado, a medida que pase el tiempo, el peso de otro impuesto, el inflacionario, se irá reduciendo fuertemente, alivianando a los consumidores. Es decir, no todos los shocks son negativos para el consumo, pero tampoco se ve que se pueda volver una locomotora en estas circunstancias.
Lo que se requiere para cambiar esta dinámica es, como diría el ingeniero Álvaro Alsogaray, un shock de confianza. Eso permitiría iniciar un ciclo virtuoso de crédito, consumo e inversión. Para eso el Gobierno debe dar (al menos) dos pasos. El primero es demostrar que es capaz de hacer aprobar sus iniciativas en el Congreso, dando mayor certidumbre a las reformas estructurales y al ajuste fiscal. El segundo es cambiar el plan de licuación por uno de estabilización y crecimiento. El actual programa hizo que el crédito al sector privado, que ya era muy bajo, se esté contrayendo a un ritmo del 36% interanual (ajustado por inflación) durante el primer trimestre. Este es el costo de querer que los argentinos nos deshagamos de los pesos. Un plan de estabilización con un esquema monetario y cambiario definido y un tipo de cambio más elevado que el actual haría que ingresen capitales, que aumente la demanda de pesos, los depósitos y el crédito. También permitiría a las empresas entender qué se puede esperar en los próximos meses en cuanto al régimen monetario y cambiario, saliendo del limbo actual, y, por lo tanto, empezar a planear más allá del corto plazo. No sé qué forma de letra tomaría la actividad económica en este caso, pero al menos sabríamos que viene una recuperación.
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