Eduardo Iglesias encontró la forma de combinar su pasión con el trabajo; dice que lo que construye no son motorhomes, sino “otro concepto”; usa materiales reciclados y personaliza los diseños, que parten de US$30.000
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Cuando la oscuridad de la noche abraza a la ciudad de Mar del Plata todavía quedan pocas personas dando vueltas. Perros paseando, familias entrando a sus casas y mucho silencio: lo poco que se escucha en las calles es el sonido del mar y las pisadas presurosas de algún runner nocturno. El barrio Los Acantilados es un lugar tranquilo, de casas bajas y jardines delanteros. Chimeneas, ventanas grandes, techos con tejas y algún que otro comercio con los productos esenciales. Todos se conocen y se saludan pero pocos saben que a tan solo cuatro cuadras de la costa vive Eduardo Iglesias.
Con un suave instrumental de jazz de fondo y un gin tonic a medio tomar en la mano, quien en sus redes sociales se identifica como Motorjor atiende a LA NACION. Es un rara avis. Uno de los pocos en el mundo que puede afirmar y decir: “Trabajo de lo que me gusta y organizo mis tiempos”. Sin embargo, es uno de los tantos a los que la pandemia les cambió la vida. Dejó un servicio de catering cuyo último evento fue la fiesta de fin de año de una importante empresa en la capital para perseguir sus sueños y construir motorhomes.
Cocinero de profesión y vocación, de adolescente tenía un grave problema para dormir. Las noches se hacían eternas. Su mente no descansaba. “Ahí descubrí la meditación. El papá de una novia que tuve a los 19 años me enseñó a relajarme. Me decía que pensara en algo lindo y tratara de vivir ese momento. Yo pensaba en estar adentro de un motorhome”, recordó. Eso quedó latente por mucho tiempo. Se dedicó a los fuegos profesionales, cocinó para eventos, empresarios y personas muy importantes. Lo hizo por muchos años hasta que llegó la pandemia.
El 18 de marzo de 2020, los rumores de una cuarentena y un cierre de rutas lo sacaron de “La feliz” y lo devolvieron a su casa en zona norte, en el conurbano bonaerense. Él quería estar cerca de sus hijos de en ese entonces 25 y 26 años, pero la realidad era mucho más profunda. “Mi cerebro dijo: ‘No te van a encerrar a vos, papá. Armate un motorhome y andate a la goma’”, comentó. Se fue de Mar Del Plata a bordo de una Ducato Maxicargo de 2009 y la estacionó en su jardín. Sin saber que hacer y con el negocio de catering completamente parado, videos de YouTube mediante la camperizó.
Con ese simple acto nació Motorjor, nombre que surge del apuro y la “argentinización” de decir motorhome sin reparar en la pronunciación. Iglesias armó un perfil en Instagram, subió algunas fotos y dejó que el tiempo pasara. Sintió que la Ducato le quedaba chica, la vendió camperizada y compró un colectivo. Ese fue el puntapié inicial para algo que, él no sabía en ese momento, se convertiría en su nueva vida. Las fotos del colectivo hecho casa enloquecieron a muchos usuarios a tal punto que empezaron a contactarlo para pedirle un presupuesto. Querían vivir en algo así y querían que Eduardo Iglesias lo construyera. Hoy ya pasaron varios años de aquel comienzo y lleva construidos cinco “motorjors” para clientes.
Un “artesano” que cocina para su familia y amigos
“Yo ya no le cocino a nadie que no sean mis amigos o familia”, dijo quien también prometió un asado. Hoy el servicio de catering que dirigió no existe más pero lo que sí existe es un gran negocio de construcción de “casas sobre ruedas”. Es él, los clientes y Sergio, su socio que lo ayuda con la parte de herrería.
Vive tranquilo y tiene instalado su taller en Mar del Plata. Recibe los pedidos, charla con los clientes, establece tiempos y presupuestos y empieza a trabajar. No se apura; lo importante es disfrutar. “Lo que yo quiero transmitir es que cuando decís motorhome es que son mini casas sobre ruedas. Yo soy un artesano de casas sobre ruedas. Esto no es un motorhome clásico, es otro concepto. Vos ponés un pie adentro del bondi y sentís que estás en un monoambiente”, enfatizó.
Y es que no se trata de una exageración. Efectivamente, los colectivos que Iglesias camperiza parecen un departamento. Su último trabajo, “Cheto mal”, es testigo de la locura de quien idea y del cliente que permite. “Nosotros nos elegimos. Ellos [los clientes] tienen que estar de acuerdo con mis locuras y a mí me tiene que gustar el proyecto. Disfruto mucho levantarme a la mañana para trabajar y eso es porque existen estas dos cosas”, remarcó.
Este último colectivo, además, tiene componentes extra que Iglesias empezó a implementar hace algunos proyectos. Si bien enfatiza que no repite técnicas, estilos y estéticas para que cada proyecto sea único, apunta a la sustentabilidad como eje. “Cuando vos estás en medio de la nada, tenés que ser muy cuidadoso con tus consumos”, explicó. Por eso, intenta dirigir toda la obra hacia un lugar amigable con el medioambiente y que, además, sea lo más barato posible para el cliente.
Los materiales son reciclados. Desde la unidad que se compra hasta los productos para el diseño interior. Tiene precio de distribuidor, cuenta, y compra en lugares de demolición. “Más del 50% de los materiales que usamos son reciclados, el hierro lo compramos usado. Para este bondi desarmamos una heladera antigua y reciclamos sus partes, le pusimos paneles solares, canilla regulable, mesadas de purastone y unas luminarias que son una locura”, puntualizó. Lo que busca, más allá de lo que se ponga o no, es que cada colectivo tenga “el sello Motorjor”.
“Yo lo miro al bondi y le digo que me hable. Acá no supe qué lámparas le iba a poner hasta que llegó el momento. Es una incertidumbre que a los clientes también les copa”, remarcó entre risas. “Para mí esto es arte. No hacemos dos bondis iguales y no me gusta repetir técnicas. Yo era un cocinerito, no fui a una técnica ni soy arquitecto. Todo lo aprendí a base de cursos y videos en internet”, reflexionó.
La clave está en el disfrute... y el presupuesto
A las siete de la mañana, la calma de la noche se fractura. Empieza a incrementar el ruido y ya se escuchan autos, bicicletas y apuradas. Hay que empezar a trabajar. Sin embargo, Eduardo se lo toma con un poco más de calma. Se prepara un café, se da una ducha y abre la puerta trasera de su casa. De lejos, un colectivo desarmado; a su lado, sus perros.
Sergio llega un rato después de que Iglesias arrancó el día. Se saludan y comparten una charla breve. Quizás sea la única de toda la jornada. Cada uno trabaja en lo suyo y se juntan para compartir ideas o pedirse opiniones si es que lo necesitan. Escuchan música, almuerzan algo rico y juegan un rato con Luján, Romeo, Shiva y Lobo. Cuatro perros que forman parte del día a día y crean, como dicen muchos, “un ambiente de trabajo inmejorable”.
“Quiero que la gente sepa que comprar un bondi te da la estructura de tu casa. Pared, piso y techo terminados solo por dos palos”, señaló Iglesias. A esta altura, Eduardo, Iglesias o Motorjor son sinónimos. Pero hay que saber que vivir en el camino tiene un costo inicial a contemplar. Hay muchas formas de camperizar un vehículo pero ir por este lado y contar con los servicios del “artesano de casas sobre ruedas” se estima que ronda entre US$30.000 y US$40.000.
Pero todo es negociable. Los tiempos se charlan, los presupuestos se evalúan y los modelos se consultan, dice. Es la ventaja de que sea artesanal. “Prefiero ir paso a paso. Es una decisión tomada ir muy tranquilos y despacio. No quiero correr para la entrega de un bondi. Yo con el cliente me junto y hablo todo: para cuándo lo quieren, cuándo lo van a empezar a usar, todo. Voy disfrutando del proceso”, cerró.
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