Una antología de seres reales del pasado
Oficiar de cicerone porteño de mi amigo francés, Bernard, no fue solo seleccionar un recorrido espacial arbitrario de la ciudad, sino también una revisión temporal de la propia vida. Nuestra amistad data de una noche del verano parisiense de 1980 y se afianzó durante un viaje de vacaciones de una semana a Munich y los castillos de Luis II de Baviera en 1981. Parte de la conversación en ese lapso era el relato que le hacía de la Argentina, que él no había pisado, y de algunos personajes notables, divertidos, y excéntricos que había entrevistado y que tuvieron importancia en mi vida. Esa galería se enriqueció hasta hoy y pasó a ser algo así como un álbum de estampas de nuestra relación.
Bernard llegó por primera vez a Ezeiza hace un mes, solo, munido de una guía en francés que le daba independencia para ver museos y barrios “seguros”. Además, quería conocer lugares relacionados con aquella antología de seres reales de nuestro pasado oral, dignos de una serie, una película o un libro biográficos (algunos de ellos los tienen).
Una gran solución fue el cementerio de la Recoleta, al que Bernard quería ir para visitar tumbas. La de Eva Perón, su primera elección, lo desilusionó; en el camino, estaba la de Sarmiento, de quien le había hablado con pasión; esa lo impresionó; de pronto, lanzó una exclamación de sorpresa cuando descubrió la de Adolfo Bioy Casares, un gran conocido nuestro, ya que de él le había contado su prontuario amoroso y su amistad con Borges. Después, como un chico ávido de chocolate, pidió a dos estrellas de nuestras charlas: “Silvina y Victoria Ocampo”. Hace 44 años, el grupo Sur y el Di Tella me parecían (me parecen) los más glamorosos culturalmente y lo más rico en peripecias, incluidos los rumores de tríos y variantes amorosas. Por suerte, encontramos la bóveda Ocampo. Bernard, insaciable, urgió: “¿Y Manucho?”, por Manuel Mujica Lainez. “Está enterrado en Córdoba”. Otra decepción, De pronto, le brillaron los ojos de esperanza: “Et Pepé, mon Pepitó?”. Por José Bianco, el hoy legendario autor de La pérdida del reino, del que yo le había citado réplicas admirables, desopilantes y narrado aventuras políticas y de otro tipo. Sonreí: “Él sí está aquí”. Debimos ir a la administración, averiguar la ubicación de su bóveda y volver. Ya de regreso, me comentó: “En este cementerio nadie pone flores. Las tumbas están descuidadas. Hagamos unos segundos de silencio por Pepe. Al menos eso.” Antes de irnos, me preguntó: “¿Y Gardel? ¡Me gusta cómo canta Caghlitós!” Informé: “En la Chacarita, el cementerio popular”. “Sí… Claro.”
Ineludible, el tango. Fuimos a dos milongas muy distintas en la misma noche porque coincidían en el día y la hora. La primera la Milonga Queer La Marshall, en el Abasto, también concurrida por público no queer. Allí participamos de una excelente clase de tango de Augusto Balizano y Mariana Docampo. Lo hicimos hasta que nuestras piernas novatas se trabaron. De allí, volamos a la milonga Parakultural en el tradicional salón Marabú, Maipú al 300. Allí ya bailaba el público que sabía bailar con garbo. Peinados femeninos con apliques y laca; vestidos con brillos; señoras dressed to kill; otras, austeras. Llegó el momento de ver bailar en pista libre solo a los profesionales. Primero, lo hizo la pareja de Eugenia Della Latta y Gustavo Rosas, ilustración perfecta del virtuosismo tanguero: “El hombre manda; la mujer hace el trabajo”. El broche fueron varios tangos bailados por una pareja espléndida de ¡mujeres! Roxanne Camargo y Liliana Chenlo. Bernard se entusiasmó: “¡Como Dominique Sanda y Stefania Sandrelli en El conformista!”. Se refería a la película de Bernardo Bertolucci de 1970 donde ellas bailan un tango. Solo los movimientos de ese ritmo permiten alcanzar el erotismo femenino que vibraba en los cuerpos de aquellas europeas y las argentinas.
La noche siguiente, la última, Bernard y yo nos despedimos en el Edeweiss, el restaurante de Libertad y Corrientes. Allí iban a comer Manucho, Enrique Pezzoni, Esmeralda Almonacid y Arturito Álvarez después del Colón. Decía “Carlitos”: “Se me pianta un lagrimón”.