No deja de llamar la atención –y de celebrarse– que un sello masivo publique, más aun en una coyuntura como la actual, un libro de esta índole. En la estela de las omnipresentes lecciones de Vladimir Nabokov, estas Clases de literatura rusa de Sylvia Iparraguirre resultan una extraordinaria puerta de entrada, un precioso objeto liminar para introducirse en una cultura –bastante más allá de la palabra escrita– que en cierta medida sigue dibujándose para nosotros con caracteres equívocos o difusos.
Las diez clases que componen este volumen provienen, literalmente, del seminario que Iparraguirre, autora de novelas como La tierra del fuego, dictó en el Malba (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) en un par de ocasiones, una década atrás, y se concentran –discusiones aparte– en las cinco figuras fundamentales de aquella suerte de “Siglo de oro” o “Renacimiento ruso”, como ella misma lo llama; es decir, el siglo XIX, en el que, a partir de Alexandr Pushkin y su prédica, una lengua se transforma y da pie a toda una literatura. Los otros cuatro nombres son los de Nikolai Gógol, Fiódor Dostoievski, León Tolstói y Antón Chéjov.
Parte del atractivo del libro, más bien una cualidad esencial, es la toma de conciencia de que la Rusia de aquellos tiempos representa para la mayoría de los lectores menos que un enigma: una especie de vacío, una entelequia de la que se ignora casi todo. Iparraguirre repone esa falta con minuciosidad, tanto en la extensa introducción como en el abordaje de cada uno de los autores, contextualizando no solo los hitos históricos sino también aspectos cardinales de la idiosincrasia y del devenir de un pueblo.
“Es una audacia, una especie de ambición desmedida, la propuesta de abarcar a estos autores en diez encuentros”, se disculpa Iparraguirre de entrada. Sin embargo, su “aproximación panorámica” a la historia de la literatura rusa del siglo XIX logra su objetivo con creces, y hasta podría decirse que entrega más de lo que promete cuando discute con las apariencias, o con cierta mirada simplificadora.
El rasgo fundacional en Pushkin, el gran padre, parecería insoslayable; del altar en el que se halla situado Tolstói –claro que con toda justicia– ni siquiera su propia voluntad logró hacerlo descender, y tal vez haya poco para agregar (“Tolstói nos excede”). Pero el texto toma otra espesura cuando Iparraguirre se interna en las contradicciones internas, y también formales, de Dostoievski. Y sobre todo, cuando se ocupa de Gógol y Chéjov, quizá los dos comediantes más tristes que haya dado la literatura, dos genios que apenas pasaron los cuarenta años –la mitad de lo que vivió Tolstói– y que narraron con inigualable lucidez y engañosa gracia las terribles penurias de sus contemporáneos.
Clases de literatura rusa
Por Sylvia Iparraguirre
Alfaguara
378 páginas, $ 18.899
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