Maltratos y falta de seguridad que sufren a diario los pasajeros
Tomar un taxi en nuestra ciudad puede significar un viaje a las cavernas de la seguridad vial, que comienza cuando al llamar al chofer éste planta el vehículo en medio de la calle o sobre la senda peatonal; que sigue con la comprobación de que no hay cabezales de seguridad en los asientos, y que continúa cuando uno quiere ponerse el cinturón de seguridad y no encuentra dónde abrocharlo (es entonces cuando el chofer seguramente diga que "nadie los usa", pero que si uno quiere usarlos los "busque debajo del asiento". Como la última vez que viajé no estaba dispuesto a ensuciarme las manos para tener aquello que es mi derecho y seguro de vida en el vehículo, le pedí que lo extrajera él. Y ante sus reparos y negativa, me bajé del taxi bajo los atronadores reproches del chofer.
Estoy convencido de que existen taxistas ejemplares, pero yo no tuve suerte. Me subí a otro, a quien tuve que pedirle que por favor bajara la radio, sintonizada en la estación que él –y no yo– había elegido. La apagó y empezó a darme una perorata sobre política y otros temas que tuve que soportar con estoicismo.
Avatares como estos sufrimos todos los habitantes cotidianamente: calefacción o aire acondicionado que no están prendidos porque les reseca la garganta o les produce resfríos; la seguridad vial que no parece ser relevante ya que siempre es dejada de lado por el uso del celular o el VHF de los radio taxis o el GPS mientras cruzan semáforos en rojo a toda velocidad; el zigzag en avenidas, o el giro al lado contrario desde el carril opuesto con el gravísimo riesgo que eso implica.
Y no está de más mencionar las numerosas "mafias" que se ocupan de decidir a cuál taxi se puede subir y a cuál no, o cuál taxista puede trabajar o cual no en Aeroparque y muchas otras paradas, además de los aprietes a una incipiente competencia de Uber.
Lo que no termino de entender es eso que ellos mismos dicen: que el taxi es un servicio público. ¿Para quiénes?