Conducido por la tercera generación de los Cadona, el bar El Cerro homenajea a la cantera del cerro Leones y celebra 143 años. Simboliza parte de un oficio que dejó huella: picar la piedra con destreza. Los recuerdos de Don Atilio y los adoquines de Tandil que renovaron el país.
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Fascinado, entre la emoción y el miedo, el pequeño Gabriel asomaba la cabeza por la boca de la casamata. En lo alto del cerro Leones, las nubes viajaban a toda velocidad, mientras Don Atilio terminaba de trenzar las mechas de dinamita y ya corría encendiendo una tras otra, para descolgarse 20 metros con una soga, en una suerte de rapel criollo. “Treinta, veintinueve, veintiocho…”, contaba mentalmente el niño de 9 años, el más curioso de los seis hermanos Cadona, mientras las alpargatas de su padre levantaban polvo. “Cinco, cuatro, tres…”, y el viejo picapedrero se tiraba de cabeza al búnker de hierro cubierto con tierra. “¡Tapate!”, alcanzaba a decirle el padre, y el temblor anunciaba el éxito.
Los primeros picapedreros
La pampa donde hoy florece Tandil era una desolada llanura interrumpida apenas por la silueta de las sierras. “Pero en 1823 Martín Rodríguez, gobernador de Buenos Aires, funda el Fuerte de la Independencia en una de las campañas de extensión que se inician para ganar territorio y contener malones indígenas. Como acá no había un solo árbol, los primeros picapedreros fueron los soldados, que armaron todo con piedra”, asegura María de los Ángeles Pagola, historiadora de la Universidad Nacional del Centro.
Décadas después, y como relata Hugo Nario en Los Picapedreros (Ediciones del Manantial, 1997), fue el italiano Manuel Partassini y un grupo de paisanos quienes iniciaron el envío de adoquines en carreta a Buenos Aires. Por entonces, la provincia se jugaba la unificación del país, y “financiar la construcción de municipios, escuelas y otros edificios públicos era una buena forma de persuadir a las provincias. De hecho, la mayoría de los edificios de grandes ciudades levantados en este período, tienen piedra de Tandil”, amplía Pagola. La pobreza y la convulsión europea hicieron el resto: llegaron montenegrinos, bosnios-herzegovinos y croatas, y finalmente españoles. A un lado, estos primeros inmigrantes se instalaron bajo la órbita de un patrón en La Movediza y cerro Leones, asilándose instintivamente de un entorno idiomático y cultural completamente ajeno. Al otro, un conjunto de anarquistas y socialistas lo hacía en el Valle del Picapedrero, vendiendo su producción al Estado. Ambos grupos, acaso sin proponérselo, iniciaron un oficio que pronto sería una industria. Tras ellos llegaron las familias, sus costumbres, recetas y creencias, contrastando con lo criollo. “Estaban de sol a sol, mientras las mujeres cuidaban a sus hijos y preparaban la comida para llevar a la cantera. Todo era sacrificado, pero América representaba lo que no tenían: trabajo, escuela y comida diaria”, explica el guía Marcelo Palahi.
El oficio constaba de minuciosos detalles, y labrar la piedra requería muchas manos y especialistas a cada paso: picapedrero, herrero, zorrero, cuarteador, viero, maquinista, desgallador y foguín, explosiva tarea que pronto destacaría al joven Atilio Cadona. Conjugar la adrenalina de la detonación con la paciencia artesanal del “achique”, lo transformaría en uno de los más avezados de la ciudad.
Una fonda imperdible
“El abuelo estaba mucho conmigo y cuando entraba me buscaba para jugar. Hoy, que tengo un hijo chiquito, lo valoro más, porque en apariencia eran tiempos de hombres duros, parcos, pero él siempre se hacía un rato”, cuenta Juan Cadona (38), a cargo de la fonda familiar desde 2022, cuando suplantó a su padre Gabriel, que a su vez hizo lo propio con Don Atilio.
Nacido en 1880 como bar, El Cerro tuvo otros dueños previamente, y fue también peluquería, sastrería, mercería y almacén. Actualmente es el comercio en funcionamiento más antiguo de Tandil y Patrimonio Histórico de la ciudad.
Los Cadona lo manejan desde hace más de 30 años, hoy con renovado espíritu y una nueva mirada gastronómica, aunque sin alterar la fachada ni el interior. “En tiempos del abuelo era un bar donde los compañeros de cantera se reunían a jugar a las cartas y escuchar música. Salamín, queso y mortadela, y el que perdía pagaba la ronda de copas –cuenta Juan-. Él lo quería tanto que, cuando pudo, lo compró. Nosotros le dejamos el nombre en homenaje a ellos, pero le dimos con Nalé, mi mujer, una impronta familiar y una carta amplia, apta para celíacos”. Vermut y dulce de leche caseros, miel orgánica, cerveza artesanal y las clásicas picadas por las que la ciudad es famosa, le dan el toque distintivo.
Juan le hace upa a Baltazar, cuarta generación Cadona. “Para nosotros, y me permito pensar que también para el abuelo, es importante que el bar esté abierto. Que siga siendo un lugar de reunión, de recuerdos. Un testimonio de una identidad que aún nos corre en la sangre”.
Toda una vida entre canteras
Al lado del restaurante, en la antigua casa de Don Atilio, vive Gabriel (63). Él es quien invita a dar un paseo por las canteras. Sólo hay que cruzar la calle. “Correteaba todo el día acá, cuando los cerros aún parecían dos leones enfrentados. Pero de tanto picarlos no sólo desaparecieron los leones, sino que apareció el agua. Al llegar a las napas se inundó todo. Debajo de esos 20 metros de laguna, iban y venían trabajadores, vagones y máquinas. Y había casas de chapa y madera hasta la loma, todas de picapedreros”, recuerda.
En tiempos de trabajo fuerte, el patriarca de los Cadona andaba más allí que en su casa, y los hijos cruzaban a ver no sólo la tarea del experto foguín, sino también el arte del picado. El oficio requería determinación y templanza: cuando se hallaba la veta entre el cuarzo, la mica y el feldespato, se abría el peñasco y la lonja de piedra caía. Ese era el momento del achique: primero intentando cordones de vereda (10 x 18 x 60 cm), luego adoquines (10 x 18 x 25 cm), y con los sobrantes el granitullo (10 x 10 x 10 cm), que podían llegar hasta los mil diarios a manos de un obrero hábil. “Atilio empezó con 16 en la cantera y murió a los 89, siempre activo. Era un personaje… ya jubilado se ponía el banquito en el fondo y picaba para hacer un cantero, o transformaba un piedrón en una fuente cóncava para las gallinas. Trabajó siempre en el mismo cerro, y se murió enfrente, al lado del bar. En esa misma cuadra había nacido, literalmente, porque la partera vino a la casa de su madre cuando lo dio a luz. Así que ese hombre vivió su vida completa en esas dos cuadras, frente al Leones”, recuerda Palahi.
Empedrar Buenos Aires
Hacia fines del siglo XIX Tandil se consolidó como proveedora de piedra de Buenos Aires y de la recientemente fundada La Plata. Mientras, desde la gobernación de la provincia, que crecía con pomposos edificios, pero aún con calles tierra, Dardo Rocha impulsaba un acuerdo para traslados sin costo, y Leones, Albión, Calvario o Montecristo, construyeron extensiones del Ferrocarril del Sud directo a sus canteras. “Así se adoquinaron la mayoría de las calles del Bajo Porteño y del puerto.
Pero esta prosperidad tenía el lado B de la explotación. La cantera Animas llegó a tener un colegio dentro, y cuentan que muchos murieron por falta de atención médica. Cuando Tandil tenía 10 mil habitantes, más de tres mil trabajaban directa e indirectamente en la industria de la piedra, y un obrero calificado llegaba a producir 250 adoquines por día. Entre mínimos descansos, comían a cuenta de su salario en bodegones de las empresas, y en almacenes también de los patrones, obtenían insumos básicos para el hogar. La vida transcurría plenamente ahí, y cuando los hijos varones cumplían 12 años, empezaban a trabajar y a armar su propia familia.
La piedra, el sacrificio y las huelgas
Al comenzar el nuevo siglo la piedra se había convertido en la fuerza económica de la ciudad, pero la tensión era insoportable. “Es cuando Luis Nelli, un carpintero curiosamente contratado por un dueño de canteras, sacude el escenario -advierte Pagola-. La cosa era tan desmedida que llegó a haber hombres armados para no dejar salir a los trabajadores. Como Nelli había tenido formación política y sindical en Italia, él y un tal Pascucci son los que organizan los reclamos”.
Se trata de la gran huelga de 1908-09, con un joven sindicato al frente. Tras ocho meses y al límite de la resistencia, consiguieron jornadas más cortas, cobrar en efectivo y que se les reconociera la propiedad de las casas. Pero derribar los alambrados y recibir el domingo para el descanso, tal vez haya sintetizado la idea de libertad más plena que hayan conocido. “La inmensa fuerza muscular que polemizaba con la piedra, quedaba ociosa una jornada entera, y buscaba cauces en el cultivo de la huerta, la caza, las bochas, los naipes. El alcohol acrecentaba los bríos. A medida que avanzaban las horas, se estimulaban desafíos: uno apostaba que llevaría cinco bolsas de cal cien metros cuesta arriba. Otro, que cargaría al hombro un durmiente del ferrocarril”, recuerda Nario, como simpáticas ocurrencias y contracara de una labor permanentemente expuesta al sacrificio y la muerte.
“Cuentan los abuelos que cuando bajaban de la cantera por la calle Quintana, se sentía la vibración. Los comercios estaban chochos, porque gastaban toda la plata”, aporta Jorge Ceschini, miembro de la Asociación de Guías y conocedor de la historia de los Conti, unos de los dueños que supo tener la cantera La Movediza.
Él, junto a Palahi, sostienen una teoría difundida en Tandil: “Es posible que la caída de la Piedra Movediza haya sido adrede. Esa cantera fue pública un largo período, cuando surgió un turismo de salud como en Córdoba. Muchas personas con trastornos respiratorios empezaron a venir, pero al llegar se encontraban con padre, madre, hijos y todo familiar picapedrero que pudiese manipular un cincel, porque aprovechaban la jornada libre para hacer extras”. La Movediza se cayó un sábado de 1912 después de las 17 horas, y el atractivo turístico dejó de convocar visitantes y quedó libre para el trabajo. “Yo no sé si habrán tirado la piedra o no. Lo que mi viejo sí contaba era sobre las huelgas. Después de esa bien brava, hubo otras. A él le encantaba laburar, y no faltaba nunca. Pero eran muy unidos ellos, y si había que parar, paraba”, recuerda Gabriel.
Las mejoras duraron un tiempo, sin embargo, con la irrupción de la maquinaria y la tecnificación, muchos canteristas migraron a Mar del Plata a trabajar la piedra blanca. De a poco, los ligantes, el hormigón y el asfalto provocaron la caída de la demanda de adoquines de manera sustancial. Hacia 1940-1950, muchas canteras cerraron, y la industria giró a la producción de roca para concreto, o como balastro, la piedra que sostiene los durmientes de las vías, y sirve de filtrante para que el agua drene y la madera no se pudra. La conciencia ambiental y la contaminación sonora de una ciudad ya residencial, terminó por impulsar un área de protección, que años más tarde preservaría el perímetro entre las rutas 74, 226 y 30. Pese a ello, unos 30 kilómetros pasando el cerro Leones, los camiones desfilan aún sus cajas cargadas de sierras tandilenses molidas.
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