Con una mecánica sin complicaciones y líneas de perenne atractivo, logró un deportivo al alcance de todos
En el extraordinario proceso de inserción de la industria automotriz japonesa en el mercado mundial, pocos automóviles han cumplido con un papel más representativo que la preciosa coupé Datsun 240 Z.
Para el gusto occidental no hubo por largo tiempo un auto japonés interesante más allá de ciertas características convenientes, aunque no atractivas.
Las camionetas Toyota de tracción en las cuatro ruedas aportaban una alta carga de carácter, pero no eran vehículos convencionales, y hasta los años 60 la mayoría de la gente tenía dificultad para distinguir productos de una u otra marca japonesa. No extraña que cualquier deportivo de ese origen fuera observado por algunos con un gesto de nariz parada, y por otros con ingenio miope para el chiste fácil.
La industria de Japón tomó toda afrenta con un ascético apego a su sentido del orgullo y perseverancia, sabiendo que un gajo bien cuidado puede otro día volver a ser árbol y contener mucho bajo su sombra.
Ese brote fue plantado cuando, en 1947, las fuerzas de ocupación de posguerra autorizaron a las fábricas locales, limitadas a la construcción de utilitarios, a volver a producir automóviles de pasajeros, técnica abandonada en la Segunda Guerra Mundial que se reactualizó construyendo ciertos modelos de Austin con licencia de BMC.
En 1951 Nissan produjo el DC-3, un roadster de diseño propio. Tenía muchas partes provenientes del Somerset o del Cambridge de Austin, pero planteaba precozmente su filosofía respecto de un auto deportivo: si no se rompe es doblemente disfrutable.
Aún hoy es difícil saber si la división Datsun de Nissan llegó al 240 Z por evolución o por revolución.
Al revés de las compañías occidentales, que tienden a revelar detalles y reconocer el mérito de los responsables de un proyecto, en las empresas orientales el silencio y el anonimato han sido norma. Sólo la intervención de personal foráneo, más inclinado al chisme, revela alguna clave.
Los hacedores
En el caso del Z, uno de estos protagonistas es Albrecht Goertz, diseñador que siempre buscó trabajar para quien aceptara que se ocupara de un proyecto de cabo a rabo. A pesar de haber formado parte de equipos como los de Raymond Loewy, en Studebaker, o Butzi Porsche -desarrollando el 911 original-, Goertz no se conformaba con ocuparse de una consola o las manijas de las puertas.
Sus mayores logros fueron el impactante 503 cabriolet y el 507 roadster de BMW, ambos encargados por el importador Max Hoffman para orientar a Be-Eme acerca de qué esperaba el norteamericano de un sport europeo.
Goertz fue aceptado por Nissan iniciando una tortuosa relación que el diseñador no tendría empacho en ventilar, adjudicándose más méritos en el diseño exterior del 240 Z que los que la marca aceptó jamás reconocerle.
De más valor conceptual para Nissan puede haber sido la cauta función orientadora de Bob Sharp, un concesionario Datsun de Connecticut que creía en el valor de venta de las carreras. Buen piloto, Sharp no titubeó en llevar sus Datsun a la categoría más conveniente a cada modelo, aun con variantes poco apropiadas para la competición, como el FairLady o el Silvia -un autito revisado estilísticamente, aunque tarde, por Goertz.
El Silvia nació calculado ergonómicamente para la estatura promedio del japonés y, en Estados Unidos, blanco de toda estrategia de exportación exitosa, era una miniatura inhabitable.
La poco feliz experiencia del Silvia hizo mucho en favor de la corrección de puntería de Datsun, dando pie a Sharp para expresar qué había que ofrecer para vender. Las altas jerarquías de Nissan estudiaron sus sugerencias y pusieron manos a la obra.
Un motor de doble árbol de levas a la cabeza desarrollado en cooperación con Yamaha fue dejado de lado, cosa que Toyota aprovechó adoptándolo para su 2000 GT, revelado en el Motor Show de Tokio de 1965.
La idea de Datsun era dar preferencia a elementos de eficiencia comprobada, muchos provenientes de la galerita 510, abaratando los costos de producción y creando un segmento propio en el mercado norteamericano al combinar la ingeniería más pragmática con el atractivo estético. Todo esto aprovechando condiciones de intercambio comercial que le permitían vender sus productos en Estados Unidos a precios imposibles de desdeñar.
Nace una estrella
Cuando el Datsun 240 Z fue presentado en noviembre de 1969 se sabía que había mucho en él de lo aportado por Sharp, algo de la hábil mano de Goertz, y todo cuanto la gran familia Nissan podía poner al servicio de una esperanza. Ninguno sospechaba el nacimiento de un clásico.
Con un seis cilindros en línea de árbol de levas a la cabeza, dos litros y una mayoría de partes provenientes de modelos preexistentes, Datsun ponía fin a la agonía. Un Z cero kilómetro ofrecía un precio muy conveniente (3526 dólares, más impuestos, patente y menudencias) y, con una máxima de 195 km/h, permitía a su flamante dueño retribuir humillaciones a las marcas que le habían cerrado sus puertas.
El torque era desbordante y el chasis, firme y estable, transmitía la potencia con serenidad y eficiencia. Las comodidades y el diseño interior llamaban la atención por la calidad de su terminación. Nada indispensable era odiosamente opcional.
La leyenda de los Z-cars, cercana a cumplir 30 años, se vio reforzada por modelos más modernos y potentes a lo largo del tiempo. Datsun terminó por dejar lugar a Nissan, que disfruta hoy de gran respeto.
No es raro, sin embargo, que la marca goce de gran fidelidad.
El 240Z fue el primero, acaso el único automóvil deportivo disfrutado por mucha gente de una generación ansiosa por concretar el sueño de tener un auto así, aunque sea una vez en la vida, y eso es algo muy difícil de recordar sin un sincero sentido de apego y gratitud.
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