Desde hace unos quince años surgieron modelos con impulsores de baja cilindrada y gran potencia, por el uso de un turbocompresor, con objeto de bajar el consumo y cumplir las normas antipolución sin perder performance; aunque no todo lo que reluce es oro
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Las normas antipolución le cambiaron la cara al mundo automotriz desde la década del ’90 del siglo pasado, cuando entraron en vigencia (en especial, las Euro). La primera gran “víctima”, por caso, fue el carburador, que debió dejar paso a la inyección electrónica de combustible.
Gradualmente, dichas regulaciones de las emisiones contaminantes se fueron haciendo cada vez más exigentes, por lo que reducir el consumo resultó vital. Esto puso en tela de juicio los motores de combustión interna de cilindradas medias y grandes (mayores a 1.6 L) a lo que acompañó otro factor económico: en muchos países (Brasil, sin ir más lejos), los modelos de menor cilindrada pagan menos impuestos.
Hace unos quince años, más o menos, varios fabricantes (Ford y VW a la cabeza) comenzaron a desarrollar una idea para mantener vigentes a los motores de combustión nafteros (los diésel son otro capítulo), cumpliendo con las normas: el “downsizing”. Es decir, la miniaturización de los motores, tanto en tamaño como en cilindrada.
Así, comenzaron a aparecer propulsores (para modelos de gran volumen de fabricación) entre 1.0 y 1.6 litros con un elemento clave: el turbocompresor.
¿Qué es y para qué sirve el turbo? Es una turbina movida por los gases de escape (antes que se desechen), que gira a regímenes de unos 200.000 rpm (10 o 20 veces más que el cigüeñal del motor) y mediante un eje mueve un compresor que, precisamente, comprime el aire que se necesita para mezclarse con la nafta y conformar el combustible que hace falta para hacer detonar en los cilindros con la chispa de la bujía. Es decir, “sopla” aire comprimido dentro de los cilindros en una proporción y presión mayor (varía según para qué se utiliza el motor) que el de un propulsor atmosférico que, como su nombre lo indica, “sopla” aire a la presión de la atmósfera. Esto hace que la explosión de la mezcla en la cámara de combustión (la parte del cilindro limitada entre el pistón y la tapa de cilindros, que se llena con la mencionada mezcla y se mide en cc o litros) sea más violenta y se puedan lograr grandes cifras de potencia y par (o torque), los dos parámetros esenciales de un motor.
¿Cuál era (y es) el objetivo de la fórmula downsizing más turbo (o “turbonafteros”)?: alcanzar potencias específicas (la relación CV/L) muy altas con poca cilindrada y, teóricamente, un bajo consumo. Respecto de lo primero, podemos comparar el flamante Peugeot 208 GT, que tiene un 3 cilindros de 1.2 L y 130 CV, lo que da una potencia específica de 108,33 CV/L; con el enorme V8 5.0 L de 400 CV de la nueva Ford F-150, que ofrece 80 CV/L).
La otra gran ventaja de estos motores es que son mucho más livianos y compactos. El ahorro de peso hace gastar menos combustible.
Que el motor sea pequeño hace también que se gane espacio: no solo para el habitáculo, sino también para una futura electrificación microhíbrida (con un arrancador/alternador –BSG, Belt Starter Generator– de 48 V) o híbrida, con un motor eléctrico y baterías. El tamaño compacto suma una tercera ventaja: tiene partes móviles (pistones, árboles de levas, cigüeñal, etcétera) también más pequeñas, lo que redunda en una menor fricción y menos calor por rozamiento, además que resultan piezas más baratas por el ahorro de material.
Gracias al turbo, además, estos motores entregan el torque (fuerza de torsión) máximo desde muy bajo régimen: incluso ya desde 1400 o 1500 rpm y lo sostienen hasta los 4000 rpm o más (por ejemplo, el tricilíndrico 1.0 L del VW Nivus produce descomunales 200 Nm entre 1500 y 4250 rpm), lo que proporciona gran capacidad de aceleración y agilidad en el tránsito o en un sobrepaso; en suma, tiene “pique”. En tanto, un motor atmosférico desarrolla su torque máximo alrededor de las 4000 rpm, que es donde debemos poner el régimen del motor si queremos (o debemos) acelerar con ganas.
No todo es color rosa
Créase o no, uno de los primeros problemas en motores con esta fórmula fue un factor que se quería disminuir… el consumo. Si se viajaba a alta velocidad (incluso legales) en forma constante o cuando se le pedía al motor entregar todos los CV que tenía, un propulsor de este tipo gastaba tanto o más combustible que un atmosférico de mayor cilindrada.
¿Por qué surge aún este problema del consumo si tenemos tan poca cilindrada? Precisamente por el propio downsizing. Al ser motores chicos, las cámaras de combustión también son pequeñas; tienen un volumen limitado. Es decir, se puede “meter” poco combustible en ellas.
Cuando este tipo de motores se desarrollaron, para contrarrestar la poca capacidad de las cámaras (y por ende, la escasa mezcla para lograr potencia) los ingenieros se valieron de dos tecnologías: la inyección directa de combustible y la sobrealimentación mediante el famoso turbocompresor, para aumentar la presión en las cámaras de cada cilindro entre 1,5 y 2 veces más que en un impulsor estándar atmosférico.
Pero ocurre que cuando se los exige durante un lapso prolongado, el turbo genera mucha presión en poco tiempo, lo que eleva la temperatura en el cilindro y, en estos motores nafteros, puede producir el fenómeno conocido como “autodetonación” (el famoso “pistoneo”, en criollo): es decir, una explosión espontánea del combustible por presión/temperatura y no por la chispa, que deteriora los pistones y el motor con el uso.
Para evitar la alta temperatura en el cilindro, la ECU (Engine Control Unit), la electrónica que gestiona la inyección y el encendido del motor, aumenta la proporción de nafta en la mezcla con el aire (la “enriquece”). Al inyectarla, esta mezcla más líquida se evapora rápidamente por el exceso de calor que hay en la cámara, refrigerándola, bajando la temperatura y controlando la autodetonación. Así, la electrónica prolonga la vida útil del motor, pero al costo de gastar más combustible. He ahí la explicación de por qué muchos de estos motores consumen tanto como un atmosférico en esta situación de marcha en el que le exigimos buena parte de la “caballería”.
Mediciones reales
¿Cómo pasaban el test del cumplimiento de las normas antipolución? Hasta 2020 estuvo vigente en Europa el ciclo de pruebas NEDC (New European Driving Cycle). No tenían problemas estos motores downsizing turbo con esta normativa, porque se desarrollaban pruebas de laboratorio muy suaves, que no tenían en cuenta situaciones de marcha de alta carga de exigencia o de exprimir el motor al máximo. Así, un impulsor de 150 CV se homologaba con un consumo de 6 L/100 km e incluso menos. Es decir, consumos irreales: todo bien en el laboratorio, pero nada cierto en el mundo real con cargas continuas.
Pero todo cambió con la llegada del nuevo estándar de medición global de contaminación WLTP (World Harmonized Light-duty Vehicle Test Procedure), que entró en vigencia en Europa el 1° de enero de 2021 y que exige pruebas mucho más reales, con lo que los consumos variarán drásticamente en algunos casos, aunque desde hace dos o tres años casi todos los fabricantes ya empezaron a probar sus autos con estos parámetros WLTP.
Para que quede clara la diferencia entre uno y otro sistema, el NEDC requería un consumo urbano, uno extraurbano y uno mixto. Ahora, el WLTP exige cifras de carga máxima (ciudad), media (interurbano), alta (ruta) y carga muy alta (autopista).
Emisiones de partículas
Además del excesivo consumo para tan pequeña cilindrada (también se da en algunas medianas), por las altas temperaturas y presión de funcionamiento, unos cuantos motores de estas características tuvieron otros dos problemas: un exagerado consumo de lubricante (al punto de 1,5 litros/1000 km, por ejemplo) o de líquido refrigerante: algunas plantas motrices llegaban a reventar las mangueras y si el usuario no se daba cuenta, el motor corría serio riesgo de una rotura grave. Ni hablar en el caso del lubricante: si un impulsor funciona sin aceite que lubrique y refrigere las partes móviles en rozamiento (por ejemplo, el pistón con las paredes del cilindro), el motor se “funde”, como se dice en la jerga mecánica. En otras palabras, los metales se ablandan y fusionan por la alta temperatura generada por la fricción. No pocos usuarios sufrieron estos problemas no previstos desde la teoría.
El uso de la inyección directa de combustible (es decir, inyectar la nafta a alta presión directamente en la cámara de combustión) provocó en motores de este tipo otro fenómeno adverso: el exceso (y a veces descontrolado) de emisión de partículas.
Mientras todos culpaban a los motores diésel de tener el monopolio de estas emisiones y ponían el foco en ellos, resulta que entre 2010 y 2020, cientos de miles de motores nafteros emitían tanto o más partículas que los gasoleros, que dicho sea de paso solucionaron el tema hace más de una década con el uso del famoso FAP, el filtro de partículas que se hizo famoso con los prototipos diésel Peugeot que competían en las 24 Horas de Le Mans y otras carrera de resistencia. Con la llegada de la normativa de prueba WLTP este hecho quedó en evidencia.
Todo tiene solución
Para la emisión de partículas, es evidente que estos “turbonafteros” deberán agregar un filtro específico (FAP) al sistema que ya cuenta con los conocidos catalizadores y su sonda lambda.
La segunda tendencia es ir hacia motores de tres cilindros, para contar con cilindradas unitarias (la de cada cilindro) más grandes, que permitan un mejor llenado y así menguar los ya descriptos riesgos de tener mucha temperatura y autodetonación. Además, cumplen con ser livianos, compactos y con piezas razonablemente baratas. Además, como también se dijo, de dejar espacio para la microhibridación o la hibridación de la mecánica.
La tercera solución a muchos de estos problemas los da la electrónica. ¿Cómo? Con los modos de conducción. Cada vez son más los modelos que cuentan con un selector o una pantalla en la que se ofrecen básicamente los programas Eco, Normal y Sport. Con los dos primeros, la electrónica se encarga de entregar y gestionar la potencia según su programación. Al punto que si le prestamos el auto a un amigo que lo quiera “pisar” nos preguntará dónde están los 150 o más CV que dice la ficha técnica. Para eso está el modo Sport, que libera la performance por un rato (inyectando más nafta), a costa de un mayor consumo.
Hay más tecnologías de punta que se están aplicando para mejorar estos motores: cilindros recubiertos de plasma (directo de la Fórmula 1), turbos con comando electrónico, variación eléctrica de las levas, arquitectura en forma de delta y otras, que ya aplica el motor Nissan-Renault-Mercedes que ilustra la tapa de esta edición.
Cuide el turbo
Es una pieza vital y costosa en estos motores. ¿Cómo cuidarla?
1) Después de marchas prolongadas deje 2 o 3 minutos el motor en marcha antes de pararlo, para que el turbo nivele su calor y no “corte” la lubricación.
2) Antes de exigir al vehículo, circule tranquilo para que el lubricante del motor y el turbo alcancen la temperatura adecuada.
3) Usar bien la caja de cambios: no acelere a fondo en marchas altas (el turbo no tiene velocidad y debe esforzarse); baje uno o dos cambios y acelere.
4) Utilice la nafta con el octanaje que recomienda el fabricante del vehículo.