Hace exactamente 25 años, la diseñadora textil Paula Martini instaló su tienda-taller en la casa que comparte con su marido y sus dos hijos en José Ignacio. Desde entonces, empezó a entretejer una historia que apasiona por donde se la mire.
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Por entonces, la playa más chic de la costa uruguaya solo era un pueblo pintoresco. Había una plaza central, frescas construcciones de adobe y paja, y un faro que guiaba la vida de sus habitantes; casi todos ellos pescadores.
Paula Martini llegó de casualidad, “porque me trajo el viento”, dirá entre risas (porque si hay algo describe a Paula es su risa) y, también, “animada por mi amiga Male, que había conseguido trabajo en un restaurante, y me sumé al equipo sin tener ninguna experiencia en gastronomía”. Si bien ya conocía José Ignacio porque había pasado sus veranos adolescentes en la casa familiar de San Rafael, en la Brava esteña, nunca imaginó que se instalaría allí. “Quedé seducida, además de por el paraíso y los ranchos sin contrapiso, por lo deconstruido de todo lo que vivíamos. En ese verano bucólico entendí que se abría un capítulo a una nueva manera de ver las cosas”.
Además del pueblo y de sus atardeceres mágicos, Paula se enamoró de Martín Pittaluga, el visionario dueño de La Huella, ese restaurante en donde, casualmente, empezó a trabajar. La historia que construyeron juntos es también la historia de su marca y del José Ignacio que conocemos hoy.
Una casa que era el living del pueblo
Corría 1998 cuando compraron la casa. Un rancho ubicado estratégicamente frente a la plaza, que varios pescadores habían acondicionado para usar como club social. “Un verdadero antro dominado por una mesa de pool”, cuenta Paula y agrega que desde el principio quisieron mantener la impronta de la casa de pueblo: “Si bien no quedó nada original, se mantiene el espíritu”.
Además de eso, la reforma contempló el costado gastronómico de la familia. La cocina, el living y el patio pasaron a ser la esencia del restaurante Bajo el Alma. “Nosotros vivíamos en el piso de arriba, y abajo estaba el restaurante en el que trabajábamos los dos”. De esta forma, la casa era un poco el living del pueblo y las tertulias se extendían hasta la madrugada. Fue varios años después, cuando cerraron el restaurante, que Paula pudo apropiarse del espacio y expandir su por entonces tímido emprendimiento textil.
Una sólida formación
Paula se formó en Bellas Artes en Buenos Aires y luego estudió diseño de moda en la Parsons School of Design de Nueva York, y técnicas de teñido en la Central Saint Martins de Londres. Este bagaje se multiplicó cuando se encontró con el entorno de José Ignacio, que le permitió dar lugar a la creación de piezas únicas; diseños atemporales, confeccionados a partir de la selección de fibras naturales, teñidas por ella misma en su taller y ensamblados sabiamente “honrando el quehacer de las manos”.
Los textiles elegidos son algodones y linos con bambú, sedas, lana merino, alpaca y llama. “La ropa que hacemos contiene la emoción de haber sido tocada, armada, cosida, tejida, ensamblada y teñida por manos laboriosas. Se trabaja con cuidado. La sutileza en el hacer es un sello. Esto es esencial, porque las prendas traen consigo calidez e intimidad. Un sweater, un abrazo, una transparencia, un susurro. Un color recién salido de la olla de teñido pega un aullido descomunal”, describe.
Vuelven los inviernos porteños
Hace cinco años, Paula y su familia volvieron a Buenos Aires durante las temporadas de invierno. Se fueron porque ya salía todo mecánicamente. “Cuando el proyecto anda y anda hace tantos años falta el estímulo. Entonces necesité volver a la ciudad para tener un desafío, salir de mi zona de confort”.
¿Cómo nació tu pasión por los textiles?
A mi me educaron mi madre, mi abuela y mi bisabuela en lo que se refiere a lo textil. Me enseñaron a ocupar el tiempo con las manos, me enseñaron a coser, a bordar, a reparar, a pintar... Antes de saber escribir, sabía coser un botón.
¿Cómo es el público de Paula Martini?
Ese diálogo se fue dando lentamente y en la intimidad de mi taller cada verano. Después de un invierno solitario y creativo, yo espero a todas con bastante entusiasmo. Miro, observo, escucho y me impregno de todo lo que sucede en esa intimidad. La relación de la ropa que hacemos con las personas que lo usan es absolutamente construida, entre todas. No es una visión: es una historia que hicimos entre mis tiempos de invierno, mi ilusión de poder hacer, que fue siempre mi inspiración y la relación directa con quienes compran lo que propongo.
Haber sacado el restaurante de tu casa te dio mayor libertad para expandir tu marca…
Haber sacado el restaurante de casa me dio más espacio para expandirme en mis quehaceres, para ocupar más espacio con lo mío, para tener hijos, para un montón de cosas… Igualmente es una casa en la que siempre siguió habiendo vida más allá de la familia. La gente del pueblo habla de nuestra casa con nombre propio, la siguen llamando “Bajo el Alma”, y eso es porque de alguna manera fue o es parte de la vida local.
¿Qué cambio en José Ignacio en estos 20 años?
En 20 años el carisma de algunos trajo foco sobre un lugar que con su naturaleza enamora a todos. Las propuestas de restaurantes traen visitantes que a su vez deciden quedarse. Cambió la densidad de gente que pasa por estas playas, la cantidad de proyectos ( hoy muchos de ellos estables en vez de estacionales ) y la cantidad de actividades que se proponen en la zona. Lo que no cambió son las mañanas, sublimes e íntimas. El espíritu de pueblo.
¿Cambió Paula también? ¿Tu marca, tu vida en el pueblo?
Mi proyecto nació acá, en este pueblo. Empecé muy de a poco y sigo creciendo lentamente, al ritmo de lo que va sucediendo cada verano. Sigo haciendo lo mismo pero de manera más organizada , con un equipo comprometido a hacer las cosas de la manera que se inventó la marca: la manera de hacer desde un pueblo de mar.
Una casa con carácter
“La arquitecta vino con el combo de mi romance. Raquel Armas es uruguaya y amiga de Martín y su familia. Nos adoptamos mutuamente con entusiasmo. Ella ya había hecho con Martín el restaurante Bleu Blanc Rouge, en Sinclair y Demaría, que fue épico en su momento. Yo tenía veintipocos años, absorbía los conceptos de los demás y traía mi frescura, no mucho más”, rememora Paula.
“No hubo decoración. Todas las decisiones fueron prácticas y de carácter. Eso es darle impronta a un lugar. Creemos en esa manera de crear”.
¿Tenés algún objeto particularmente significativo?
Tenemos pocos objetos. Dos ceniceros de metal de Marruecos que trajeron Laura y Diego Montero en aquella época y que pusimos la barra del restaurante (en esos tiempos se fumaba adentro), más dos espejos en forma de rombo. Un ciervo dorado que compramos porque siempre compro ciervos… No me inspiran necesariamente; solo que quedé muy impresionada cuando, durante una caminata por la playa, vino un guazú-virá corriendo y se suicidó en el mar frente a mis ojos.
“La galería rodeada de verde y agua es el corazón de la casa. Tiene una chimenea exterior que prendemos siempre”.
· ¿Cómo fue el impacto de volver a Buenos Aires, después 20 años en José Ignacio?
Irme a Buenos Aires fue inspirador . Cambiar la escala. Poder interactuar con otros creativos. Obtener un feedback. Fue generar un nuevo ritmo que se entrelaza con el uruguayo para dar un nuevo resultado: lo rioplatense. Estar en Buenos Aires es estimulante. De cualquier manera reconozco que armé mi pueblo en la ciudad. Vivo en una circunferencia pequeña, trabajo todo el tiempo, no uso mucho el auto y eso es un lujo que agradezco poder darme.
¿Te imaginás viviendo en Buenos Aires, o pensás volvere a instalarte full time en José Ignacio?
Me imagino rioplatense para siempre. La ruta entre aquí y allá es mi columna vertebral. Estoy bien entre los aires de mar y los Buenos Aires de ciudad.
Bajo el Alma Taller, de Paula Martini: Las Garzas y Las Golondrinas (José Ignacio, Uruguay). Abierto todos los días de 11 a 21.
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