La clase media argentina encara la creciente pobreza; ocho familias hacen equilibrio para sobrevivir
Buenos aires (ap) — prácticamente la mitad de argentina es pobre y la otra no. y los que estaban a medio camino, haciendo equilibrios para cubrir su día a día y no caer un peldaño más en la escala social, conocen ahora también de primera mano la necesidad.
La cifra oficial sobre pobreza mostró el jueves un deterioro de la realidad de los argentinos, al afectar a un 52,9% de los 47,3 millones de habitantes que tiene el país en los primeros seis meses del año. En el segundo semestre de 2023, era de un 41,7%. El dato golpea la imagen del presidente Javier Milei al que un 56% de los ciudadanos votaron esperando una mejora.
En poco más de nueve meses de gobierno, el mandatario ultraliberal ha aplicado el ajuste fiscal más severo que se recuerde en la historia reciente con el alegado propósito de reducir el déficit y atajar la inflación. Pero la receta de devaluar significativamente el peso argentino, reducir subsidios y liberar tarifas de agua, luz, gas y transporte —que el Estado tenía congeladas— disparó el costo de la vida. Milei ya había advertido que los argentinos iban a sufrir.
Aunque logró bajar la inflación desde dos dígitos a un 4,2% mensual, el encarecimiento de los precios del 236% interanual ha licuado los ingresos del ciudadano de a pie.
Creció la pobreza y las estrecheces económicas muestran su peor cara a una clase media que se ha empobrecido. Aunque no hay una medición específica sobre cuánta gente sería parte de esa franja socioeconómica, expertos dicen que por décadas fue el segmento poblacional más amplio y robusto del país sudamericano.
El sociólogo Eduardo Donza resume ese desgaste en pocas palabras. En un país donde hasta la primera mitad del siglo XX todas las clases sociales iban progresando, “lo que tiene movilidad hoy es la clase media, pero en descenso”.
Entre los afectados hay trabajadores que perdieron sus empleos formales y ahora se buscan la vida en la economía informal. Pasaron de pagarse clases de pádel a seis dólares a almorzar o cenar en comedores sociales. Ya no pueden ir a la peluquería ni pedir pizza a domicilio y ahora la ropa que usan es donada o de segunda mano. Consiguen enseres de limpieza por trueque y comparten alquiler o habitación.
También dejaron de acudir a restaurantes y prácticamente renunciaron a la carne vacuna, el alimento más tradicional en Argentina junto con la infusión del mate, a la que algunos recurren para engañar al estómago.
Según Donza, a esa clase media argentina hoy en caída libre “le gustaba salir a comer, comprar ropa y divertirse en el fin de semana yendo al cine, al teatro...”. Esos hábitos se les han vuelto un lujo.
Hoy, los ingresos mensuales necesarios para que una familia de cuatro miembros no sea considerada pobre son casi 940.000 pesos argentinos (unos 953 dólares) con los que deben cubrir una canasta de alimentos y servicios que incluye vestimenta, transporte, educación, salud y vivienda digna.
Muchos no llegan a eso, ni siquiera con las ayudas que, en algunos casos, reciben del Estado para comprar comida o mantener a sus hijos.
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Rocío Costa, de 32 años, sintió que caía en un pozo de angustia cuando dos meses atrás se percató de que apenas tenía dinero para pañales para su bebé de cuatro meses.
Los más de 400.000 pesos que reúne con las ayudas sociales que recibe ella por sus hijos y con lo que gana su pareja como cocinero en el sector informal ya no daban de sí como antes.
“No había ni un paquete de fideos. Y mientras tanto, todo aumentaba: el agua, la luz...”, afirmó la mujer.
Vive con su pareja, la bebé, otra hija de 7 años y un varón de 11 en una pequeña vivienda que alquila en Buenos Aires, con muebles desgastados y paredes en las que la pintura se ha descascarado.
La mujer tuvo que pedir pañales en un centro de asistencia social y ayuda económica a una amiga. “Sentí vergüenza, tristeza...”, se lamentó.
“El gobierno de Milei me mata. Es poco humano”, sostuvo, atribuyendo sus estrecheces al alza de precios en comida y servicios básicos. Afortunadamente cuenta con una fuerte red de familiares que le presta mucha ayuda.
No hace mucho, Costa comenzó a acudir a una feria de prendas de segunda mano que organiza una parroquia católica. Allí compró unas zapatillas para su hija por un dólar. En un negocio cualquiera cree que hubiera pagado unos 70 dólares
Hace tiempo que Costa no se da el lujo de encargar una pizza para comer en casa y menos aún teñirse el pelo. “Me gustaría estar más arreglada. Pero no puedo”.
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“Soy de la clase media argentina que está perdida”, zanja Leonardo Constantino, de 48 años, que en sus buenos momentos trabajaba en el sector gastronómico y no se fijaba en cuánto le costaba un partido de pádel con sus amigos. “Hoy no puedo gastarme unos 6.000 pesos (seis dólares)”, recuerda.
Hoy, además, recibe viandas de comida que prepara un grupo de músicos solidarios. Luego de recibir una lonchera con pasta y una bolsa de panes, llevó la comida a la casa donde vive con familiares que le cedieron una pieza. Para compensar el hospedaje, él les presta algunos servicios como llevar a sus hijos al colegio.
Tampoco compra ropa, que consigue prestada, y recurre a un programa de ayuda de la alcaldía capitalina para adquirir víveres.
Constantino comenzó a tener problemas económicos alrededor de 2018. Su principal ingreso —de 150.000 pesos (151 dólares)— lo obtiene como guardia de seguridad en una discoteca los fines de semana. Dice que no ha conseguido nada mejor.
No culpa a Milei por su situación. Más bien, cree que el deterioro social se remonta al gobierno de Alberto Fernández (2019-2023) y a los que le precedieron.
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Sofía González Figueroa, de 36 años, se dedica a vender o canjear ropa que compra en ferias a precios económicos. Pero cuando no gana suficiente, se ahorra el gasto en alimentos retirando viandas en el comedor comunitario de la Iglesia de San Cayetano y camina unas 15 cuadras hasta su casa. No quiere pagar la tarifa de autobús, que se ha disparado, y no tiene dinero para reparar su bicicleta rota.
Desde 2021 recurre al trueque como forma de vida, pero ya no le rinde. “Antes de Milei me alcanzaba más”, dice esta madre soltera. Por momentos siente algo de vergüenza, pero así consigue “champú, cosas de limpieza, un montón de cosas...”.
La mujer hacía fila con su hijo disfrazado con una máscara de Spiderman para recibir un guiso.
González Figueroa tiene otros dos hijos —uno adulto que hace repartos con su bicicleta—y cuenta con la Tarjeta Alimentar, una asistencia monetaria con la que compra algo de carne. “No es tanto, pero me ayuda”, señaló sobre la prestación que el gobierno de Milei ha tenido que incrementar.
Los gastos de los servicios tienen a esta mujer con el agua al cuello. El año pasado pagaba 10.000 pesos de luz (unos 10 dólares), pero tras la reciente eliminación de subsidios estatales llegó a su casa una factura de 92.000 pesos (93 dólares). Consiguió bajarla a 32.000 pesos (32 dólares) a base de reclamar.
Recibe ayudas estatales para sus hijos, pero apenas puede darles el gusto de comer una hamburguesa. Está intentando conseguir otro trabajo. “Si no, ¿cómo pago la garrafa de gas”? apuntó.
Sigue apostando por el ultraliberal. Pero cuestiona que no ayude más a los jubilados.
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Sentado en el banco de una Iglesia, Eduardo Escoz se reclina mientras reza para que mejore su situación y la de su familia.
A sus 60 años, camina varios kilómetros al día repartiendo tarjetas de personas que ofrecen distintos servicios. Saca unos 10.000 pesos diarios (10 dólares) como “tarjetero”.
Comenzó a tener problemas económicos en 2018; dos años después, durante la pandemia, trabajaba realizando tareas informales que le daban cierta estabilidad.
“Ahora estoy peor, la plata no me rinde por la inflación”. Ha tenido que restringir mucho sus los gastos.
Hace tiempo que quiere comprar una cuchara de madera para tomar miel que le aporte nutrientes mientras lidia con un cáncer. Pero considera un lujo los 1.500 pesos (unos 1,6 dólares) que le cuesta el utensilio.
“Una cuchara de metal no sirve para la miel”, dice. “Le saca las propiedades como antioxidante”.
Años atrás vivía en una casa y ahora comparte con otros dos hombres una habitación en un modesto hotel de la capital.
“Ir a tomar un café me sale 1.000 pesos y no lo tomo. Si quiero un atado de cigarrillos, no lo compro, pido un cigarro en la calle. Tomo un té con galletitas a la mañana y luego nada hasta la noche”, contó Escoz, cubierto con un abrigo donado que le queda grande.
Reclama al gobierno de Milei más atención a los ancianos. “Pero para mí el tipo dice: ‘cuanta menos gente haya, mejor; así el dinero sobra’”.
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Débora Galluccio se recibió en el Senado como perito en administración legislativa. Fue despedida en el gobierno anterior y desde entonces no levanta cabeza. Realiza una sola comida completa al día en un comedor comunitario, a metros de la Casa Rosada donde gobierna Milei.
Va todos los días desde hace unos cinco meses junto a su pareja. Por suerte, ambos viven en una propiedad que heredó él.
“Para trabajar en un negocio o en un local de comidas no puedes tener más de 40 años. Y yo tengo 48”. Para matar el hambre, la pareja suele beber mate, la infusión típica de Argentina.
Ambos tienen esperanza en Milei. “Destartalaron todo el país... Y es poco tiempo para que pueda arreglarlo”, cuestionó la mujer sobre los anteriores presidentes.
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Miriam Sidimarco, de 32 años, se dedica a la venta ambulante por la mañana y luego pide limosna en trenes de pasajeros de Buenos Aires. Todo sea por su hija de diez años.
“Yo me rompo en la calle, mi marido trabaja. Pero no llegamos al final de mes. Voy yo a pedir, no expongo a la criatura, pongo la cara yo”, dijo azorada.
La mujer y su hija comían de un recipiente de plástico el guiso de lentejas que les brindaron en un comedor popular, donde cada vez acude más gente.
Los ingresos de Sidimarco varían, dependiendo de cómo vayan las ventas en la calle o de la generosidad de los pasajeros. Su marido trabaja en una fábrica de medias de manera informal, porque los dueños no realizan los aportes a la seguridad social. Él gana unos 2.500 pesos (2,5 dólares) por hora y trabaja de noche.
“Con Milei la situación está peor. Hay mucha gente que quedó en la calle”, se lamentó Sidimarco.
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Para completar su magro sueldo en un hospital público de Buenos Aires, Emilce Correa pasa horas en abarrotados medios de transporte para ir a cubrir guardias en otros centros médicos.
“Trabajo 42 horas semanales en el hospital, más todas las horas que tengo que hacer afuera”, se lamentó esta técnica de laboratorio de 33 años.
La profesional participó días atrás en un paro de empleados del hospital en reclamo de aumentos salariales. “Todos los gobiernos vienen recortando, pero la verdad que en estos últimos meses fue una caída enorme”, dijo Correa.
Aunque reúne unos ingresos al mes que rondan los 1,2 millones de pesos (unos 1.200 dólares), dice que llega justa a cubrir el aumento del alquiler, de los precios de los alimentos y de las tarifas de transporte y luz. También ayuda a su padre, que cobra la jubilación mínima.
“La luz me vino a más de 100.000 pesos (101 dólares) y yo venía pagando 11.000 (11 dólares). Encima no estoy en todo el día en mi casa”, se queja.
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A Cintia Barros apenas le han caído unos cuantos billetes de escaso valor en la caja de cartón a sus pies. Su pequeño hijo duerme a su lado sobre la vereda.
Llegó a Buenos Aires por unos días desde la ciudad de Tucumán, en el norte argentino, para que su hija enferma recibiera un tratamiento médico. Su hermanito las acompañó.
Barros está alojada junto a sus hijos en un modesto hotel de la capital y casi no le queda dinero, por lo que mendiga para pagar el pasaje de regreso del chico. Le ha tocado hacerlo otras veces, pero dice que esta vez la gente le ayudó mucho menos.
En Tucumán trabaja como vendedora ambulante de perfumes y su marido es jornalero en el campo y albañil. Al día, más o menos juntan unos 50.000 pesos (50,5 dólares). Los comerciantes de esa ciudad la conocen y ayudan. “En los locales me regalan ropa para los chicos o mercadería”, cuenta.
Su situación viene empeorando progresivamente desde hace 15 años, pero, para ella, este último está siendo mucho más difícil. “Dejamos de comprar ropa de marca, zapatillas. Desde que llegó Milei no como ni asado”, destaca sobre cómo era su vida antes.