Viajaron en moto durante seis meses con un objetivo: conocer a fondo Latinoamérica; no se esperaban con qué se iban a encontrar
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El mundo estaba atravesando uno de los momentos más críticos de la pandemia cuando Alex, Owen y Stuart, tres canadienses oriundos de Waterloo, un pueblito en Ontario, en el sureste de Canadá, empezaron a planificar su travesía. Estaban encerrados, aislados y físicamente limitados, pero nada les impedía soñar y proyectar. Además, ellos confiaban en que lo del covid-19 iba a ser algo temporal y que, tarde o temprano, se iba a volver a la normalidad. Para realizarse, la misión requería de pocos elementos: tres motos, buen estado físico y ropa apta para todo tipo de clima. El itinerario era lineal pero extenso: manejar desde Toronto y llegar a Punta Arenas, localidad en el extremo sur de la Patagonia chilena, que está a la altura de Tierra del Fuego y conecta al océano Atlántico con el Pacífico.
No era la primera vez que el grupo se proponía algo como esto. En 2019 ya habían recorrido en moto el sudeste asiático. Este viaje, sin embargo, representaba un desafío más amplio: más tiempo, más cambios de temperatura, más tipos de culturas y el español como nuevo idioma.
Por suerte en el tridente de amigos, todos con 26 años de edad y 12 de conocerse, los roles para encarar la travesía estaban bastante definidos. “Alex es el explorador. Él nos impulsa a que vayamos a ver cosas que quizás a nosotros nos daría fiaca ver”, cuenta Stuart Fowler, uno de los integrantes. “Owen es el que nos recuerda que tenemos que disfrutar del momento y del día a día, más allá de las responsabilidades y estrés que puede haber en viajes como estos. Yo, por otro lado, soy el que resuelve y organiza el itinerario y se asegura de que las cosas pasen”.
En definitiva, el balance dado entre los tres tipos de personalidades era espectacular, posibilitando una dinámica llevadera. “Vivimos muchas cosas juntos. Nos conocemos lo suficiente como para saber que, más allá de las dificultades que puedan presentarse, todo va a estar bien”.
Introducción a Latinoamérica
Fue así como inició una aventura que duraría seis meses, abriría miles de puertas y presentaría unos cuantos desafíos para los jóvenes viajeros. El punto de inicio era Toronto, en Canadá. En menos de tres horas llegaron a Buffalo, en el estado de Nueva York en Estados Unidos, donde pasaron la primera noche antes de empezar a darle duro al itinerario. Le siguieron Virginia, Carolina del Norte, Georgia y Florida, desde donde se tomaron un avión, con motos y todo, y llegaron a Colombia. Fue en este país en el que se percataron de que la cosa iba en serio.
“Colombia fue muy especial porque fue nuestro primer destino latinoamericano en el viaje, nuestra introducción a la región”, comparte Alex Hradecky, segundo integrante del grupo, cuya sede de vida cuando no viaja es Nueva York. “Es un país que puede ser muy inseguro y políticamente convulsionado, pero muy divertido y familiar. Bogotá fue una gran primera ciudad en donde recalar”.
Después de Colombia llegaron Ecuador, Perú, Bolivia, la Argentina y Chile. “Sudamérica nos dio miles de paisajes, sabores, climas y culturas diferentes”, dice Alex con una sonrisa de oreja a oreja que se pausa un poco de repente. “Se nota que son sociedades que sufrieron mucho, y que atravesaron, y siguen atravesando, estragos con la pandemia. Llegamos a ver un poco de cómo la gente vive la incertidumbre, en términos políticos y sociales. Y la pobreza”.
Viajar en moto te da otra perspectiva
A diferencia de los fanáticos empedernidos de las motos, Alex, Owen y Stuart se definen como apasionados fervientes de los viajes, y lo que los lleva a elegir las dos ruedas una y otra vez por sobre cualquier otro medio de transporte es la forma de viajar que se activa a través de ellas. “La moto te obliga a ir lento, a hacer múltiples paradas entre un punto y otro y, gracias a esto, a conocer el circuito no turístico de cada lugar. En algún punto la moto te hace conocer todas esas partes que se supone que no deberías conocer”, explica Stuart.
A bordo de tres Royal Enfield Himalayans, los jóvenes se encontraron en miles de escenarios que les permitieron profundizar en las distintas culturas latinoamericanas. “Siempre terminamos en pueblos remotos en los que nadie se espera que termines y, por el hecho de salirte del cliché del modo de viaje turístico y fácil, conectás con la gente de otra manera”, amplía el joven canadiense, justo antes de revelar que una vez en las proximidades de Machu Picchu, en Perú, estaban muertos de hambre y en busca de un lugar para almorzar y tuvieron que desviarse del carril convencional y seguir a unos camioneros que los llevaron a un pueblo mínimo en donde solo se hablaba quechua. “Resulta que no había ningún restaurant o puesto para comprar comida abierto, y terminamos en la casa de una familia autóctona que nos abrió las puertas de su casa y nos cocinó”.
A la hora de hacer el bolso y decidir qué prendas de ropa llevar, las prioridades también son otras, y muy distintas a las que supondría un viaje convencional. “Tratamos de cargar lo mínimo indispensable. Definimos que sí teníamos que llevar una carpa, una olla chica y cosas de cocina básicas para poder acampar, y ropa térmica, cómoda y adaptable a las distintas temperaturas”, señala Alex.
Su compañero Stuart agrega que, a la hora de hablar de equipamiento indispensable, contar cada uno con un juego de auriculares para casco realmente cambió las reglas del juego. “Con estos podíamos tantear en qué andaba el otro sin la necesidad de parar cada vez que nos queríamos comunicar”, cuenta Stuart y confiesa: “Pero también nos servían para charlar por horas y aprovechar todas las observaciones y comentarios sobre cada paisaje”.
La gente latinoamericana es la mejor que te vas a cruzar
Si hay algo en lo que Alex, Owen y Stuart coinciden cuando se les pregunta qué es lo que más se les quedó del viaje es en que la gente de Latinoamérica es la mejor que podés cruzarte, dicen. “Volvimos convencidos de que la gente de Sudamérica es la más amable, cálida y divertida que existe. Todos siempre quieren ayudarte”, cuenta Alex. Desde advertirles que no se metan en ciertos barrios hasta asistirlos cuando necesitaban una mano o invitarlos a pasar la noche en sus casas cuando no tenían dónde quedarse, los jóvenes no solo no tuvieron problemas para interactuar con los locales, sino que a través de ellos pudieron resolver los suyos. “Somos extranjeros y hay muchas cosas de las cuales no tenemos ni idea, como qué zonas son peligrosas, dónde conviene parar o qué cosas no hay que decir. En este sentido la ayuda de la gente local marca completamente la diferencia y, al final, son estos intercambios los que te definen la experiencia”, concluye.
Alex relató cómo una vez en la ciudad de Mendoza tuvieron un problema con la cadena de una de las motos y se quedaron varados. Al cabo de unos minutos, un grupo de niños de siete años pasó por al lado. Todos arriba de sus scooters y patinetas, frenaron a preguntarles qué había pasado. Sin expectativas ellos les contaron que una de las motos estaba fallando y, en menos de media hora, el equipo junior volvió con agua y herramientas para ayudar a los jóvenes en aprietos. “No podíamos creerlo. El nivel de empatía y proactividad para asistir al otro era tremendo”.
Por otro lado, el trío observó que en Latinoamérica se hace mucho más énfasis en el rol de la familia y la comunidad, que en otros lugares como Estados Unidos o Canadá. “La gente naturalmente quiere que te sientas bienvenida. Todos quieren mostrarte sus alrededores e incluirte en sus actividades, haciéndote sentir parte de sus vidas aunque sea por un período corto de tiempo”, cuenta Alex. “Además, a todos parecía entusiasmarles la idea de que estuviéramos haciendo este tipo de viaje, y querían que nos vaya bien y lo completemos”.
La posibilidad de la muerte siempre presente
Otro aspecto que despierta unanimidad en el grupo es que un viaje en moto no es fácil y son varias las dificultades que afloran una vez que empieza el curso de una travesía de esta magnitud. Los problemas que se les presentaron no fueron exclusivamente mecánicos, sino que también tuvieron que lidiar con contagiarse covid, contraer parásitos y dormir mojados, entre otras tantas situaciones poco cómodas. El mayor desafío, sin embargo, lo enfrentó Stuart en la frontera con Chile.
“Estábamos en un paso por Neuquén donde las rutas se empezaban a poner peligrosas. Había arena volcánica por todos lados y la visibilidad de a momentos se complicaba”, relata el grupo. “De repente vemos algo parecido a una explosión de arena, la moto de Stu volando por los aires, y él saliendo disparado con ella. Cuando cayó lo primero que me vino a la cabeza fue que podía estar muerto”, admite Alex. Asustadísimos pero manteniendo los estribos, Alex y Owen llamaron a una ambulancia del pueblo más cercano. Tuvieron que pasarlo por tres guardias hasta llegar a Zapala, donde finalmente los médicos pudieron hacerse cargo del diagnóstico: una contusión, moretones en los pulmones y la clavícula completamente fracturada.
Es Alex el que me cuenta lo detalles que hicieron a la secuencia crítica porque -por ese mecanismo de la memoria higiénica que el humano no termina de comprender bien- Stuart no recuerda absolutamente nada de lo ocurrido. “Me desperté sin entender nada en la sala de un hospital. No tenía ni idea de dónde estaba y me dolía hasta respirar, pero sabía que si había llegado hasta ahí, no me iba a morir”, dice Stuart, quien, más allá de todo, optó por no interpretar al accidente como un final trágico y, después de tres días de estar internado en el medio de la nada, siguió el itinerario pautado y voló a Villa La Angostura. “Viajar en moto es peligroso. Subirse a la moto es saber que cada día estás asumiendo miles de riesgos. En este sentido, lo que me pasó fue una dosis necesaria de realidad”.
Para Alex, las personas que incursionan en este tipo de viajes no solo deben ser capaces de aceptar y asumir los riesgos de subirse a una moto todos los días, sino que también tienen que poder encontrarle el gustito a ese posible peligro. “Hay una adrenalina que proviene de saber que existe una proximidad con la muerte constante. Y esto es parte de lo lindo del motociclismo”, confiesa. “Si algún motociclista te dice otra cosa, te está mintiendo”.
“Todo puede resolverse mientras no mueras“
Los aprendizajes de esta odisea fueron múltiples para el equipo de canadienses. “Lo primero que entendí ni bien empezamos fue que no hay forma de prepararse realmente para un viaje como este”, declara Alex. “Cuando es tanto tiempo y la idea es pasar por tantos lugares es muy difícil poder comprometerse y cumplir con un plan estructurado. La clave es, no solo tener la capacidad de adaptarse a los cambios, sino también aprender a disfrutarlos y a entusiasmarte cuando inesperadamente suceden”.
Stuart, por su parte, reconoce que uno de las grandes enseñanzas de la hazaña fue aprender a sentirse cómodo incluso estando en un estado vulnerable. “Al estar horas y horas del día arriba de la moto, y dormir en carpa, te cae la ficha de que estás expuesto a literalmente todo. Si hace calor, transpirás en serio. Si hace frío, lo padecés. Si llueve, te mojás. Si comés algo en mal estado o tomás agua no potable, te la tenés que bancar”.
En definitiva, ambos coinciden en que la incomodidad e inconveniencia es, en algún punto, la regla, en el viaje en el que se encaminaron, pero que, son estas caídas y levantadas constantes y reinventivas las que hacen que cada parte y destino del viaje valga tanto la pena y sea tan entrañable. “Cuando a pesar de los percances lográs tu objetivo la recompensa es mil veces mejor, porque se siente con más fuerza”, plantea Stuart, que puede dar fe de lo que es sentir que no vas a llegar.
Para Alex hay una frase que funciona como eslogan de la plantilla: “Todo tiene solución mientras no te mueras”. En el sentido de que, mientras uno siga físicamente entero y consciente, a cualquier problema se le puede encontrar una respuesta. “Es esto lo que hace que no puedas esperar demasiado para hacer otro viaje como este de vuelta”.
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