Se inspiró en la desertificación de una región de Oregon, creó un universo vasto, ambicioso y por completo verosímil, y fue pionero en dos temas calientes: la inteligencia artificial y la ecología
Frank Patrick Herbert es el autor de la novela de ciencia ficción Duna, que en estos días está en los titulares por la segunda de sus versiones cinematográficas, la de Denis Villeneuve, que va por su parte 2; conociendo la obra de Herbert, a Denis le queda hilo en el carrete como para 50 partes más.
Tuvo otra versión cinematográfica (más una cancelada), hace exactamente cuarenta años, dirigida por David Lynch. Los que la recordamos no podemos decir exactamente si movía a risa o si daba pena; especialmente las caras de malo que ponía Sting en el rol del sobrino más joven y retorcido del barón Harkonnen, Feyd Rautha. Con todo, la película de Lynch, para la que originalmente el enorme H. R. Giger (el creador de la criatura de Alien, de Riddley Scott) había producido los primeros diseños, que fueron rechazados, fue lo que terminó de sellar el destino de la novela de Herbert. Con ese estreno muy promocionado y lleno de nombres célebres, Duna se convirtió y sigue siendo hoy la novela de ciencia ficción más vendida de la historia. Es también, vale aclararlo, una obra respetadísima en el implacable ambiente de la ciencia ficción.
Pero las cosas nunca fueron fáciles para Frank. Ya llegaremos al insólito camino que hubo de seguir Duna para convertirse en la novela de culto, ejemplo de construcción de universos, prosa notable y el best-seller que suscita inversiones multimillonarias de Hollywood. Antes, nos queda saldar un asunto. ¿Por qué está Frank Herbert en esta serie de pioneros de la informática? Después de todo, es el autor de ciencia ficción que menos tecnología incluyó en sus obras.
Precisamente.
El periodista
Herbert nació en Tacoma, Washington, el 8 de octubre de 1920. Creció en la zona más rural de Washington y se le dio por los libros y sobre todo por la fotografía. Quizá soñó con eso de pequeño, porque a los diez años, cuando se despierta la mayoría de las vocaciones, se había comprado su primera cámara, una rudimentaria Kodak de cajón (bisabuela de las Kodak Fiesta). Luego, en la adolescencia, subió de gama. Entonces, la Gran Depresión pegó fuerte en su familia y tuvo que irse a vivir con sus tíos en Salem, Oregon. Tenía 17 años. Y quería ser periodista.
En 1939 ingresó en el diario Glendale Star. Debió mentir su edad para conseguir ese trabajo, según consta en las necrológicas publicadas cuando falleció, muy joven, en 1986. A partir de entonces las cosas empezaron a marchar más o menos bien, se casó con Flora Parkinson en 1941 y tuvieron una hija. Pero en 1943 ya se habían divorciado. Llegó la Segunda Guerra Mundial, de la que participó como fotógrafo, hasta que lo hirieron en la cabeza, y con eso lo mandaron a casa. Volvió a Oregon, trabajó en un diario de Portland –que cerraría en 1982– y empezó a estudiar en la Universidad de Washington. Nunca se graduó (y según su hijo Brian, autor de innumerables sagas y precuelas de Duna, nunca tuvo la intención de graduarse), pero conoció a Beverly Ann Stuart, que sería clave en la concepción de Duna.
Herbert trabajó para una cantidad de diarios, a medida que cambiaba de domicilio; entre otros, el San Francisco Examiner, donde fue editor y redactor de su revista California Living.
Nace Duna
Hasta que, inexorablemente, como nos ha pasado a todos los que ejercemos esta profesión, se quedó sin trabajo. Por entonces, por fortuna, Beverly, que también se dedicaba a escribir, estaba empleada a tiempo completo y se había convertido en la proveedora de la familia. Gracias a eso, Frank pudo ponerse a pensar en un artículo que le habían pedido para una revista. El artículo nunca se había llegado a publicar, pero trataba sobre la desertificación en Oregon y Frank había quedado fascinado con la ecología, las ciencias planetarias y el desastre ambiental que anticipaban esos 45 kilómetros de dunas cerca de Florence, en la costa del Pacífico. De tanto pensar en el asunto, en algún momento nació en su imaginación Arrakis, también conocido como Duna, el planeta desierto donde viven los inmensos gusanos de arena, que pueden llegar a medir 400 metros y que producen, en su complejo ciclo reproductivo, la especia.
La especia es una droga adictiva, que sin embargo extiende la longevidad y proporciona poderes de adivinación. En el universo de la novela es el eje económico de la civilización, porque es indispensable para los viajes intergalácticos. La ciencia ha descubierto cómo viajar más rápido que la luz, pero es menester cierto grado de presciencia para trazar las rutas de tal modo que los transportes no terminen en el centro de una estrella o algo de esa clase. Los navegantes, cuya Cofradía controla con mano de hierro la economía galáctica, son extraños seres que alguna vez fueron humanos, pero que han ido mutando por la ingesta constante de especia. Es uno de los efectos de la melange, el otro nombre con el que se conoce esta droga única que solo se consigue en Arrakis. O sea, Duna.
Seis años le llevó a Herbert investigar y escribir Duna. Luego, la reescribía casi por completo. Pero la primera versión apareció por entregas en la prestigiosa revista Analog, y tuvo buena recepción. Así que salió con su manuscrito a intentar publicarla como libro. Contra lo que uno podría imaginar hoy, se la rechazaron en veinte editoriales.
Reitero, para que no parezca un error de tipeo. Duna, que hoy deja boquiabierto al público en películas que llevan el sello de la espectacularidad grandiosa tan propio de Villeneuve y que mueve cientos de millones de dólares en taquilla, recibió veinte “no” de los visionarios ejecutivos de las editoriales. Comentario personal: hay que tener mucha entereza espiritual para soportar no ya dos o tres negativas, sino veinte. Veintitrés, si confiamos en el testimonio de Brian. Es también una lección acerca de cómo nacen las grandes obras.
Entonces pasó algo inesperado. Sterling Lanier, que tenía una editorial menor llamada Chilton, dedicada a los manuales de reparación de automóviles y libros de negocios, había leído la saga en Analog. Quería publicarla como libro y se puso en contacto con el agente de Herbert en ese momento, Lurton Blassingame, y le ofreció 7500 dólares por los tres manuscritos (Herbert ya había avanzado en las siguientes dos novelas de la saga, que son las fundamentales). Aceptaron la oferta, que sumaba royalties por las ventas, y así nació Duna, el libro. Eso fue en 1965 y nadie se esperaba lo que venía.
La novela, ahora reescrita, aunque esencialmente la misma, se ganó sucesivamente los dos mayores premios de la ciencia ficción: el Nebula y el Hugo (que compartió con una obra del gran Roger Zelazny). Fue un batacazo y la novela vendió muy bien, pero no lo suficiente para que Herbert pudiera dedicarse solo a la ficción. Con todo, ganó con su libro bastante más de lo que normalmente obtenía un escritor de ciencia ficción por una novela.
La consagración llegaría con la película de Lynch, no tanto por la calidad del film como por la divulgación que le dio al universo de Duna. Eso fue en 1984. Pero Frank nunca la había tenido fácil. Ese año falleció Beverly de cáncer de pulmón.
Para entonces, Duna no dejaba de vender y, previsiblemente, Herbert siguió añadiendo libros a la saga. Pero al revés de lo que suele ocurrir, cuando uno lee las seis novelas tiene la sensación de estar en presencia de un todo organizado, redondo, sin fisuras, que cierra magníficamente en Casa Capitular Duna, la última que escribió en vida (aunque había un séptimo libro en producción). Por contraste, las secuelas y precuelas escritas por Brian en colaboración con Kevin Anderson se sienten forzadas y esquemáticas. Lo mismo pasa con muchas sagas de otros autores, basadas en una primera obra brillante. Se nota que estiraron. En cambio, los seis volúmenes de Duna son un gran libro monumental, atrapante, que no da tregua y que uno termina de leer queriendo que haya más. Es por eso que muchos de sus lectores terminamos comprando las secuelas y precuelas, aunque nunca las terminamos de leer.
Frank no podría disfrutar durante mucho tiempo del fenomenal reconocimiento que su extraordinaria novela recibió a partir de 1984. Volvió a casarse, esta vez con Theresa Shackleford, que habían sido su agente, pero el 11 de febrero de 1986 falleció cuando se recuperaba de una operación de cáncer de próstata. Tenía 65 años.
La Jihad Butleriana
Periodista, fotógrafo, novelista y hombre inteligentísimo, Frank Herbert escribió una novela que es simplemente única. Al revés que la mayor parte de la ciencia ficción, no especuló con la civilización dentro de dos o tres siglos (Star Trek, por ejemplo, ocurre en el siglo 23). O tres milenios. Apostó fuerte y decidió escribir sobre la humanidad dentro de 15.000 o 20.000 años. Un juego riesgoso, porque para que tal ejercicio excesivo funcionara, Herbert debía crear todo desde cero. Las instituciones, la religión, la política, la vida cotidiana, las costumbres. Y la tecnología, por supuesto.
Conocí Duna en español a principios de los ‘80. Luego la leí en inglés el mismo año que Herbert falleció. Volví a leerla varias veces, luego de eso. Lo que siempre me impactó de Duna es que ese universo, que abarca unos 15.000 años en el futuro, es por completo verosímil. Ajeno, pero verosímil. Es muy difícil, luego de leer la novela, no tener la sensación de que el mundo de Duna realmente existe. (Por comparación, Fundación, la enorme trilogía de Isaac Asimov, ocurre más o menos en el año 12.000. Algunos sospechan que Duna es una respuesta a Fundación; de ser así, es una respuesta deliciosa.)
Las películas, hasta ahora, y un poco como ocurre también con otra novela inmensa y compleja, El Señor de los Anillos, no le han hecho justicia. Aunque Villeneuve abruma o seduce con lo visual, la potencia de Duna está en otra parte. Está en la delicada construcción de los personajes, sus relaciones y el denso contexto en el que se mueven. Hay también escenas épicas, pero harían agua o sonarían puramente efectistas, si no tuvieran el sustento de esa red repleta de detalles ajenos y a la vez verosímiles que Herbert puso de trasfondo.
Una decisión en particular, en el diseño de la historia, hace que Herbert sea uno de nuestros pioneros inesperados. Quienes han leído la novela (en el cine esto no termina nunca de ser claro) sabrán que unos 11.000 años en el futuro (contando desde nuestro presente) ocurre algo llamado la Jihad Butleriana, una revolución (¿política, social, religiosa, las tres a la vez?) que termina con la destrucción de todas las máquinas pensantes. Computadoras, calculadoras, robots y, por supuesto, la inteligencia artificial son prohibidos y convertidos en tabú. Los interrogantes entre paréntesis arriba se deben a que –otra decisión genial– Herbert menciona la Jihad Butleriana sin dar ningún detalle más que el hecho de que el cómputo está prohibido; es tan tabú, que de eso no se habla. Pasó algo, no sabemos qué, y el lugar de las computadoras lo toman los mentats, humanos entrenados para hacer cómputo (resumiendo mucho).
Varios miles de años después, cuando ocurren los hechos narrados en la novela, existe un número de tecnologías (armas, naves espaciales, medicina), pero el cómputo ha sido erradicado por entero. Esta vuelta de tuerca tiene un número de consecuencias notables. Por un lado, le quita a Duna ese tufillo electrónico y cromado que tienen muchas obras que especulan con el futuro (algunos opinan que Duna ni siquiera es ciencia ficción, debido a esto; disiento). Por eso, la novela es al mismo tiempo futurista y renacentista. Por momentos, oscuramente medieval (describe una sociedad en gran parte feudal). Por otro lado, esta decisión le permite a Herbert poner el énfasis en los conflictos humanos y políticos y no en los gadgets.
La otra vuelta de tuerca es su actualidad. Con la irrupción de ChatGPT y otros sistemas de ese tipo en nuestra vida diaria, la Jihad Butleriana se pone al rojo vivo. Es cierto que nadie (al menos por ahora) está pensando en prohibir toda forma de máquina pensante; más bien al revés. Pero sí es cierto que en 1965, casi sesenta años antes de ChatGPT, Frank Herbert se dio cuenta de que la mecanización de los procesos mentales podía conducir (él imaginó 11.000 años en el futuro; quizá ocurra mucho antes) a un conflicto colosal. No sé si llegaremos a eso, pero Duna (la novela, no las películas) enseña que está todo bien con la inteligencia artificial, pero que debemos ser previsores y prudentes. Bastó que las máquinas empezaran a hablarnos y a hacer dibujitos, con GPT y Dall-E, para que nos quedáramos encandilados como chicos. No sería nuestro mejor momento. El estar encandilados, digo.
Pero hay más. Duna es también la gran novela ecológica. Liet-Kynes, el padre de Chani, de la que se enamorará el protagonista, es el planetólogo imperial. La fuerte conexión entre la trama de la novela con los efectos de la civilización sobre los ambientes naturales fue una de las palancas de su éxito comercial, cuando, mucho tiempo atrás, en la década del ‘70, empezábamos a hablar de ecología y se nos calificaba de exagerados. La descalificación continúa aún hoy, claro, y cada vez más rabiosa, a medida que la temperatura promedio del planeta sigue aumentando y venimos de los diez años más cálidos desde 1850; uno atrás del otro. No sabemos adónde vamos, pero, según la ciencia, Arrakis es plausible, y esas quizá no sean buenas noticias. Pero tampoco, dadas las advertencias de esta novela extraordinaria, podemos decir que sean noticias frescas.
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