Puccini, en tranvía por Buenos Aires
Por José Luis Sáenz Para LA NACION
Giacomo Puccini (1858-1924) tenía 46 años y ya era el popular compositor de Manon Lescaut, La Bohème, Tosca y Madama Butterfly cuando anunciaba, desde Milán, el 24 de abril de 1905: "A principios de junio viajaré a Buenos Aires y regresaré en agosto. ¡Voy invitado, con viajes pagos para mí y Elvira y 50.000 francos! Como sabrás, allá se darán cinco óperas mías y yo pondré el Edgar ".
Se trataba de una invitación de La Prensa para residir con su esposa en el edificio de la Avenida de Mayo (hoy Casa de la Cultura) y, como vemos, el signo admirativo estaba en la suculenta suma que le pagarían en aquella pujante y remota Argentina donde todas sus óperas ya habían sido estrenadas (aun su primogénita Le Villi, en 1886), de manera que el único estreno que podía concederle a Buenos Aires era su tercera revisión de Edgar, la menos difundida de sus óperas a partir de su pobre estreno en la Scala (1889).
De acuerdo con ese anuncio, en junio lo tenemos embarcado en el Savoia, y un día antes de su desembarco en nuestra Dársena Norte (23 de junio) recibe en el puerto de Montevideo un anticipo de la apoteosis que deberá vivir (y sobrellevar) por un mes y medio en una Buenos Aires desbordante de entusiasmo. Ya en el puerto uruguayo su nave es escoltada por numerosos vaporcitos atestados de gente que vitorea su nombre, y uno de ellos con una banda que ejecuta su música, mientras él saluda desde la borda con su sombrero. Al desembarcar y recorrer algunas cuadras hasta el Ateneo montevideano declara: "Tuve la suerte de que en todo el viaje no se hiciera música". Pero ya podía comprobar ahora que en ambas costas del Río de la Plata no ocurriría lo mismo.
A pesar de la lluvia, el desembarco en Buenos Aires fue ante una multitud tan numerosa y entusiasta que debió ser contenida por un cordón de policías y marineros para que no cayera al agua. El desfile de su carruaje hasta Avenida de Mayo fue lento, por la muchedumbre que lo rodeaba y se agolpaba ante el edificio, entre las banderas de las instituciones de la colectividad italiana que habían ido en pleno a recibirlo, como la sociedad coral, musical y de tiro al blanco Unión Pelotaris, con estandartes desplegados y banda de setenta músicos, el Circolo Mandolinistico Italiano y el Circolo Giacomo Puccini de Villa Crespo. Ante tanto entusiasmo, Puccini anunció que cobraría un peso por cada tarjeta que firmara, para ayudar a las víctimas de las recientes inundaciones del Paraná y al Hospital Italiano. Luego pidió a su secretario que lo excusase y se retiró, exhausto, a su dormitorio.
Al día siguiente, Puccini visitó al director de La Prensa, Ezequiel Paz, y al ya anciano general Bartolomé Mitre, a quien había conocido en Italia. Según decía el periodista, el día destemplado y neblinoso no le permitió "darse una idea exacta de lo que es esta gran metrópoli. Las referencias que hasta él han llegado sobre sus adelantos y sus condiciones de capital europea le hacen anhelar el momento de poder conocerla". Como vemos, los porteños ya adolecíamos de esa costumbre de sentirse alumnos aventajados y predilectos de Europa, ávidos de rendir examen de excelencia y, sobre todo, de ser aprobados y alabados.
Mientras tanto, entre visitas al presidente de la Nación (Manuel Quintana) y al ministro de Instrucción Pública (Joaquín V. González), Puccini asistía a una gala en el Teatro de la Opera de la calle Corrientes, donde se cantaba su Bohème, y era agasajado por un público que aplaudía de pie y luego lo acompañaba hasta su alojamiento, mientras un joven aficionado iba cantando Che gelida mannina. La compañía de artistas era insuperable: maestro principal, el ilustre Leopoldo Mugnone (conductor del estreno mundial de Tosca) y, entre los cantantes, la Storchio (primera Butterfly), Zenatello (primer Rodolfo), Giraldoni (primer Scarpia), además de los legendarios Anselmi y Giannina Russ.
Las visitas de Puccini se van sucediendo: a la Recoleta, al Zoológico, al Tigre (con Joaquín V. González, desde La Boca, en el vapor Dolores, para ver los camalotes que han bajado con la inundación) y al cuartel de policía, "donde se mostró interesado en conocer los aparatos que usan los ladrones y las planchas de falsificaciones de dinero". Sólo pudo irse con la promesa de visitar en otra oportunidad el cuartel de bomberos.
Otro día, el más increíble de los agasajos: "Gran paseo por la ciudad en tranvía eléctrico para facilitarle la forma de conocer la Capital en todo aquello que tiene de más notable". En tres tranvías especiales de las empresas Anglo Argentina, Buenos Aires y Belgrano y La Capital subió en la Plaza de Mayo, con una comitiva de invitados para recorrer la avenida Rivadavia hasta la plaza Flores, donde le ofrecieron una copa de champagne y lo subieron a otro tranvía que volvió hasta Callao y de allí, por Santa Fe, hasta Belgrano, con regreso por Recoleta hasta la Plaza de Mayo inicial, luego de más de tres horas de periplo. De ahí el programa seguía con otro tranvía a La Boca y Barracas, pero Puccini se excusó y volvió a su alojamiento, mientras el periodista celebraba: "El paseo ha dejado la más grata impresión en el ánimo del maestro, pues con él ha podido darse cuenta de la importancia de nuestra ciudad".
Entretanto, en presencia del presidente Quintana y sus ministros, se ha realizado la velada de gala del 8 de julio: Himno Nacional y el estreno de Edgar, con innumerables salidas a escena del compositor y flores a su esposa en un palco (en la reseña periodística se lee, además, una larga descripción del atuendo y alhajas de cada dama asistente).
Entre otros agasajos le dan un concierto con música argentina, que incluye la zarzuela nacional La Trilla y concluye con el Pericón por María. Realiza otra insólita visita, esta vez a la Penitenciaría Nacional, donde recorre celdas y talleres. Unos alumnos de cuarto grado de una escuela elemental van a visitarlo y le obsequian unas flores, "haciendo votos a fin de que el perfume de ellas inspire su genio para una nueva producción cuyo tema sea argentino". Tal exhortación nacionalista se reitera en otras oportunidades de brindis, mientras Puccini se escuda en que está trabajando en una ópera sobre María Antonieta (de la que nunca hubo más noticias).
Con la excusa de que no sabe castellano, pide a otros que respondan por él a todos los brindis y homenajes que le brindan.
Y luego, por fin, el maestro se dedica de lleno a su pasión favorita: la caza (no olvidemos que vivía en Torre del Lago, precisamente para poder cazar, y que aún se conservan allí todos sus equipos de caza).
Primero será una partida de caza cerca de 25 de Mayo, en el campo de Jorge Keen (luego, esposo de María Barrientos), y más tarde una gran cacería en la estancia El Dorado, del senador Benito Villanueva. Puccini sale de Retiro en un tren especial con dormitorio, a ochenta y hasta noventa kilómetros por hora (¡otra Argentina!), y llega a Vedia entre cohetes, bombas de estruendo y banda con el Himno Nacional Argentino y la Marcha Real Italiana.
Pernocta en el campo, desayuna con mate y caza muchos animales, como ha quedado documentado por fotógrafos y periodistas. Una semana más tarde realiza una tercera cacería en el establecimiento del doctor Keen (Estación Ernestina del Ferrocarril del Sud).
Pero es momento ya de abreviar la lista interminable de banquetes y agasajos e ir a su despedida de Buenos Aires: fue el gran banquete del 8 de agosto en el salón de actos de La Prensa, ofrecido por Ezequiel Paz, en cuyo transcurso cantaron juntos nada menos que la Storchio, Didur, Zenatello, Giraldoni y Anselmi. En suma: cinco de los divos máximos de la llamada edad de oro de la ópera.
La partida fue también espectacular: dos bandas de música en la Avenida de Mayo. Una de ellas, la de la Policía Federal. Aplausos y vítores, su esposa en un carruaje y él a pie, rodeado por la multitud hasta el Dique 4, de donde sale en el vapor Venus hacia Montevideo, entre aplausos desde los otros buques y murallones. Allí Puccini no pudo contener su emoción y lloró, mientras desde la ciudad el gran reflector de La Prensa hacía guiños e iluminaba el barco hasta llegar al canal, como último adiós de los argentinos.
Pero quizá todo esto haya sido excesivo para Puccini, porque cuando llegó a Montevideo desembarcó una hora antes para evitar un nuevo tumulto y se encerró en el hotel Lanata el resto del día. Claro que allí lo esperaban otra nueva invasión, no menos fervorosa; otro presidente de otra república, con sus ministros, y otro público enfervorizado, que lo agasajó con una Tosca en el teatro Solís y, luego de interminables llamadas a escena, lo acompañó en manifestación callejera a su hotel.
Nunca más volvió Puccini a América del Sur en los veinte años que le quedaban de vida. En cambio, regresó a América del Norte. ¿Tuvo aquí sobredosis de agasajos? Quizás en el barco de regreso, lejos de sus demostrativos admiradores rioplatenses, pudo decir, ya tranquilo, como le escribía en humorísticos versos a nuestro compatriota Héctor Panizza: Insomma son contento, davvero non mi pento... ("En fin, estoy contento; verdaderamente, no me arrepiento").