Jóvenes que crecen sin líderes, otra secuela del fracaso argentino
¿Quiénes son los líderes de las nuevas generaciones argentinas? ¿En quiénes confían? ¿Quiénes son sus modelos? ¿Quiénes los inspiran y les marcan el rumbo? Las respuestas quizá nos enfrenten a una de las secuelas más dolorosas de un país fracasado. Los jóvenes que hoy tienen entre 15 y 25 años no creen en casi nadie; solo en ellos mismos. Como toda generalización, es objetable. Pero hay algunos síntomas que no podemos ignorar: ninguna institución –ni la escuela, ni el gobierno, ni las iglesias, ni sus propias familias– inspira entre los jóvenes demasiada confianza.
Hubo una generación (la del 80) que creyó en sus ideas y en la construcción de una nación que la trascendiera. Hubo otra (la de nuestros abuelos inmigrantes) que confió en la Argentina como tierra de oportunidades. Después vino la generación que pudo soñar con el progreso a partir de lo que sus padres habían construido. Eran herederos de un destino forjado en la cultura del esfuerzo. Más tarde vino una generación (la de los que hoy tenemos poco más o poco menos de 50) que, después de la oscuridad de la dictadura, se aferró a la democracia. Todas –de alguna u otra manera– tenían confianza en el futuro. ¿En qué confían nuestros hijos? Quizá sea una generación que solo piensa en el presente, en el aquí y ahora. Quizá esa sea la consecuencia de una época que desalienta los proyectos a largo plazo y que no mira con optimismo el porvenir. Quizá sea el rasgo de una generación moldeada en la fugacidad de las redes sociales y la cultura digital, donde todo es efímero, vertiginoso y cambiante. Quizá sea el mecanismo defensivo de una generación que no sabe cuáles serán los trabajos del futuro ni qué quedará en pie después del vendaval de la globalización tecnológica.
Los adolescentes de hoy nacieron bajo el signo de la frustración argentina. Escuchan hablar desde que nacieron de un país acosado por los fracasos y las crisis permanentes. Han visto a sus padres sufrir por la pérdida de empleos, por la voracidad de la inflación, por los manotazos del Estado, por la inseguridad galopante, por el derrumbe de la educación pública… La mitad de los adolescentes de hoy está condicionada por la pobreza. La otra mitad convive con la incertidumbre, los temores y la inestabilidad. Les cuesta confiar en el futuro. Rechazan –con razón– la herencia recibida.
El fracaso de la Argentina tiene consecuencias aún más profundas: ha debilitado los liderazgos sociales; ha hundido a instituciones enteras bajo los escombros de la desconfianza. Los maestros fueron, para generaciones anteriores, una referencia inspiradora. Representaban un liderazgo ético, social, intelectual. Hoy representan otra cosa: un "colectivo" desmoralizado, enredado en una constante lucha sindical, pauperizado, agobiado por la burocratización de la enseñanza, desautorizado por los padres, desafiado por sus propios alumnos. Allí donde había un modelo, una referencia para los chicos y los jóvenes, hoy solo se ve una figura desdibujada, acosada por la crisis de una escuela descuidada y degradada hasta por sus propios actores.
La universidad también ha desertado de su rol de institución rectora, de referencia intelectual y humanística. Ya no politizada sino "partidizada", replegada hacia una suerte de pensamiento único y convertida en una estructura que administra "cajas", negocios y privilegios como si fuera una gigantesca red de "toma y daca", ya no inspira el respeto ni la confianza que le tenían generaciones anteriores. Su deterioro académico, la obsolescencia de sus contenidos curriculares y el atraso en el que ha quedado postergada frente a las transformaciones globales hacen que la universidad pública tampoco represente, para las nuevas generaciones, el pasaporte al progreso laboral y social que representó para sus padres y abuelos.
El fracaso argentino –sin embargo– se ha metido en todos lados: en las empresas, en los sindicatos, en las iglesias, en el deporte y en los ámbitos académicos, científicos y culturales. Por supuesto, también en la Justicia y en los partidos políticos. En todas esas estructuras ya es muy difícil encontrar grandes maestros, referentes inspiradores o líderes virtuosos, que no es lo mismo que "capos", jefes ni "dueños de la pelota". No es un fenómeno exclusivo de la Argentina, pero acá tiene, quizá, una mayor profundidad por los niveles que ha alcanzado el deterioro ético al compás de las debacles económicas.
Han casi desaparecido las "escuelas formadoras", si se quiere inorgánicas, que funcionaban en la política, en los talleres y laboratorios, en el Estado, en las redacciones, en los sindicatos o las cooperativas, en muchos clubes, sociedades de fomento y universidades populares. En todos esos ámbitos había maestros con mayúsculas, había mentores y padrinos que les daban la mano a los más jóvenes y los guiaban en el comienzo de sus carreras. Hoy puede haber –y de hecho hay– grandes talentos individuales. Pero son liderazgos más atomizados, incluso más dispersos. Ya no definen a las instituciones medulares del país, donde se ha perdido la noción de "escuela". Como consecuencia de una sociedad más fragmentada y desigual, el acceso a esos liderazgos –inclusive– se ha tornado un privilegio para algunos (los que pueden estudiar en escuelas o universidades de excelencia), pero no para todos, como ocurría en una Argentina más homogénea, estructurada sobre la base de un sistema de educación pública de altísima calidad.
La pérdida de liderazgos formadores no solo tiene que ver con las crisis económicas y de valores que han carcomido al país; también con las profundas transformaciones que ha impuesto la revolución tecnológica, con las nuevas dinámicas del mercado laboral y con reformas culturales que han puesto en tela de juicio roles y jerarquías en el complejo entramado social, con un sano cuestionamiento –inclusive– al verticalismo y a los excesos de paternalismo. En muchos ámbitos, además, se ha perdido o debilitado el sentido de pertenencia; algo que también atenta contra los liderazgos virtuosos y las "escuelas formadoras" en las que se apuntalaba a los jóvenes.
El gran capital de ese liderazgo formativo e inspirador era algo que se llama prestigio. Pero no eran solo prestigios individuales, aunque se nutría por supuesto de ellos, sino una suerte de "prestigio institucional". La docencia tenía prestigio; la política (aunque cueste creerlo) tuvo prestigio; el empresariado lo tuvo; el trabajo tenía prestigio. Había algo más: una alianza tácita entre los adultos, que naturalmente conducía a que esos liderazgos fueran reconocidos. Todo eso tejía una trama de confianzas sociales que hacía que, aun desde su rebeldía natural, los más jóvenes aceptaran y se enriquecieran con esos liderazgos que los ayudaban a forjar su futuro.
Los jóvenes ahora hablan de combatir las "sociedades adultocéntricas". Es una forma de decir: "déjennos a nosotros; nos arreglamos solos y haremos mejor las cosas". Tienen las redes sociales; tienen el argumento de una herencia de fracaso; tienen confianza en ellos mismos. Se han convertido en una generación "autoliderada", con banderas propias como la del ecologismo. ¿Tendremos que dejarlos solos y desearles suerte? ¿Eso no implicaría renunciar a nuestra responsabilidad generacional? ¿Qué valores debemos transmitirles? Quizá haga falta propiciar nuevos acuerdos y consensos entre adultos. Quizá deberíamos apostar, sin resignarnos, a recrear "liderazgos institucionales" que, a través de nuevos formatos y hasta con nuevos lenguajes, guíen e inspiren a los más jóvenes en un diálogo interactivo con ellos. Habrá que hacerlo, seguramente, sin paternalismo autoritario, pero también sin miedo a ejercer el liderazgo y la autoridad. Quizá debamos tomarlo como el gran desafío de nuestra generación.
Periodista y abogado