Hablar el idioma de Buenos Aires
Entre los muchos extranjeros que visitan la capital de la Argentina se encuentran aquellos que quieren aprender el español como una forma adentrarse en nuestra cultura y conocernos más
Los que vivimos en Buenos Aires sabemos amarla u odiarla, según el día, o las circunstancias. Pero, en general, con sus luces y sus sombras, esta ciudad se deja querer. Por sus habitantes y también por quienes la visitan. Entre este último grupo me gustaría referirme a un sector que tuve la oportunidad de conocer bastante: los que llegan a la ciudad desde distintos países cuya lengua no es el castellano.
Es que por años trabajé como profesor de Español como Lengua Extranjera (ELE), que así se les dice a los que enseñamos (o intentamos hacerlo) el excelso idioma de Cervantes a gente oriunda de diversos puntos del globo. Lo primero que tengo para decir de ellos es que veo muy noble el gesto de que quieran manejar la lengua del lugar que visitan. Algunos lo hacían porque venían trabajar acá. Otros, porque viajaban por Latinoamérica durante varios meses (quién pudiera) y muchos, directamente, porque buscaban adentrarse a fondo en la sociedad que estaban visitando.
Y debo decir, aunque suene a chauvinismo simplón, que la mayoría de ellos –tuve estudiantes de muchos países- adoran Buenos Aires. Conocen sus lugares emblemáticos y, los más aventureros, los no tan emblemáticos. Y les encanta la vida social, que es algo que los ayuda a aprender más rápido la lengua. O al menos lo más urgente. Recuerdo un estudiante holandés que me invitó a comer con sus amigos porteños en el departamento de uno de ellos, por Palermo. El chico tenía mucha voluntad, pero el castellano le era bastante esquivo. Sin embargo, había aprendido una frase a la perfección. Cuando algún invitado tocaba el timbre, como se trataba de un edificio alto y alguien tenía que bajar a abrir, el neerlandés sabía gritar, antes que cualquiera de sus contertulios: “¡No bajo!”. Y nunca lo hacía.
Otro caso de la fuerte empatía de los extranjeros con nuestra cultura lo viví cuando un brasileño muy joven, fanático del dibujante argentino Liniers, me pidió que lo acompañara a visitar su domicilio. “Me dijeron que su casa está en el barrio de San Telmo”, aseveró mi estudiante y yo, la verdad, no tenía ni idea de que esa vivienda estuviera abierta al público. “Será como un museo?; ¿Será que el autor de Macanudo recibe visitas?”, me pregunté. Finalmente, el muchacho averiguó dónde quedaba esa casa de Liniers que él tanto ansiaba visitar. Venezuela al 400. Pero no nos esperaba ningún ilustrador. Resulta que se trataba de la antigua casona de Santiago de Liniers, el héroe de las invasiones inglesas y también virrey de la ciudad de Buenos Aires. El brasileño se desilusionó por el malentendido, pero con una sonrisa.
Como parte de su adaptación a nuestra idiosincrasia, los visitantes aprenden a utilizar vocablos particularmente nuestros. Una vez, en una clase, un inglés, que hablaba mucho y muy bien el español, me preguntó cómo se decía cuando alguien estaba en una comida y ya no podía comer más. “Estoy satisfecho”, le dije yo, primero y después le tiré con algo más autóctono: “También podés decir: ‘Estoy pipón’”. El lunes de la semana siguiente, en una nueva clase, el inglés me contó: “El sábado fui a un asado con un montón de gente, y cuando me preguntaron si quería algo más contesté: ‘No gracias, estoy pipón’. Creo que los sorprendió esa respuesta, porque todos me aplaudieron”. En ese momento sentí que ya podía retirarme de la enseñanza del español en paz.
Como sea, todas estas muestras de interés y la valoración de las personas de todo el mundo por lo que somos –apenas di tres ejemplos de miles- de verdad deberían honrar a los porteños y argentinos en general. Pero, más allá de esta moraleja floja de papeles, falta añadir que a los extranjeros hay otra cosa que suele despertarles curiosidad de este país. En algún momento de alguna clase, no importaba el nivel ni la procedencia de los estudiantes, la pregunta llegaba, inexorable: “Profesor, ¿qué es el peronismo?”. Con amabilidad, y sin emitir juicio de valor alguno, solía responderles: “Creanme, el español es mucho más fácil de entender”.