El peligro de reescribir la historia
Por Luis Gregorich Para LA NACION
Se habla mucho, en la Argentina, de revisión del pasado. A ello parecerían apuntar gestos tales como el pedido de inconstitucionalidad de ciertos indultos presidenciales o, en un ámbito más restringido pero igualmente significativo, el agregado de un nuevo prólogo a “Nunca más”, el informe de la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (Conadep), publicado por primera vez en 1984.
El objetivo, incluso, podría ser más amplio si se tiene en cuenta que quienes lo promueven son el gobierno nacional y sus aliados; podría implicar, como política de Estado, un cambio importante en la visión oficial de los trágicos años 70, relativamente consolidada y en perspectiva más bien conciliadora después del juicio a las Juntas, entre 1985 y 2001. ¿Habría que afirmar, en consecuencia, que está en marcha un intento, a la vez político, ideológico y judicial, de reescribir la historia reciente?
La historia, como “ciencia de los hombres en el tiempo” (si se acepta la definición de Marc Bloch), siempre se ha reescrito a sí misma, a diferencia del mito y de la fábula, que eligen ser intemporales. Plutarco reescribe a Herodoto. Fustel de Coulanges no inventa, sino reescribe la ciudad antigua; lo mismo hace Burckhardt con la cultura del Renacimiento en Italia. Nuestros liberales y revisionistas se reescriben sucesivamente unos a otros, hasta llegar a los más lúcidos historiadores de hoy, de Tulio Halperin Donghi y Félix Luna a María Sáenz Quesada y Luis Alberto Romero, que proponen una visión más comprensiva y menos partidista.
El listado se refiere, naturalmente, a la historia de los historiadores. Pero lo que nos preocupa ahora es quizás una forma de historia más brutal e inmediata, caracterizada por veloces reescrituras manipuladoras. Podrían ser, según lo expresa un viejo lugar común, las que escriben los vencedores, aunque hoy sería más preciso decir: las que escribe el imaginario colectivo, reestructurado por los medios masivos y las necesidades políticas.
Fueron éstos los mecanismos que, en 2001, convirtieron un vulgar golpe de Estado institucional, cometido contra un gobierno débil y errático, en una "heroica gesta" que terminó llevando al país, con la devaluación de 2002, a la más regresiva redistribución de la renta nacional en las últimas décadas.
La derogación retroactiva de indultos presidenciales lastima el sentido común y hiere de muerte a una facultad que, más allá de los sentimientos que nos inspiren quienes la ejerzan y quienes sean beneficiados por ella, alude al sentido positivo del perdón y a la irrisión de la venganza. El uso político de respetables normas universales, precisamente en un momento de profunda crisis del derecho internacional, cuando las grandes potencias se mueren de risa ante las recomendaciones de Ginebra o La Haya, obligará a nuestros gobernantes a ser severos consigo mismos en el momento en que esas mismas normas los alcancen.
La inclusión de un nuevo prólogo -aunque sin eliminar el anterior- en la última edición del Nunca más merece una atención especial. Según se cree, esta variante de reescritura se sustenta en la intención del Gobierno de refutar, o atenuar, una supuesta "teoría de los dos demonios" (que proclama la común negatividad y la interdependencia de la dictadura militar y las organizaciones guerrilleras de los 70) que estaría contenido en el prólogo original. Aunque este prólogo se atribuye a Ernesto Sabato, presidente de la Conadep, jamás llevó firma, de lo que se deduce que representó al conjunto de la Comisión.
Fui, en 1984, como director gerente general de Eudeba, el editor de esa primera versión del libro, y debo decir que ese prólogo siempre me pareció una admirable síntesis, articulada histórica y políticamente, de aquellos trágicos años. Lo he releído ahora, y mantengo la misma opinión: hoy es tan actual como entonces. No encuentro ninguna teoría de los dos demonios, salvo que párrafos como éste la postulen: " a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la voluntad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos".
El nuevo prólogo, firmado por la Secretaría de Derechos Humanos del gobierno nacional y antepuesto en la última edición (¿con qué derechos?) al de la Conadep, es un mero panfleto que reseña las políticas oficiales en la materia y formula una interpretación económico-social de la dictadura, dotándola de una ideología neoliberal avant la lettre . No hay ninguna mención de las organizaciones guerrilleras.
El párrafo que parece polemizar, si bien injustificadamente, con el prólogo primigenio es el que sigue: "Es preciso dejar claramente establecido -porque lo requiere la construcción del futuro sobre bases firmes- que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas, como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado que son irrenunciables".
¿Quién ha pretendido justificar nada? La inmensa mayoría de la sociedad argentina coincide en que la dictadura militar fue un régimen asesino, cruel y estúpido, y en que cometió crímenes de lesa humanidad que merecen sanciones ejemplares. Su perversidad no admite escala ni cotejo alguno. Pero nadie podrá convencernos de que surgió como un aerolito, del vacío, y de que los grupos guerrilleros, más allá de la desinteresada militancia de muchos de sus integrantes, no contribuyeron también al sangriento festival de desprecio por la vida humana que fueron los 70 y parte de los 80. Por su propio militarismo, por su foquismo y voluntad de vanguardia iluminada.
Y no hay que callarlo por miedo a los toscos encasillamientos de las meras direcciones del tránsito que suelen ser la izquierda y la derecha.
Hasta ahora, hay que reconocerlo, la verdadera reescritura de la historia de los 70 no la ha iniciado el Gobierno, con su cóctel de sobreactuación y nostalgia, sino las reflexiones y testimonios de muchos de los ex integrantes, o promotores intelectuales, de los grupos guerrilleros. No hay nada equivalente a esta multitud de libros y testimonios, autocríticos o exaltadores, entre los sostenedores e ideólogos de la dictadura militar, más allá del libelo simplista y esquemático.
Comienza a reescribir la historia, por ejemplo, un descarnado documento de dos páginas escasas: la carta que a fines de 2004 el filósofo Oscar del Barco envió a la revista cordobesa La Intemperie, como respuesta y comentario a la entrevista con un ex militante del Ejército Guerrillero del Pueblo (una fugaz y precursora organización armada de aquellos años) y en la que éste relata la ejecución de dos compañeros por la propia guerrilla.
Con resonancias de los mandamientos cristianos, del gandhismo y del imperativo kantiano, Del Barco invoca el "no matarás" como valor supremo y como límite para toda acción. Después de trazar su propia historia, y de asumirse responsable por su apoyo a esa y a otras organizaciones armadas, afirma: "Si no existen «buenos» que sí pueden asesinar y «malos» que no pueden asesinar, ¿en qué se funda el presunto «derecho» a matar? ¿Qué diferencia hay entre Santucho, Firmenich, Quieto y Galimberti, por una parte, y Menéndez, Videla o Massera, por la otra? [ ] Sé, por otra parte, que el principio de no matar, así como el de amar al prójimo, son principios imposibles Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada hombre, del primero al último. [ ] Yo culpo a los militares y los acuso porque secuestraron, torturaron y mataron. Pero también los «nuestros» secuestraron y mataron también nosotros somos responsables de lo que sucedió".
Este texto único, que se recorta por sobre la mediocridad y autocomplacencia de la escena intelectual, generó largas discusiones y controversias, sobre todo en ámbitos de la ex militancia revolucionaria. No faltaron fulminaciones irritadas o burlonas por parte de quienes, pese a los datos de la triste realidad, siguen creyéndose amparados por la verdad y la historia.
Reescribir la historia es necesario e inevitable. Pero no es provechoso hacerlo en nombre del interés político del presente. Dígase con claridad: ni un paso atrás en materia de defensa y promoción de los derechos humanos (no sólo para el pasado, sino también en lo que concierne a los cuerpos y mentes de las mujeres y hombres de hoy); ni un paso atrás en la condena definitiva de la dictadura militar.
Pero, al mismo tiempo, dos pasos adelante en la capacidad de interlocución y generosidad de la democracia, reconocimiento y no demonización de los otros aun en casos extremos, y, sobre todo, rechazo a recrear la atmósfera de fúnebre enfrentamiento de los 70, tanto que se escude en la apología del orden como en ideales liberacionistas. Para que esos años trágicos nos dejen una enseñanza y se pueda decir, con otro gran maestro de historiadores, Lucien Febvre: "Es en función de la vida como la historia interroga a la muerte".