El derecho al olvido en una era sin pasado
Puedo recordar algunas escenas de mi juventud que me avergüenzan. Episodios en los que, digamos, he perdido el mínimo de decoro propio de las formas civilizadas o el más elemental buen gusto. Hechos en los que quedé desprovisto de esa cuota de dignidad que no resulta aconsejable deponer y cuya ausencia solo se advierte, para peor, en retrospectiva o a la mañana siguiente. Por supuesto, no voy a describirlos aquí. El lector puede imaginarlos y acaso acierte en alguno de ellos si trata de recordar sus propios episodios vergonzantes. Aunque quizá eso no resulte tan fácil si han pasado muchos años. Salvo aquellas imágenes inagotables que guardamos para siempre, tendemos a olvidar el lastre que tira para atrás. Somos barcos con estelas que se van perdiendo a medida que avanzamos.
Tal vez ya no. Tal vez ya somos otra cosa. La revolución tecnológica, con internet y las redes sociales, vino a poner esto en cuestión, porque trastocó de una manera radical y en muchos sentidos ese elemento sagrado del que estamos hechos: el tiempo. Y lo hizo de un modo tan cautivante y engañoso que apenas nos dimos cuenta.
Primero, nos quitó el presente. Cambió el tiempo humano por el de la máquina. Trocó lo sucesivo por lo simultáneo. Eso nos privó de la experiencia. De la experiencia de la experiencia, quiero decir. No es un juego de palabras. Para sentir el frío debo conocer el calor. Pero uno después del otro. Si tengo los dos juntos, me da tibio. Internet nos pone en la palma de la mano, mediante la astucia de convertirnos en parte del cableado, la tibieza incolora de todo lo que existe reducido a imagen digital. Al ser parte de la máquina, al ser la máquina, quedamos atravesados por infinitos estímulos y mensajes. Y cuando lo simultáneo reemplaza lo sucesivo, el presente humano estalla en pedazos.
Hay otro efecto, que en verdad es parte del anterior: cuando lo simultáneo reemplaza lo sucesivo, perdemos también el pasado. Es decir, vivimos en el eterno presente digital de lo que nunca termina de pasar. En la Web, que hoy es nuestra casa, la estela de nuestro navegar no se borra a medida que avanzamos. En ese Aleph digital, somos lo que fuimos.
El caso de Natalia Denegri, centrado en el “derecho al olvido”, puso en discusión todas estas paradojas y problemas en los que hoy nos debatimos. Ella busca eliminar de los buscadores de internet el vínculo entre su nombre y las publicaciones que registran sus intervenciones mediáticas en el “escandaloso” caso Cóppola, de los años 90, pero esta semana la Corte Suprema revocó una sentencia previa y rechazó su planteo, al entender que la libertad de expresión debe imponerse al “derecho al olvido”.
"Cuando lo simultáneo reemplaza lo sucesivo, el tiempo humano estalla. Vivimos en el eterno presente digital de lo que nunca termina de pasar"
En lo personal, se entiende la voluntad de Denegri, que considera “perjudicial, antigua, irrelevante e innecesaria” la información y los videos que busca suprimir. Yo podría decir lo mismo de esos “pecados” de juventud que me avergüenzan, y no me gustaría que mis hijas pudieran ser testigo de ellos. Por otra parte, la opinión pública fruto de la exposición mediática, incluso de aquella que buscamos, puede ser muy cruel. No hay duda de que esos hechos del pasado no definen a la Natalia Denegri del presente. Al menos en la vida real. Pero le pesan porque están ahí.
Sin embargo, la sentencia de la Corte parece acertada. Tras considerar que Denegri es una persona pública que por propia voluntad se expuso entonces en la TV, los jueces supremos preservaron en su fallo el derecho a la información y a una memoria social completa. Las sentencias de la Corte establecen principios aplicables después a otras causas judiciales. Si se admitiera la pretensión de Denegri, se abriría la puerta para intervenir en el inclemente archivo digital con el fin recortar el pasado y deformarlo en cuestiones sociales o políticas relevantes. Porque, ¿dónde está el límite entre lo que se debería cortar y lo que no? ¿Cómo evitar en ese corte la arbitrariedad o la intencionalidad perversa?
Google Argentina celebró el fallo y dijo que los motores de búsqueda “cumplen un rol esencial para la libertad de expresión”. Sin embargo, la sentencia puso también el acento en la opacidad con que operan los algoritmos de esos motores de búsqueda, hoy elementos cruciales en la construcción de la realidad virtual que habitamos. Pidió, en palabras textuales, asumir la problemática para que “resulten más entendibles y transparentes para los usuarios, hoy sujetos a la decisión de aquellos”. Si los algoritmos dan forma a nuestro entorno, al menos deberíamos saber de acuerdo a qué criterios y de qué modo.
En estos asuntos relacionados con el tiempo y la naturaleza de lo real es inevitable volver a Borges, quien en Funes, el memorioso sugiere que sin olvido es imposible vivir. En otro cuento, El Zahir, parece decir que el prodigio de ver el todo desde la parte puede no ser tal y conducir a la locura. Para los místicos, el todo es el absoluto, que supone el aniquilamiento del yo, pues allí no existe discriminación entre yo y “lo otro”. Algo así como un perderse en la conciencia de Dios. ¿En qué clase de absoluto nos invita a perdernos la matrix digital?