Hace 30 años, mientras fumigaba, un agricultor de Benito Juárez se preguntó por qué su tierra se desmembraba después de rociarla. En ese entonces casi nadie se hacía esas preguntas. Hoy, a sus 73 años, Juan Kiehr es un símbolo de resistencia orgánica y de cultivo biodinámico reconocido por las Naciones Unidas. ¿Cómo es enfrentarse, casi solo, al imperio de los agroquímicos?
Por Franco Spinetta / Fotos de Sebastián Pani
Principios de los años 90. Juan Kiehr está sentado en su sembradora, equipado con la última tecnología de semillas de girasol modificadas genéticamente y dispuesto a rociar varias de las 650 hectáreas de su campo familiar en Benito Juárez, al sur de la provincia de Buenos Aires. El herbicida preemergente que descarga desde la máquina va cayendo como una lenta neblina sobre la tierra, sin dejar más rastros que un potente aroma. Pero algo no le cierra. Contempla el entonces comportamiento del suelo y compara las zonas fumigadas con las demás que quedan libres. Y observa, por ejemplo, que la tierra fumigada se desmiembra, se convierte en volátil. “¿Esto es realmente bueno? ¿A qué lo llevan a uno?”, se pregunta, sin la menor idea de la dimensión que tomaría su respuesta.
Treinta años después de aquel cuestionamiento puramente intuitivo, su tierra está completamente libre de agroquímicos. Y su chacra agroecológica –llamada La Aurora– es un ejemplo: un faro en este lío llamado campo, tan atravesado por lobbies y dinero. Mucho dinero. Juan resiste con paciencia y orgullo, aunque sin resignar producción: su campo anda, y muy bien. Sabe que así está desafiando a todo un sistema que le dice que haga exactamente lo contrario, que entregue su tierra al mandato del combo siembra directa-fertilizantes-herbicidas.
Llegar a La Aurora es como adentrarse en la campiña bonaerense. Amplias lomadas que interrumpen la llanura. Alguna serranía que aflora a lo lejos, piedras, flores y sembradíos completan el paisaje. La casa principal está rodeada de muchos árboles, frutales que emanan azahares y todo lo onírico de la vida campestre. Perros, gatos y una adorable salamandra a leña que despierta sentimientos ancestrales.
Juan es alto. Su rostro y sus manos tienen las arrugas bien ganadas de los 73 años que lleva de vida. Sus ojos son de un color celeste bien profundo. Su vitalidad es asombrosa. Habla despacio, en paz y con un acento marcado por su ascendencia danesa: en su casa de la infancia no se hablaba otro idioma.
Lo primero que dice antes de emprender una recorrida por su chacra es que él no quiere que nadie lo malinterprete: “Yo hago esto porque no quiero producir alimentos envenenados”. La sentencia tiene toda la potencia necesaria para comprender por qué este hombre ha dedicado su vida a encontrar otro modo de cultivar la tierra, a contramano del modelo de desarrollo que fue adoptado por el campo argentino.
Según la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes, en los últimos 22 años el consumo de pesticidas aumentó un 858% en la Argentina. En 1996 –cuando se introdujo la siembra transgénica– se utilizaban de dos a tres litros de glifosato por hectárea sembrada. Hoy, el promedio está en 15 litros por hectárea. En zonas menos productivas, como Santiago del Estero, se llegan a utilizar 25 litros de glifosato para apuntalar la cosecha.
De las 650 hectáreas, Juan utiliza 400 para agricultura y unas 150 para pastoreo de animales. El resto son inundables. El emprendimiento es mixto y su fuerte es la cría de ganado en pie. No hace siembra directa y rota los cultivos. En los intervalos deja crecer una millonada de tréboles que dibujan un paisaje atípicamente poético. Y muy útil: los tréboles generan naturalmente en el suelo el nitrógeno que los demás productores buscan potenciar con fertilizantes.
“Las tierras acá en la Argentina son muy fértiles, muy buenas, pero es muy importante darles un descanso de dos, tres y hasta cinco años con pastura, hacerlas producir como ganaderas y después volver a producir agricultura”, cuenta.
Fe en la biodinámica
Juan señala un amplio rectángulo de tierra arada donde se ven unas varas de metal incrustadas en el suelo, separadas a un metro de distancia. Allí revela un término clave en La Aurora: biodinámica. “Ahí donde están esas estacas clavadas hay cuernos con bosta”, dice, enigmático, generando suspenso. “Suena esotérico, ¿no?”, bromea. Y luego explica la pócima: “Hay que conseguir cuernos de vacas que hayan tenido cría. Y la bosta que se pone adentro debe ser de vacas preñadas. Se entierra a 40 cm y se deja todo el invierno”. Una vez cumplido el ciclo, Juan desentierra el tesoro y lo mezcla en una cisterna de agua con un molinito, para luego esparcirlo en la tierra. “Es un vivificante natural, un método homeopático muy sutil”, agrega.
¿Juan Kiehr desafía la eficacia de los fertilizantes con cuernos de vaca y bosta? Así parece. Abrazó la biodinámica luego de que se contactara con otro personaje esencial en esta historia: el ingeniero agrónomo Eduardo Cerdá, el hombre que lo acompaña y aconseja desde hace más de 25 años. “La biodinámica es una ciencia que tiene la naturaleza en el centro: el suelo, las plantas, la tierra y el hombre. No hay nada aislado, todo está relacionado: la luna y los planetas. Uno debe cuidar el suelo, que se lo considera realmente un organismo vivo. El gran desafío para un agricultor ecológico es tener un suelo biodinámico”, señala.
El secreto, amplía Juan, es entender que las plantas asimilan todo a través del agua y por la fuerza del sol. Los agricultores biodinámicos sostienen que el nitrógeno agregado artificialmente al suelo crea un desequilibrio en la planta: las hace más débiles, más dependientes. Aquí no todo es producir, producir y producir.
Eduardo se cruzó por primera vez con Juan en el año 90, justo cuando Juan comenzaba a cuestionarse a sí mismo por el uso de los herbicidas. Había sido convocado por la Sociedad Rural Cooperativa de Benito Juárez para asesorar a un grupo de productores. En el año 97, Eduardo hizo un clic tras realizar un posgrado en Agroecología en la Universidad Nacional de La Plata. Empezó a pensar cómo encarar la producción desde otro enfoque, alejado del que entonces ya se proponía con el desembarco de la soja y su paquete tecnológico basado en el uso del glifosato.
“Juan es una de las personas más nobles que conozco”, dice y enseguida añade que la agroecología es, en realidad, una forma de “volver a pensar”. “Este método de producción es vocacional, vender agroquímicos no tiene nada de vocación”, enfatiza Eduardo.
En el año 2015, el caso de Juan tomó dimensión mundial. La Organización de la Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, según su sigla en inglés) eligió La Aurora como uno de los 52 establecimientos modelo en producción agroecológica de cereales y carne bovina. Eduardo le había enviado a la FAO todo el material que habían investigado en el campo de Juan. “Fue una alegría inmensa y todavía no salimos del asombro… todo el tiempo nos llegan noticias de que lo toman de ejemplo en otros lados”. Hace poco le contaron que en un congreso de agroecología que se llevó a cabo en Costa Rica, Juan aparecía citado en un video que produjo Greenpeace.
Eduardo toca un tema sensible para el agro argentino, el quid de la cuestión que desvela a ingenieros, economistas y chacareros: el rendimiento y los costos. “Lo que estamos viendo en La Aurora son rendimientos por encima de los vecinos. Igual o mejores. Y con un costo económico muy bajo: US$ 150 por hectárea de trigo contra 300/400 para los mismos rendimientos”.
¿Cómo es que sucede esto? Simple: Juan no echa agroquímicos. No solo cierra la ecuación ecológica, sino también la económica. Explica Eduardo: “El trigo duplicó su valor, pero los costos se cuadriplicaron. ¿Por qué ciertos herbicidas son carísimos? Porque los que los necesitan los van a pagar. Y cada vez necesitan más porque las malezas son más resistentes”.
La máxima que aplican en La Aurora, en cambio, es: “Si no necesitás ningún remedio es porque estás sano”. El campo de Juan no sufre las plagas. Las enfermedades foliares –tan caras al resto de los campos argentinos– casi no visitan sus tierras. Y, si aparecen, se aplica una receta: el trabajo. “Para todo hay solución, pero nada es tan fácil como ir y comprar un producto para echarle”.
Queda claro que, en realidad, la opción por la agroecología no presenta un contraargumento económico. Juan lleva una buena vida. Tiene un buen nivel económico, solo una vez pidió un crédito bancario –cuando un tornado le voló gran parte de las instalaciones– y produce igual o más que sus vecinos con menor costo. Quizá, sí, con algo de mayor riesgo: el margen de error se magnifica ante los imponderables de la naturaleza. Dice Eduardo: “La agroecología nos ayuda a pensar, la podés usar para cualquier eje de vida. Porque, en realidad, es una forma de vida. Y esa es la felicidad máxima”.
Tierra adentro
juan se sube a su chata ford que está a punto de cumplir 50 años en sus manos. Él fue a buscarla a la concesionaria. Arranca y se adentra en su campo, frena en una parcela que están arando y señala un grupo de gaviotas que revolotean detrás del tractor mientras les disputan las lombrices a los chimangos.
Apoyado contra una tranquera, Juan mira el ganado que cría sin corrales y con un sistema de rotación de pastoreo natural. El feedlot –un método de producción de ganado muy extendido en el mundo y cada vez más en la Argentina– es mala palabra en La Aurora. Aquí, las vacas crecen libres de antibióticos y comiendo pasturas orgánicas. “Lo más gracioso –se resigna– es que en los remates se pide carne de feedlot como si fuera mejor y no advierten la diferencia”.
La Ford remonta una larga lomada y Juan pregunta si vimos alguna vez un campo de tréboles. Atraviesa algunas hectáreas sembradas con trigo, otras con cebada, y estaciona dentro de una superficie acolchonada de tréboles con flores blancas. Toma una pala de la caja de la camioneta y mete una palada profunda: “¿Ves? Esto es lo que genera el humus”, dice sonriente mientras señala una lombriz de escala gigantesca. “¡Está gordita porque come bien acá! Si en el campo hay una fábrica de nitrógeno, ¿para qué echar químicos? Es asombroso”.
Juan nació en Tandil y solo hizo hasta primer año de la secundaria. De jovencito empezó a trabajar en el campo de su familia con sus dos hermanos. En aquel momento, lo importante para él era aprender a arar derecho, a hacer todos los trabajos del campo de manera prolija. “A veces me dicen: «Ustedes trabajan a la antigua». Y no, nada que ver. Antiguamente, todo lo que molestara en el suelo se trataba de eliminar con fuego o lo que fuera. Nadie te decía nada de las plantas, cómo funcionaban, nada”.
También cumplía con el mandato familiar de concurrir a la iglesia luterana, donde se congregaba la comunidad danesa. Había llegado un pastor joven, ávido de aventuras, que les propuso a los jóvenes fieles embarcarse en una misión solidaria en el monte chaqueño. Juan no lo dudó.
Tenía 27 años y era el año 1970.
Entonces empezó una aventura que le modificaría la vida por completo. Trabajando para la Dirección del Aborigen del Chaco, Juan conoció en profundidad las penurias y los lamentos de las comunidades qom. A bordo de un Siam Di Tella y sin más que unos planos del Departamento General Güemes y una pequeña brújula, Juan y un amigo tuvieron la misión de ubicar en el mapa dónde estaban las colonias de aborígenes.
Juan montó en esos lugares pequeñas y sustentables explotaciones forestales. “Lo común –señala– era que los que tenían aserraderos entraban a un monte y cortaban todo”. Lo poquito que desmontaban lo hacían sacando el árbol de raíz para que después los lugareños pudieran sembrar y seguir comiendo con la cosecha.
“Teníamos relación con la Dirección del Aborigen… creo que eso nos salvó de que no nos echaran por «subversivos». En Bermejito, estaba la hermana Guillermina, que era bastante de izquierda: un día nos enteramos de que llegó un camión del Ejército y nunca supimos nada más”.
Para la misma época, Erna Bloti había llegado al Chaco desde Suiza para trabajar como enfermera. Erna vio una propaganda en la iglesia que frecuentaba y tampoco lo dudó: quería dedicarse a servir en una causa noble.
Juan y Erna comenzaron a cruzarse en Castelli, donde las enfermeras tenían unas casitas y los muchachos de la misión iban a comer. Chocolatín va, chocolatín viene, se enamoraron. Y se casaron. La primera hija, Teresa, nació en el Chaco. La segunda, Sara, en Benito Juárez.
Pero el matrimonio iba y venía de un lugar a otro, sin decidirse. Se les hacía muy difícil abandonar la vida chaqueña, con la que se sentían muy comprometidos. Primero falleció el papá de Juan, luego su madre enfermó gravemente. “Y a mí me parecía que tenía que volver, que me tocaba cuidar a mi mamá. Nos vinimos en el 81. Me costó mucho más readaptarme a Benito Juárez de lo que me había costado adaptarme al Chaco”, recuerda Juan. Erna completa: “Para mí el trabajo en el Chaco fue superior a todo lo que viví hasta acá. Fueron los años más felices”.
Ya instalados definitivamente en Benito Juárez, Juan empezó a trabajar otra vez en el campo familiar, como lo había hecho siempre, sin cuestionarse –todavía– los métodos de producción. Pero algún bicho lo había picado en la conciencia. Quizá su paso por el Chaco, el contacto con los aborígenes y su cosmovisión naturalista. Algo lo había conmovido. Pero él no lo piensa tanto y dice: “Capaz, uno ya tiene una predisposición para hacer lo que hace. Lo más lindo para mí es recibir un abrazo o una gratitud”.
Juan lleva una bitácora con el día a día de La Aurora desde que decidió transformar su campo en un emprendimiento agroecológico. Hay fotos, el detalle de cada cosecha y los mensajes que le deja cada visitante. Y recibe mucho. “Siento una gran satisfacción cuando vienen jóvenes que se están formando y no quieren saber nada con los agroquímicos; vienen y me piden las semillas, y yo encantado”, dice.
El caso de La Aurora es conocido en la Universidad de La Plata. Cuando los alumnos terminan la cursada de la cátedra de Agroecología, que está a cargo de Santiago Sarandón, los invitan a Juan y a Eduardo para que den una charla. “Yo les digo a los chicos que no les envidio el mercado laboral con el que se van a encontrar. Los van a llamar para ir a ofrecer porquerías. Salir a visitar los campos para ver qué plaga hay, para echar otra cosa que no va a solucionar el problema”, dice Eduardo.
Juan oscila, con paciencia, entre el desencanto y el optimismo con la misma actitud. Sabe que es una pelea contra un gigante que tiene todos los medios para doblegar cualquier intento de cambio. Recuerda, por si hiciera falta, que la farmacéutica Bayer acaba de comprar por US$ 66.000 millones la empresa dedicada a la comercialización de semillas transgénicas y glifosato, Monsanto.
Sin embargo, el malestar que le produce esa noticia se rompe cuando comenta que hace poco Eduardo le contó que hay tres emprendimientos de la zona que quieren probar con la agroecología, que se hartaron de la siembra directa y la aplicación de agroquímicos: “El asombro es que de repente venga un ingeniero y les diga que sí se puede producir de otro modo”.
“Es tan lindo saber que yo no hice todo esto de gusto”, dice Juan. Y cuenta que también hay un joven productor de Tandil que instaló un molino para trigo orgánico. “Si mi trigo va al montón junto con todo lo otro, ¿para qué lo hice? Aunque me paguen exactamente lo mismo, solo el hecho de saber que va a generar trabajo respetando el principio orgánico…”.
Entre todo ese marasmo de intereses, su ejemplo emerge como sanador. Pero el de Juan no es una prédica ambientalista en el sentido clásico. Hay algo que trasciende, una conexión humana con lo que lo rodea, la sensación de que ha comprendido por qué hace lo que hace y, sobre todo, para qué. No lo explica señalando o culpando a nadie, como un signo más de su bondad a prueba de lobbies: “Yo creo que nadie que explota su campo con agroquímicos lo hace por mala intención, las circunstancias lo fueron llevando. No todos tienen a un agrónomo al lado que les diga lo que me dijo Eduardo a mí: «Esto se puede hacer de otra manera»”.