La playa Bristol: historia y secretos de la playa más famosa del país
Fue, es y será la postal más representativa del ocio argentino. Excede a la ciudad que la alberga para convertirse en símbolo de todo un país. Una especie de Monumento Histórico Nacional natural. A cielo abierto. Un cronotopo insoslayable que radiografía, con precisión, cada época y sus vaivenes políticos, económicos, sociales, y culturales. Reflejo del acontecer, pulso genuino de cada tiempo. Nació elitista y se transformó en la más popular de todas las playas. La Bristol, dueña y señora de cada verano. De ella se trata. De esa bahía que abraza al Mar Argentino y que es el rincón más transitado de Mar del Plata. Bulliciosa, con reglas propias. Mansa y brava. De clima familiar y festivo. Acá la moda no cuenta, un verano es igual al anterior, al menos en términos de atuendos, gastronomía y horarios. Cumbia estridente, palmas compartidas para encontrar a los niños perdidos, guardavidas que toman mate con los turistas y un mar que no se le niega a nadie, aún cuando la bandera roja izada alerta sobre la bravura del Atlántico. La Bristol es la playa de sistema democrático en la que los cuerpos no son observados. Aquí, la dictadura del qué dirán fue abolida.
"Desde 1886, las vacaciones en Mar del Plata constituyen una ceremonia ritual de la alta burguesía argentina. A partir de 1934, la clase media participa igualmente de la ceremonia, y desde 1946 comienza a hacerlo la clase obrera. Las vacaciones ocupan un lugar preponderante en la vida y en la imaginación de la sociedad argentina a través de sus diversas clases, y Mar del Plata, por consiguiente, ocupa un lugar preponderante en la economía del país", detalla Juan José Sebreli en el comienzo de su ensayo Mar del Plata, el ocio represivo. Indudablemente, la ciudad balnearia más grande del país y su emblemática Playa Bristol son símbolos de un país donde el veraneo forma parte de una dinámica aspiracional.
Personajes inmortales
Ya no está aquel recordado fotógrafo Carnaghi que retrataba a los turistas junto a sus camellos, pero los personajes son muchos. Una enfermera de doctorado guardapolvo controla la presión arterial de los insolados y aconseja con autoridad, y sabiduría empírica acumulada en cuarenta años de socorros urgentes, a turistas desaforados que pasan del blanco urbano al rojo camarón en sus primeras tres horas bajo el sol iracundo; una docena de senegaleses arrastran, por la agradecida arena húmeda de la orilla, carros repletos de túnicas, mantas, y sombreros; otros inmigrantes, de igual origen, apelan al impacto portando bandejas en las que brilla la bijouterie y los relojes de plástico con colores llamativos en su versión fluo; cada tanto, aparece el barquillero, una especie en extinción, con su cilindro y ruleta al hombro, los chicos desconocen al personaje que genera empatía en los veteranos; el pancho y la gaseosa se vocean a los gritos gracias a las gargantas privilegiadas de los vendedores de blanco impoluto; un Barney descalzo intenta vender golosinas; el acróbata de un circo reparte volantes en los que se anuncia una promoción en la que los niños entran gratis acompañados por dos mayores; un vendedor de CD´s pasa con sus parlantes a todo volúmen; una supuesta gitana promete dilucidar el futuro con su erudita lectura de las manos, curiosamente las predicciones siempre son positivas, no sea cuestión de amargarle las vacaciones a nadie. Todo convive con absoluta naturalidad. Un escenario de notable teatralidad.
A un costado de la arena, la cancha de bochas concentra a los jubilados. Esos mismos que llegan pasadas las siete de la mañana y hacen una pausa para dormir la siesta. Al mediodía, bajan en grupos, desde el Boulevard Marítimo Patricio Peralta Ramos, las familias y los más jóvenes. La tarde es un hervidero. Todos se juntan para sofocar el calor con chapuzones en el agua atravesada por los espigones corroídos y aquella construcción icónica del Club del Pescadores que se introduce en el mar. Al norte, Playa Popular y Punta Iglesia. Al sur, Las Toscas y el Torreón del Monje. En el medio, la bahía de la Bristol. Esa que fue estudio de radio y televisión porque si había que mostrar cómo se vivía el verano argentino, ese era el mejor set. Eran tiempos donde Juan Alberto Mateyko, desde las terrazas del Gran Hotel Provincial o del Casino Central, se convertía en el prócer mimado. Aún hoy, los móviles de la televisión deambulan de una punta a la otra y la visita de los famosos promocioando sus espectáculos nocturnos se convierte en un show gratuito. La Bristol es esa panacea que puede albergar a miles de personas que llegan desde todo el país: el show de la tonada, una hermosa melodía de fondo confundida con el romper de las olas.
Como siempre, la casilla elevada de los guardavidas es un mojón en medio de la siembra de sombrillas multicolores. Allí, desde lo alto, se hacen notar. Ellos son la autoridad. Guardianes del bañista y del orden en la arena. Pueden espantar a mecheras y aquellos que circulan en busca de lo ajeno; socorrer a un desvanecido y llamar al médico; llevar sobre sus hombros al niño perdido arengando el aplauso popular; y, desde ya, correr con soga y salvavidas en mano ante aquel que se introdujo en el mar con aires soberbios y al rato comienza a perder la batalla contra la correntada. Guardavidas, no bañeros. Héroes y galanes del lugar. Esos que izan las banderas que decretan la prohibición de baño o santifican al mar como "bueno". Cuando el silbato suena, hay que callarse y correrse. Ahí entran ellos en acción ante miles de testigos que los gratificarán con el aplauso ante el salvado que se debate entre el agradecimiento y la necesidad de huir ante la humillación del papelón.
La música de los artistas callejeros que se instalan en las escalinatas frente a los lobos marinos llega hasta la orilla del mar. En esa zona fronteriza donde el agua muere debilitada, dos señoras, sentadas en sus sillitas playeras petizas, remojan sus pies ante cada oleada hasta que una pleamar insospechada y atrevida eleva la intensidad de la marejada y termina por tumbarlas de sus asientos. Varios corren a ayudarlas. Los cuerpos robustos encallados en la arena requieren de varios brazos fornidos para cumplir la faena del rescate. Algunos curiosos rodean la escena. Cumplida la misión, el aplauso estalla junto con las carcajadas compartidas incluso por las víctimas del maremoto devaluado. La solidaridad manda si el mar hace de las suyas, si una sombrilla se vuela convirtiéndose en arma peligrosa, o si la parejita de la lona de al lado no tiene quién le cuide sus pertenencias a la hora de meterse en el agua. Esa es la Bristol. La playa que solo se vacía ante la lluvia. El trozo de arena codiciado por los turistas de la zona céntrica. Esos que llegan en tren o en micro y se hospedan en los hoteles cercanos para revalidar, cada año, los honores del rincón más simbólico de los veraneos argentinos.
Para pocos
Mar del Plata nació en los saladares que se ubicaban en la zona hoy conocida como Punta Iglesia. La parroquia de Santa Cecilia custodiaba desde la loma dándole nombre a ese rincón fronterizo en la época del precursor Cohelo de Meyrelles. Allí mismo donde funcionó primigeniamente la Pileta Lavorante y, hasta hace 30 años, las piscinas a las que asistían las celebridades que hacían teatro cada temporada. Mucho antes en el tiempo, en esa punta de la bahía nacía la ciudad que fue fundada por Patricio Peralta Ramos el 10 de febrero de 1874. En pocos años, Mar del Plata se convirtió en el lugar escogido por la alta burguesía y la clase terrateniente para pasar sus veraneos desde diciembre hasta marzo. Allí llegaban las familias acomodadas, junto a su personal doméstico, en travesías que duraban prácticamente todo un día. Muchos lo hacían en tren. El ferrocarril, que llegó hasta el mar en 1888, contaba con coches dormitorio y comedor. La percepción de las distancias era otra, así que el viaje a Mardel implicaba una despedida formal y hasta avisos en las secciones sociales de los diarios avisando la ausencia por 90 días. Cuenta la leyenda que unas tales hermanas García anunciaron públicamente que se iban a pasar el verano junto al mar. Pero parece ser que alguien las encontró en Quilmes, cerca de la costa del Río de la Plata.
En la bella Mar del Plata, los grandes palacetes recibían a sus propietarios. Muchas de esas mansiones aún se pueden observar de pie y en perfecto estado de conservación. El valor histórico y arquitectónico de las mismas las convierte en un patrimonio a preservar. Incluso, algunas de ellas, forman parte del circuito de museos de la ciudad.
Ortiz Basualdo, Normandy, Blaquier, Gainza Paz y Victoria Ocampo
Las residencias fastuosas se denominaban Villas y formaban parte de ese caserío fundacional que convirtió a Mar del Plata en la Biarritz argentina. Eran tiempos de una Belle Epoque que acercaba a la ciudad a la atmósfera europea. Las familias acomodadas ya no escogían el Delta, o las quintas de Belgrano y Flores. Buenos Aires iba creciendo y era necesario alejarse un poco más para disfrutar de la paz y el descanso. La geografía marplatense, sus extensas playas y su mar generoso eran un sitio perfecto para pasar un cuarto del año, esos tres meses donde el calor de Buenos Aires se tornaba agobiante y Europa se congelaba con sus crudos inviernos. La opción marplatense se convertía en ideal. Además, veranear en estancias no permitía una vida social intensa como sucedía en Mar del Plata. En ese contexto, la playa Bristol se convirtió en el punto de encuentro diurno y su rambla, en un espacio de concentración nocturna.
Con los ojos del siglo XXl, los usos y costumbres de aquellos tiempos hoy son vistos casi como un castigo. En primer lugar, la Bristol estaba dividida en zonas exclusivas para mujeres, hombres y familias. Una soga marcaba el espacio reservado según el grupo de pertenencia. El Reglamento de Baños para el Puerto de Mar del Plata regía la vida en la arena. Su artículo primero impartía: "Es prohibido bañarse desnudo". Todo dicho. Ellas iban con unas túnicas que solo exponían al sol las manos y los pies. Ellos llegaban con unos enteritos o shorts acompañados de musculosas. Bastante tapados, aunque un poco menos que las mujeres.
En aquellos tiempos, la arena era un divertimento, pero no el más importante. La rambla era el verdadero pasatiempo de los turistas. El estilo europeizado se espejaba en ese paseo donde la aristocracia mostraba sus ropas de ensueño y los marplatenses asistían para ver cómo se vestían los ricos que visitaban la ciudad. El esparcimiento tenía usos y costumbres. Horarios. Diversión reglamentada. La consigna era ir a mirar y ser mirado. La gente, durante décadas, se visitó con sus mejores galas para ir a caminar por la rambla de la playa Bristol.
La Bristol siempre estuvo enmarcada por su paseo adyacente. En 1888, la rambla era precaria, de madera. Tiempo después fue mejorada, pero no cambió demasiado su status de labilidad. En 1905, esa estructura se incendió. Fue una verdadera tragedia muy lamentada por locales y visitantes. Sucedió durante una madrugada de noviembre y se dijo que fue intencional. El 19 de enero de 1913, Mar del Plata inauguró una rambla a la medida de la envergadura que había cobrado la ciudad. Ya no era de madera sino de mampostería. Y mucho más ancha, lo cual permitía la comodidad de los paseantes. El diseño era belga, y contaba con balaustradas, estatuas y ornamentos grecorromanos. Pero no se trataba solo de un espacio para caminar rodeado de columnas, sino que la rambla estaba acompañada por edificios imponentes, de grandes cúpulas. Eran tiempos donde era común ver caminar a Alfonsina Storni, quien luego se suicidaría internándose en las aguas, un poco más al norte, a la altura de la playa La Perla. Primera Rambla, Pellegrini y Lasalle fueron los nombres de estas tres iniciativas que instalaron un modo de ser. Con los años, los servicios se iban perfeccionando y expandiendo: se abrían locales comerciales, pistas de patinaje, sala de cine y un precario salón de juegos. La playa contaba ya con toldos pequeños que les daban sombra a los bañistas. El concepto de balneario comenzaba a desarrollarse. El Bristol Hotel era otra de las joyas arquitectónicas aledañas, responsable de bautizar a esta porción de arena: "Ir a la del Bristol", era la consigna cada mañana. Así quedó inmortalizada la playa, aún luego del incendio que destruyó aquel fastuoso hotel.
Apta para todo público
En 1938 se aprobó el proyecto del prestigioso arquitecto Alejandro Bustillo, responsable de las obras del Hotel Llao Llao de Bariloche y la casa central del Banco Nación en Plaza de Mayo. Bustillo concibió un complejo monumental integrado por el Gran Hotel Provincial, el Casino Central y una sala de baile que luego se convirtió en el prestigioso Teatro Auditorium. La Rambla Casino estaba en marcha y es la que sobrevive hasta nuestros días convirtiéndose en la postal ineludible de la ciudad, frente a la playa Bristol. La rambla actual tiene un estilo ecléctico, pero de inspiración neoclásica francesa, vinculada al estilo Luis Xlll. Los frentes de los edificios están revestidos con la llamada "piedra Mar del Plata", y ladrillo a la vista. Entre los dos imponentes edificios del Gran Hotel Provincial y el Teatro Auditorium se ubica la plaza seca Almirante Brown, custodiada por los dos lobos marinos tallados por José Fioravanti y que son el punto ineludible para la fotografía de los turistas que llegan, por primera vez, a la ciudad.
A fines de la década del ´40 comenzó la llegada masiva de turistas a la ciudad. Ya no era un destino solo accesible para la aristocracia local sino que también era el lugar elegido por las clases medias y obreras para pasar sus vacaciones a partir de políticas sociales que estimulaban estos beneficios y la apertura de numerosos hoteles sindicales. Además, comenzaba la expansión edilicia de la ciudad con la construcción de edificios de gran altura que albergaban departamentos pensados para los veraneantes. Todo ese cambio conceptual, y de movilidad social, trasladó a los sectores más acomodados hacia Playa Grande, siendo la Bristol, el lugar escogido, debido a la cercanía con los hospedajes populares, por los turistas menos adinerados. La Bristol se convirtió en un espacio visitado por millones y su rambla en el paseo más popular de la ciudad. "A fines de los ´50, la rambla Bristol se afianza como pasarela de las costumbres que rigen la vida cotidiana durante el tiempo del ocio vacacional. Desfile de gentío. Multitudes y soledades. Todos encuentran un lugar en la arena y todos sienten que están en el mundo. Las clases medias ya son dueñas del balneario y las obreras preparan su conquista de la mano del turismo social y la hotelería sindical", explica la investigadora y docente Elisa Pastoriza en Un mar de memoria, historias e imágenes de Mar del Plata.
Los locales gastronómicos que rodeaban a la playa se caracterizaban por ofrecer picadas en platitos. Un clásico. Una propuesta típica estaba conformada por casi treinta platitos con mariscos y fiambres. También existían los locales que ofrecían souvenirs alegóricos realizados con caracoles y la inscripción "Recuerdo de La Feliz". Infaltable, en las vitrinas, la Virgen del Tiempo que cambiaba de color anunciando sol o tormentas. Eran tiempos donde no faltaban, desde ya, las sucursales de las casas de alfajores. En el extremo norte, se ubicaba la confitería La París, reducto en el que, por las noches, se presentaban cantantes y orquestas de primer nivel. Justo a la vuelta del casino. Y a pocos metros de las casas de empeño. La timba, el espectáculo, la mesa opípara y la playa, receta síntesis de la ciudad.
Verano modelo 2020
Algo, bastante, de aquella mística, sobrevive. Allí está la Bristol recortada sobre el Atlántico. La de siempre. Esa porción de arenas populosas que es un microcosmos, un universo de reglas propias. El bullicio estridente se confunde con la rompiente del mar. Cada tanto, saca de contexto el ronroneo de un helicóptero de la Prefectura o las hélices de las avionetas que llevan colgando el letrero con la promoción de un shopping o un espectáculo teatral. Las promotoras de cremas para la piel reparten sus muestras gratuitas hasta que la multitud genera tanto alboroto que deben retirarse. Muchos se quedan sin el premio. Comienzan los silbidos. La cosa no pasa a mayores. Estrategias para pasar las horas. Esas horas que se matizan con el mate, la vianda con la comida casera para acotar presupuestos, la merienda con esas facturas que "son más ricas por el sabor del agua de la costa", según reza la leyenda popular. Tejo, cartas, libros de autoayuda o novelas románticas compradas en las librerías de usados de la peatonal. Cumbia y reggaetón. El hervidero de clima festivo. Pocas carpas privadas. Sombrilla al hombro o lonas multicolores. El toilette es público y funciona con módicas tarifas a modo de contribución. Allí, en el baño y con costo adicional, también se puede llenar el termo con agua potable caliente para el mate. Familias con chicos que se entretienen con los eternos palitas y baldes hasta que imparten la orden suprema a sus padres: "Vamos al agua". Y ahí van los mayores acompañándolos como parte del plan ineludible que luego se completará con la foto con la Pantera Rosa y el paseo en el Trencito de la Alegría que sale de la vecina Plaza Colón.
En la playa, la selfie está a la orden del día, aunque aún sobrevive algún fotógrafo profesional en un acto de resistencia y recuperación de un ayer. El paraíso debe ser mostrado. Un poco de alarde con la cuñada no viene mal. Las chicas veinteañeras se pasean en bikini y aportan la cuota de sensualidad. Una sensualidad no erótica, digna de todo verano. Una pareja de muchachos, de músculos importantes, abdominales tallados, piel bronceada y sungas minúsculas, se toma de la mano para internarse en el mar. Así es la Bristol. Democrática. Compartida. De hacinamiento consensuado y normas propias. De arenas gruesas para sostener castillitos tan sólidos como los de Bustillo. Revalidada en sus códigos cada año. Desde aquella Belle Epoque hasta hoy. Eterna. Será por eso que es la playa que atraviesa y cuenta la historia del país.
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