Amigo de la paradoja, en las manos del autor de Ficciones el sistema ideal puede acabar en una mansa distopía
Aquella mañana de 1972, Borges me sorprendió con una pregunta: “¿A usted le gustaría ser inmortal?” Apenas pude esbozar mi respuesta, porque se apresuró a decir: “A mí no. Sería insoportable. Terrible”.
Más tarde, me propuso ir al café de la esquina de la Biblioteca Nacional, antes de dirigirnos a su despacho. Fue allí donde, con un café crema y una copita de caña de por medio, me relató el cuento que había concebido en las altas horas de la noche y que comenzó a dictarme esa misma mañana, “Utopía de un hombre que está cansado”, al que hace poco el diputado de La Libertad Avanza “Bertie” Benegas Lynch aludió durante el debate legislativo por la ley ómnibus.
Como era habitual, aquel día Borges se detuvo largamente en el cincelado de cada párrafo antes de pasar al siguiente. Nada era dicho porque sí. Los diálogos parcos, los paisajes y los personajes trazados casi como con pinceladas de acuarela, distaban de ser azarosos. Eran los puros mensajes del texto.
Borges tenía in mente la Utopía de Tomás Moro. No es casual que el epígrafe del cuento sea la frase de Quevedo: “Llamóla Utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar”.
Hubo utopías anteriores: la República de Platón, por ejemplo. Pero la palabra utopía fue acuñada por Tomás Moro para nombrar a la isla donde se ubica el país que describe el personaje central de la historia: un navegante llamado Rafael Hitlodeo. En realidad, el título de la obra, publicada en 1516, era muy otro; a saber: “Librillo verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido, sobre el mejor estado de una república y sobre la nueva isla de Utopía”. Escrito, además, en latín.
Borges me propuso releer la obra. Y es así como emprendimos un viaje extraordinario.
Hoy vuelvo a Utopía y también al cuento de Borges. Me admira lo pertinente de ambas obras. Por empezar, toda utopía es el eufemismo del malestar de su autor frente a una realidad; un ideal que emboza una crítica. También mi relectura responde a un malestar.
Cuando Tomás Moro escribe Utopía, lo hace en el tiempo de Enrique VIII, a quien él servía con lealtad como funcionario y como amigo. Pero el sostenido desasosiego político y las tensas disputas por propiedades y tierras, con las que él mismo debía lidiar en nombre del rey de Inglaterra, lo abrumaban demasiado. Es en ocasión de un viaje a Brujas, donde debió abogar por los intereses reales, que Moro comienza a escribir Utopía. Sospecho que, más que con un propósito didáctico –que ciertamente lo tiene–, lo hizo a modo de evasión de la realidad.
Sir Thomas More era demasiado inteligente, docto y sabio como para idear una sociedad de seres perfectos. Lejos de ello, la nación de Utopía es la perfecta organización de un Estado para hacer posible la convivencia de seres imperfectos. Como nosotros. Porque es desde el Estado bien organizado y bien gobernado que los hombres y mujeres menguan sus imperfecciones para lograr convivir en armonía. Un Estado virtuoso atenúa lo peor de la naturaleza humana en pos de la libertad general. Porque, en una sociedad, la libertad bien entendida se construye comunitariamente. Una república proba resguarda a los habitantes de la codicia a la que son proclives los seres humanos.
Para Tomás Moro, la organización ideal de un Estado es la república, con un gobierno abocado a un claro objetivo: la felicidad de los habitantes.
"Lo impostergable en Utopía, ante cualquier crisis, es la salvaguarda de la causa pública desde el Estado: alimentación, salud, educación. La causa pública es el bienestar de todos"
En el relato, Rafael Hitlodeo señala dos causas de infelicidad social: la propiedad privada y el mercado monopólico. La primera, porque no siempre es justa: las propiedades son muchas veces adquiridas con malas artes por los peores en detrimento de los dignos. El segundo, porque puede desatar injusticia y pobreza. Pone de ejemplo el monopolio de la lana en la Inglaterra del siglo XVI, que bien conocía Moro: “Un mercado en manos de pocos que ya son ricos, pero quieren serlo más”. Además, “basta con un pastor que guíe los rebaños por tierras que necesitaban muchos brazos cuando estaban dedicadas al cultivo. Eso explica que los precios hayan aumentado como espuma en muchos lugares. Por si fuera poco, la lana es ahora tan cara que la gente más necesitada no puede pagar ni la de más baja calidad que le servía para confeccionar sus paños. Es así como mucha gente sin trabajo se vuelve ociosa…”.
El mal radica en “la codicia de unos pocos”, que es la contracara de la pobreza y el consecuente delito: “¿Qué hacéis sino criar ladrones, para castigarlos luego?”
La política utópica se propone mitigar “las costumbres que son fuentes de muchos males”, para asegurar la felicidad y el bienestar de todos los habitantes, porque “yerran quienes creen que la pobreza del pueblo sostiene la paz”; paz, que un mal gobierno querrá imponer a fuerza de " […] sanciones, […] o vejaciones que los hunden en la pobreza constante…”. Un gobernante que así procediera “no sabe gobernar a hombres libres”.
Lo impostergable en Utopía, ante cualquier crisis, es la salvaguarda de la causa pública desde el Estado: alimentación, salud, educación. La causa pública es el bienestar de todos.
"A Borges lo afligía el fracaso de la sociedad a pesar de tantos aportes al esclarecimiento de los problemas del hombre"
Los utópicos cultivan los placeres y dan prioridad a los espirituales que son el resultado de una buena conciencia: arte, cultura. Pero también, los corporales, entre los cuales está el de la salud, “principio y raíz de toda felicidad”. Razón por la cual, hay dos deberes de gobierno insoslayables: el cuidado de los enfermos y el de los ancianos. No se escatima en proveerles los remedios y la alimentación que requieran para su sanación y bienestar.
A esta altura, remitirnos a nuestro presente nacional es inevitable. Doloroso. Alarmante.
–¡Caramba! –exclamó Borges en aquella ocasión–. Se diría un socialista avant la lettre. O simplemente un gran humanista.
A Borges lo afligía el fracaso de la sociedad a pesar de tantos aportes al esclarecimiento de los problemas del hombre. “Utopía de un hombre que está cansado” (incluido en El libro de arena, de 1975) expresa el cansancio de Borges. Tantos libros, tantas utopías, tantos Tomas Moros, ¿para qué? La repetición de la estulticia, de la infamia del hambre. La ignorancia. La codicia de unos pocos. La pobreza de muchos.
En su utopía, Eudoro Acevedo –o sea, Borges– llega de pronto a un futuro lejano donde se encuentra con un hombre alto y pálido, vestido de gris, que no tiene nombre. Nadie lo tiene. Este hombre lo invita a pasar a su casa, que está sola “en medio de la pánica llanura interminable…” Ni alambrados demarcando posesiones, ni moradas lindantes. Tampoco ciudades, de las que solo quedan ruinas.
Al hombre no lo sorprende la aparición de Eudoro Acevedo porque “tales visitas nos ocurren de siglo en siglo”. Ciertamente, viajantes cansados como Borges. El hombre, que tiene 400 años, comienza a detallar aspectos de su mundo: las escuelas enseñan “la duda y el arte del olvido”: la duda en lugar de la convicción férrea que lleva al enfrentamiento, a la guerra, al odio. Olvido de un pasado pletórico de conflictos y desengaños. No hay bibliotecas ni museos que lo recuerden.
Un hecho no menor: el hombre le muestra a Eudoro Acevedo su tesoro: “…Un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518…”
Y continúa: ya no hay dinero por lo que “ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad […]. Fueron cayendo los gobiernos que… imponían tarifas … ordenaban arrestos, pretendían imponer la censura […]. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos […]. Algunos fueron buenos cómicos…”
Pero la utopía de Borges deviene una mansa distopía. En ese futuro de seres inmortales, el individuo, pálido, gris, autoerigido en su soledad, despreocupado de los otros, tampoco alcanza la felicidad. Y al cabo de un tiempo de condensada libertad individual, escoge la libertad de darse muerte.
“Utopía de un hombre que está cansado” devela el cansancio de Borges ante un mundo que se empeña en fracasar en lo más deseado: la felicidad, que tampoco se alcanza con el individualismo brutal que borra al mismo individuo hasta el punto de ya ni siquiera tener nombre.
Tal vez, desguazada, subsista aún en ese ejemplar de la Utopía que sobrevive en el no-lugar de un futuro también cansado.