Jacek Hugo-Bader, el heredero de Kapuscinski
Un arcoíris de lazos protege su muñeca derecha. Son hilos débiles que, aunados en una misma trama, aunque delgada y muchas veces a la intemperie, cobran relieve y prolongan una existencia antes condenada a ser efímera. No son espantapájaros rojos que ahuyentan la envidia. Son los custodios de la memoria. Cada lazo es un alma. Cada lazo es un viaje. Uno de ellos atesora dentro los cabellos de su mujer y de sus hijos. Jacek Hugo-Bader los acaricia y con el dedo índice los estira para que den un paso hacia el proscenio de sus relatos. "Me van a tener que cortar el brazo, si me quieren operar", les dijo a los médicos que intentaron convencerlo de que se los quitara antes de ingresar en el quirófano. El cronista polaco es señalado como el heredero de Ryszard Kapuscinski y uno de los maestros del reportaje universal, galardonado con el English Pen Award. Su don es el de recolectar voces, anónimas, en apariencia no estridentes, como los lazos de su muñeca, pero que unidas cobran color y esconden una historia apasionante.
La obsesión de este hombre cálido es la gélida Siberia y el deshielo político y social de la Unión Soviética. Por momentos, pareciera que se levanta la cortina de hierro del idioma y fuese posible ingresar en su relato sin la tarea de la lúcida traductora que lo acompaña: la paleta de tonos vocales que utiliza, los gestos que emplea, su lenguaje corporal. No habla una sola palabra de español ni de inglés, pero se expresa con facilidad en una variedad de lenguas y dialectos eslavos. O, en realidad, sí conoce un término de estos lenguajes occidentales, una voz que se pronuncia del mismo modo, quizá con una diferente vibración: terror. Hugo-Bader lo ha mirado de frente varias veces, en una ocasión durante 7 minutos mientras atravesaba el río Aldán. Diarios de Kolimá (La Caja Books, 2018) es su odisea a dedo por Siberia, más conocida por sus habitantes como Kolimá, la región dueña de los epítetos más crueles del planeta: la peor pesadilla del siglo XX, el crematorio blanco, el infierno ártico, el campo de concentración helado, la máquina de picar carne y machacar huesos a escala industrial. Allí se instalaron 160 campos de concentración. Ciento sesenta gulags. La carretera de 2026 km que atraviesa Kolimá fue construida por un millón doscientos mil prisioneros que fallecieron antes de ver terminada esta obra, el sendero hacia la muerte para las futuras generaciones de opositores a Stalin.
–La locura es un tema central en su bitácora por Kolimá. Tengo mis hipótesis: la soledad, la incomunicación, el clima extremo, el altísimo consumo de alcohol. ¿Cómo explica este desorden en la Kolimá actual?
–Cuanto más alejado y extremo sea el sitio, más loca es la gente que allí vive. Pero también es cierto que el cronista elige a sus interlocutores. De alguna manera es como un fotógrafo que se fija en la cara bonita de una persona. Está buscando adrede que, por impulso o por instinto, aparezcan esas personas con sus historias. No elegís a una persona cualquiera de la calle. Elegís a quien tiene una conversación interesante. A veces, cuando empiezo un viaje, conozco a una persona y le pido que me ponga en contacto con algún conocido. Quiero entender sus vidas. Las personas me guían.
–Usted habla del síndrome del silencio, de esa resistencia a recordar, a hablar del pasado más violento propia de los habitantes de Siberia. ¿De qué modo logra que aquellas personas le cuenten sus historias?
–La gente en Rusia te recibe en la cocina de su casa. Ellos jamás le contarían una intimidad a una persona cercana. Quizás aquello que te cuenta alguien en la cocina no lo conoce al que está en el dormitorio. A veces me dicen las personas con las que trato que me estoy metiendo en la mierda. La gente quiere ser sincera conmigo porque no hablo con celebrities. Hablo con gente corriente. A veces paso un día entero con alguien, y en ese tiempo solo hablamos, con algunas paradas para comer o para ir comprar. Pero llega un momento en el que me cuentan eso que tienen en sus entrañas. Podés fingir o mostrar realmente cómo eres durante una dos o tres horas, pero luego ya empezás a ser realmente vos mismo.
–Tiene conversaciones en lugar de entrevistarlos.
–Sí. Así es. En Rusia hay una pregunta recurrente: ¿cuánto ganas? No es mala educación. Quieren saber de dónde has sacado el dinero para hacer tu viaje. Yo soy muy honesto con ellos, les digo la verdad. Tampoco tengo prisa. Espero el momento en el que alguien quiera abrirse conmigo y muchas veces hablo de mí. Una vez me di cuenta de que antes de iniciar la entrevista había hablado solo durante dos horas. Le conté mi vida. Esa persona después me respondió de la mejor manera: me habló durante 46 horas seguidas. Era un militar que manejaba cohetes y que tenía nueve mujeres.
* * *
Después de varias horas regadas con vodka, Hugo-Bader miró al hombre cuya sola presencia intimidaba a los osos salvajes de la taiga de Kolimá.
–Cuando éramos niños, teníamos un insulto: tan tonto como un general– le dijo al general, retirado, pero general al fin de cuentas.
–¿Por qué?, le preguntó el militar.
–Porque le teníamos miedo. Porque habían ocupado nuestro país.
–No tenía idea de que lo habíamos hecho. Estábamos ahí para protegerlos.
Las paradojas no son ajenas a esta zona hostil. Fue un explorador polaco, Jan Czerski, quien descubrió Kolimá y con ella, su riqueza. Tiempo después Czerski sería desterrado a Siberia por participar de una sublevación.
Hugo-Bader, nacido en 1957, se crió cerca de Varsovia con estas historias y con las que escribiera Alexandr Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag, basadas en su propia experiencia en un campo de concentración. Cerca de la casa de Hugo-Bader se instalaron casi 400 tanques rusos. "Tuve la suerte de presenciar la caída de un imperio y ha habido pocos imperios en la humanidad", explica. En esa serenidad y pasión por lo que narra, una mosca se cuela en la conversación. Sin perder la vista con su interlocutora, en milésimas de segundo, la aplasta con la palma de su mano. El cronista está concentrado en no ignorar ni las voces ni los zumbidos, en no perder la perspectiva de los dos lenguajes e ideologías que suelen conviven en un mismo tiempo y espacio.
–Ha recorrido China, Mongolia, el Tíbet y Rusia. ¿De qué modo prepara cada viaje y cómo evita contar una sola faceta de la historia?
–Sabemos perfectamente que creás la historia de un país según la gente con la que te encontrás. Eso es normal, pero a mí me gusta preparar mi viaje, estudiarlo con tiempo. Antes pensaba que la mejor escuela sería llegar al sitio, conocer a la gente, orientarme y de alguna manera el instinto me orientaría. Pero eso no lo hago más e incluso contrato a personas que me ayudan para la investigación.
–¿Tiene un mapa para viajar y también un mapa a la hora de escribir?
–Me resulta muy difícil hablar de cómo escribo, porque las palabras salen de mí. Tal vez tengas la sensación de que soy una persona muy caótica, pero no. Construyo una especie de pared y, como si de piedras se tratase, encajo allí las piezas para que sea un muro estable. Es algo que no controlo, pero tengo problemas con escribir: cometo fallas gramaticales, de puntuación, pongo mal los acentos. No me considero un buen escritor.
–¿Sigue en contacto con gente que haya entrevistado?
–No, pero a veces me encuentra con algunas personas con las que me he entrevistado. Siempre les digo a mis estudiantes que la entrevista es una amistad a corto plazo. A veces me encuentro con la gente con la que hablo con la que establezco una relación muy profunda. Son unos contactos muy profundos y les dedico todo mi tiempo y mi atención a ellos, pero sé que tarde o temprano los deberé dejar.
–¿Qué aprendió usted después de este viaje?
–Cada viaje debe transformar a una persona. Los cronistas decimos que son los viajes de larga duración los que más te modifican. ¿En qué sentido? Si abordás el viaje con seriedad, si elegís un tema serio, podés incluso ayudar a cambiar el mundo. No digo que vos seas posible de lograrlo, pero al menos de que otros lo intenten.
"Señor Kapuscinski"
Antes de ser uno de los cronistas más famosos de Europa, Hugo-Bader tuvo otras profesiones: cargó camiones, pesó cerdos y recolectó arándanos destinados para teñir géneros. Su editor español, Paco Cerdá, recuerda la confusión que tuvo la primera vez que quiso conocer más información sobre Hugo-Bader, "el rey del párrafo corto". Tipeó el nombre del cronista polaco en el buscador y aparecieron dos imágenes en simultáneo: la de un hombre blanco y la de un hombre negro. El cronista también ha realizado crónicas de inmersión –algunos lo llaman periodismo a lo gonzo– y, tal como Günter Wallraff lo hiciera en Cabeza de turco, Hugo-Bader se pintó el cuerpo y se hizo pasar por negro en un grupo xenófobo de extrema derecha de su país.
–¿Cómo era Kapuscinski?
–Como era él como persona lo podés intuir por el libro que ha escrito Artur Domoslawski, una magnífica biografía. Creo que aquella es una imagen muy profunda de Kapuscinski, muy honesta. Ha hecho un muy buen trabajo el autor. Sí ha tenido problemas legales con quiera era su mujer, porque habla de las infidelidades que cometía, pero eso no lo sé.
–Cuándo lo comparan con él, ¿cómo recibe los comentarios?
–Para mí es un cumplido. Nos conocíamos, éramos incluso amigos. Había mucha diferencia de edad. Me proponía muchas veces que lo tuteara, pero por respeto no quería hacerlo. Lo llamaba "Señor Kapuscinski" y él a mí me trataba de usted. Decía que cuando escribís debés recopilar diez elementos para poder tirar nueve. Creo que exageraba un poco. Yo tiro unos cinco o seis…o quizá no los tiro, simplemente no los aprovecho.
–Estamos orgullosos en Latinoamérica de nuestros cronistas. Desde Rodolfo Walsh, Gabriel García Márquez y Tomás Eloy Martínez, hasta los actuales. ¿Se conoce su obra en otra parte del mundo?
–Desgraciadamente, no. No he tenido oportunidad de leer a ningún cronista de ningún país latinoamericano.
Una de las entrevistas que más recuerda Hugo-Bader fue con Mijaín Kaláshnikov, cuyo apellido lleva la famosa arma en su honor. Este sea quizá su mayor fracaso profesional. El militar echó de su casa al joven periodista porque en lugar de escucharlo, discutía con él en busca de imponerle su idea, de aleccionarlo, un error muy común del periodismo contemporáneo y panfletario.
–Habla de la empatía como virtud esencial del cronista. ¿Cómo la define en términos periodísticos?
–Soy un reportero. No puedo dividir el trabajo de mi vida personal. Si sos buena persona en tu vida privada, si tenés empatía, también la tendrás en tu vida profesional.
–¿Es posible ser buen cronista y mala persona?
–No lo sé. Me atrevo a decir que sí, que tal vez se puede. Un reportero de temas históricos, o que escribe sobre viajes, por ejemplo. No hace falta que sientas empatía con la gente que te encontrás por el camino. Pero a mí sí me interesa la gente, lo que ocurre ahora, en la actualidad.
–Usted busca quitarle las tripas al personaje. ¿En qué momento de la entrevista considera que lo ha logrado?
–En Polonia me consideran un cronista valiente. Yo no hago entrevistas. Cuando me siento y desgrabo la entrevista, a veces me doy cuenta de que la gente no me responde lo que he preguntado. La gente te contesta lo que les gustaría oír.
Hugo-Bader acaba de realizar un nuevo viaje por Rusia, esta vez, entrevistando a chamanes durante tres meses. En uno de sus destinos visitó a Sasha, ingresado en un neuropsiquiátrico. El cronista no quiso irse sin un souvenier de aquel hombre que quizá no esté loco, que quizá tenga dones proféticos. Sasha, que tiene contados objetos en su celda, pensó de qué modo fabricar un lazo para su visitante y cortó un pedazo de su toalla de color celeste. "No son regalos. Es algo diferente. No son sagrados, se pueden tocar, pero para mí son muy importantes estos brazaletes. Son el fragmento de mi biografía". Cada lazo cae cuando tiene que caer, cuando el destino y la gravedad lo deciden. Cuando su muñeca empieza a desnudarse, Hugo-Badek parte en busca de nuevas aventuras, parte para escuchar nuevas voces y rescatarlas del olvido.
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